Yo y Phineas (Aurelio y yo)
-- ¡Cirilo! -m e llamó mi dueño; de quien desconocía su nombre pues nunca oí que nadie le llamara a él por el suyo. --¡Cirilo! -repitió. Inmutable, sin mover la cabeza, orienté mis grandes orejas hacia él, y lo miré sin levantar el hocico del verdín que nacía entre las losas del jardín, ya limpias de nieve. --¡Cirilo! -insistió. Yo nada. Había que esperar un poquito más. Hasta que introdujo su mano derecha en el bolsillo del chaquetón donde yo sabía que siempre guardaba algunos puñados de maíz. Entonces obedecí. Taciturno, levanté mi cabeza al tiempo que avanzaba hacia él blandiendo mis trémulos labios carnosos, dejando al descubierto mis dientes amarillentos y verdosos . En cuatro pasos estaría degustando el preciado alimento que los dioses confiaran a los Mayas para que algún día llegara hasta mí. Ya acariciaban los cuatro pelos de mi bigote las pepitas doradas en la mano del dueño, cuando un sobresalto se apoderó de mí: de detrás del mulero surgió un individuo, no enjuto pero