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AFRIKA

Como much@s de vosotr@s recordaréis, Israel no se despidió de mí. Días antes de partir, me dejó un mandato: - Amigo Phineas, si la laberíntica espiral en la que nos encontramos tiene su salida en un Agujero Negro, para escapar hay que ir a la entrada, al principio del sendero ensortijado; hay que volver a la MADRE, hay que regresar a ÁFRICA. Súbdito fiel, como las golondrinas, volé a África en invierno, pero he vuelto realmente decepcionado. La Madre de la Humanidad ya no es fecunda: en África ya no nacen africanos, si no europeos de raza negra deseosos de abandonar ese útero donde se gestaron, excesivamente cálido; muy húmedo unas veces y severamente reseco muchas; siempre abarrotado de gérmenes criminales y glóbulos BLANCOS, que, más que combatirlos, parecen cómplices de su cultivo y pastoreo. Los nuevos africanos se desesperan imaginando mil maneras de dejar sola a su anticuada madre aborigen. En este momento crucial recordemos a nuestra Madre, recordemos y cuidemos de África, porqu

Juntos para siempre en un espacio imposible

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  Hacía años que tomaban café en aquél espacio imposible que nadie más quería: la mesita redonda junto a la escalera, donde sólo cabía una silla, para ella. Él, caballero de antaño, sentado en el segundo peldaño.  Ella le tomó la delantera y se fue una madrugada fría, a él no le alcanzaría la Primavera. Al dueño de la taberna no hizo falta qua nadie noticias  le diera, lo supo en cuanto abrió el lunes, y la silla y la escalera, en veinte años, y por vez primera, permanecieron vacías.  La dulce pareja de   jóvenes ancianos enamorados nunca más volvería, pero aquel rincón nadie lo ocuparía.    El tabernero juntó sus recuerdos para toda la vida, de la única forma que podía. Él en la escalera, Ella, como cuando fueran jóvenes, sentada en sus rodillas. Sobre la mesa, un cenicero vacío que ya no recibiría más colillas.

GAME OVER

La doctora Nako no había pegado ojo; su emoción seguía superando a su cansancio. Justo cuando el frescor de la mañana le inducía el sueño, sonó su celular. Era Mizelede, el internista de guardia. El tono de su voz no estaba impregnado con la alegría del día anterior cuando, tras cinco años de pruebas, miles de millones de personas fallecidas, el "primer mundo" diezmado, dieron por buena la última vacuna contra el COVID-19. La única realmente eficaz. -  Buenos días Tumaini. ¿Puedes venir al hospital? -le había solicitado con preocupación. -   ¿Qué ocurre? No me digas que tenemos un positivo. -     No, no es eso. -     ¿Entonces? -   No soy capaz de explicártelo por teléfono. Tienes que verlo. -     Pero… la rueda de prensa es a las doce. -     Es preciso que veas esto antes. Te esperarán. -      Está bien. Voy. Se aseó rápida, abandonó la habitación del hotel Kivu Serena de Gisenyi, y se puso rumbo al hospital de Butembo. Dos horas después entraba por la

La Búsqueda

Llevaba caminando toda la vida en busca de alguien de quien me dijeron que tenía respuestas para la razón de mi existencia.  Siguiendo la última pista, me adentré en un desierto de arena dorada sin horizontes, donde, bajo un sol de justicia, seguí las pisadas de mi mentor. Debía ir fatigado, pues sus huellas eran las de alguien que va arrastrando sus pies.  Al fin, pude ver su figura diminuta en la distancia como un pequeño insecto nadando entre las olas de un mar de polvo de oro. Desesperado, antes de que desapareciera tras una duna, y el viento borrara sus huellas, apuré mi paso, pero él pareció hacer lo mismo. Entonces, le llamé: -- ¡Maestro! ¡Maestro! ¡Maestro! Pero no me oyó. Mis voces, golpeadas letalmente por el viento, morían nada más abandonar mis labios, incluso para mis oídos de viajero solitario, cansados de no escuchar otra voz que la propia. A pesar de su paso atropellado, el sabio desaparecía tras las dunas, luego volvía a verlo; así durante un medio

Evolución: GAME OVER

La doctora Nako no había pegado ojo; su emoción seguía superando a su cansancio. Justo cuando el frescor de la mañana le inducía el sueño, sonó su celular. Era Mizelede, el internista de guardia. El tono de su voz no estaba impregnado con la alegría del día anterior cuando, tras dos años de pruebas y millones de personas fallecidas, dieron por buena la última vacuna contra el Ébola. ¾           Buenos días Tumaini. ¿Puedes venir al hospital? -le había solicitado con preocupación. ¾           ¿Qué ocurre? No me digas que tenemos un positivo. ¾           No, no es eso. ¾           ¿Entonces? ¾           No soy capaz de explicártelo por teléfono. Tienes que verlo. ¾           Pero… la rueda de prensa es a las doce. ¾           Es preciso que veas esto antes. Te esperarán. ¾           ¿Cómo voy a hacerles esperar? Han venido periodistas de todo el mundo. Los mejores. No puedo hacerles esperar. ¾           Tu me conoces. No te pediría esto si no fuera más importante. Ha

GENU VARO

Hace dos días recibí los resultados de un examen médico rutinario (anual).  Por muy saludables que nos encontremos, o muy sanos que creamos estar; cuando se lleva más de medio siglo dándole patadas al planeta, y nos enfrentamos a un chequeo médico, más allá de la subida de tensión provocada por el efecto "bata blanca", y el acumulado de residuos inútiles, que una alimentación  fácil   de consumidores sedentarios deja dentro de nuestro sistema sanguíneo, siempre le queda a uno la inquietud de si, una vez más, saldrá todo bien, o, de tanto buscar, al final los galenos acabarán por encontrar "algo". Este año, en el que mi temor a la "bata blanca" tampoco me dio tregua, todo salió incluso un poco mejor que el anterior; algo por otra parte esperado, pues llevo un par de años reduciendo mi reacción gravitacional sobre el planeta, incluso levantando esporádicamente los pies del suelo para, apoyado sobre mi espalda, caminar sobre el Cielo saludándole con

El fin del amor

Transcurridos tres meses del fallecimiento de su madre, ya sólo en la vida, cada día estaba más contento de su decisión: nunca volvería a amar a alguien. Le importaba nada la suerte de los demás. Buena salud, rentas de su magnífica obra suficientes para vivir de hotel, comer y desenvolverse saludablemente, para viajar a su antojo, para satisfacer placeres visibles e invisibles. Todo gracias a su inteligente capacidad de ser feliz sin molestar a los demás; y ahora, sin que nadie le molestara a él. Podría permanecer así indefinidamente, eternamente. Pero un día, sin notarlo, uno de los naipes de su castillo se desplazó. Al doblar una esquina, un joven pelirrojo y vagabundo le preguntó la hora. César no contestó; porque no la sabía, pues ya no usaba reloj, y porque pensó: ¿para qué querrá éste saber la hora? Sin embargo la pregunta anodina amartilló su cabeza hasta romper la cáscara de cristal que envolvía su memoria. Recordó a Ismael, su hermano pequeño, preguntándole la ho

ARACNOFOBIA

Soy bastante "aracnófobo", pero me acostumbré a convivir con ellas. En la casa del pueblo, en el granero, había de las que tienen un cuerpecito pequeño y las patas largas, muy simpáticas e inofensivas. Me gustaba cabrearlas y que se pusieran a temblar agitando su tela; incluso me atrevía a cogerlas con la mano. Luego estaban las de los agujeros de los tochos del corral; auténticas devoradoras de moscas. Me divertía cazarlas, arrancarles las alas y echarlas a la entrada del agujero de telaraña. No tardaba ni dos segundos en salir a darle matarile. Pero, cuando se "barruntaba" cambio de tiempo, de repente en el lugar más insospechado de la casa, aparecía la abuela de todas ellas: grande, peluda, marrón oscuro y con cara de mala ostia. Era tan grande el susto que me llevaba, como desagradable su aspecto después de probar la zapatilla de mi madre.                                                                                                                          

Doloritas y perrico “Sisobra”.

Una familia humilde: madre y tres hijas, con el padre obligado a luchar en una guerra. Las cuatro esperaban confiadas su regreso con la puerta de casa abierta, casi sin comida ni esperanza. Se veían tan necesitadas y débiles,   que no tenían ni aliento con el que alimentar su inspiración para ponerle nombre a un perrillo callejero que, una fría tarde de invierno, decidió adoptarlas para que al menos le dejaran hacerse un pequeño ovillo junto al fuego. Sin oposición que se lo impidiera, el pobrecillo chucho se instaló junto a ellas, a los pies de la chimenea. Se le veía tan desolado y triste que apenas levantaba su cabeza del suelo ni para agradecer las caricias de las niñas. Cuando una de las hijas, Dolores, le preguntó a su madre: –   Mamá, ¿podremos darle algo de la cena al perrico? –   Hija mía, pero si casi no tenemos ni para nosotras. – contestó resignada la madre. El perrito ni se inmutó. Pero, cuando la niña insistió: – Y… ¿Si sobra algo? Entonces

El Pequeño Miliciano Catalán.

Si Cataluña se separa de España (lo cual no deja de ser un imposible) este fragmento de Historia real que hasta ahora residía sólo en la memoria de mi familia, dejará de tener sentido: Verano de 1938, margen derecha del Río Ebro, en un pueblecito del Bajo Aragón a 12 kilómetros de Belchite, una niña rubia de siete años observa con apasionado deleite a un muchacho apenas diez años mayor que ella. El joven, que se hospeda en casa de mis abuelos, pasa horas atando latas de conserva vacías con una cuerda de esparto hasta hacer con ellas un tren que luego arrastra por el corral entre saltos de conejo, ladridos de Canelo y estrépito de gallinas flacas que improvisan un vuelo desganado para refugiarse en el bardal. De repente suena la sirena. Tocan generala. Cunde el pánico. Mi abuela, con la pequeña Manuela en brazos, grita: -Dolores, Pascuala, corred, bajad al trujal. Simón Agramunt, el joven miliciano natural de Mataró, ferroviario de vocación, abandona su tren y corre a esconder

Echo de menos a José.

Dicen, que en algunos lugares de nuestra abismal e incronometrable geografía humana, desconfían de los vecinos que no ahuyentan a los extraños. Yo confío siempre en Martha, por eso, cuando José se acercó a nuestra mesita de bar, revestido de abalorios que ofrecernos a cambio de un poco de vida con la que animar su maltratado cuerpo unas horas más, y ella le devolvió una sonrisa, yo asumí que tal vez iba a comprarle algo. Claro que con lo que yo le comprara, no iba a llegar las diez, y ya eran menos cuarto. Irreverente primer-mundista, sin ceremonia de regateo alguna, le compré un elefante, y el hombre, recogiendo con destreza mis dos euros con su mano larga y gris de negro maduro y enjuto, se fue tan triste como vino. El viejo africano debió vender bastantes relojes con los que nunca mediría su tiempo, y muchos elefantes, o al menos los suficientes para sobrevivir exactamente una semana, pues el sábado siguiente, a las nueve y media, sentado en nuestra mesita del “Van Gogh” des

Noches de ranas, y días de panes y peces.

  Estaba muy cansado. La noche anterior no había pegado ojo. Fue una noche "de ranas", como aquellas que siendo un mozalbete pasaba en vela inmerso en la sensación de culpa, después de haber pasado la tarde con mis amigos en la Balsa de la Higuera, atrapando, que no pescando,  ranas entre los juncos de la orilla, para someterlas después a tantas tropelías como nuestra amplia imaginación de pequeños exploradores nos ofrecía: meterlas en un frasco de cristal de Nescafé con tarántulas o "arraclavos", darlas de comer a una culebra, hacerlas fumar hasta explotar, diseccionarlas con un estilete oxidado entre fraseos seudocientíficos; para terminar ensartándolas en un palo de anea, y asarlas como si fueran guixas.  Afortunadamente nunca nos las comimos, o quizá sí, ya no lo recuerdo. Moro, mi querido amigo canino, no las comió; de eso sí estoy seguro.  Por la noche, sin saber porqué, o me desvelaba, o tenía pesadillas inmerso en aguas oscuras y cenagosas llenas de bat

Boilgue's Kingdom, revisited

(Leer antes el capítulo El Reyno del  Boilgues ) Es muy cortito. Han pasado seis años desde la última vez que Ramón estuvo en la Central Hidroeléctrica de Vallanca, y cinco desde que ésta ya no es responsabilidad suya; pero tenía que volver, y ha vuelto. Al final, los acontecimientos fueron más diligentes que su razón, y justo cuando decidió qué haría con aquél pino enorme que amenazaba con caerse, poniendo en riesgo la integridad de la central (ya en desuso desde tiempo atrás) y lo que realmente le importaba: la vida de alguna persona; le cambiaron de empresa, y dejó de ser problema suyo. Casualmente, Ramón firmó y envió el informe el mismo día en que se separaron las Anónimas Sociedades que colonizaban el agua del Reyno del Río Boilgues, quedando él en la que abandonaba ultramar. Pero Ramón no se olvidó de los reyes consortes, ni liberó su conciencia de la necesidad bipolar de garantizar la seguridad, o mantener la tradición y la familia real hasta sus últimas consecuencias

La fabula de las gallinas ponedoras

Hace muchos, muchos años, érase una tribu de la etnia Kio-mañón: apenas cuatro docenas de indígenas que, desde tiempos inmemorables; vamos, ellos ni se acordaban desde cuándo, como para acordarme yo milenios después, habitaban en los abrigos de lo que hoy denominamos “Estrechos del Río Martín”; río al que ellos llamaban Ta´rtín-Kó. Aquella buena gente, conocidos como los Kaïri-kó, vivían cazando, recolectando, y apoyados por una agricultura y ganadería todavía muy incipientes. En aquella época, la Península Ibérica tenía un clima mucho más frío que el actual, pero el valle del Río Ta´rtín-Kó era el doble de profundo que ahora y todavía tenía muchos manantiales termales, por lo que gozaba de un micro-clima algo más templado que favorecía que en él abundasen frutos salvajes como las acerollas, las manzanas, las mengranas, las olivas y los piñones. A las abruptas paredes del valle se asonaban bosques de coníferas enormes en los que se ocultaba la caza: cabras, bisontes, jabalíes, conejo