Noches de ranas, y días de panes y peces.

  Estaba muy cansado. La noche anterior no había pegado ojo. Fue una noche "de ranas", como aquellas que siendo un mozalbete pasaba en vela inmerso en la sensación de culpa, después de haber pasado la tarde con mis amigos en la Balsa de la Higuera, atrapando, que no pescando,  ranas entre los juncos de la orilla, para someterlas después a tantas tropelías como nuestra amplia imaginación de pequeños exploradores nos ofrecía: meterlas en un frasco de cristal de Nescafé con tarántulas o "arraclavos", darlas de comer a una culebra, hacerlas fumar hasta explotar, diseccionarlas con un estilete oxidado entre fraseos seudocientíficos; para terminar ensartándolas en un palo de anea, y asarlas como si fueran guixas. 

Afortunadamente nunca nos las comimos, o quizá sí, ya no lo recuerdo. Moro, mi querido amigo canino, no las comió; de eso sí estoy seguro. 

Por la noche, sin saber porqué, o me desvelaba, o tenía pesadillas inmerso en aguas oscuras y cenagosas llenas de batracios. Siempre me pregunté si a mis amigos les pasaba lo mismo que a mi, pero, obviamente, nunca se me ocurrió preguntárselo. ¡Vaya mariconada! Habrían dicho.

Aunque había pasado medio siglo, el incidente con los peces y los tritones en el que me vi envuelto hace un año, me había traído a la memoria aquella extraña sensación de la infancia, y pensar en semejantes barbaridades me reproducía los mismos remordimientos de conciencia, y los sueños pantanosos, aunque, en esta ocasión adornados de otras criaturas dantescas, éstas, aunque también verdes, sólo de "dos patas".

Llevaba varias jornadas entre guardias de la naturaleza y biólogos, colaborando hasta la extenuación en extrañas tareas que no me eran propias: capturar peces muertos, o redivivos, buscar anfibios escurridizos y, lo peor de todo, aguantar humillaciones y exageraciones del incidente.

El lugar de los hechos, tan hermoso como recóndito, no permitía otra intendencia que bocadillos de jamón con tomate que llegaban a primera hora de la tarde; así pues, llevaba varios días entre panes y peces. Protagonista de una parábola surrealista en la que los primeros parecían reducirse cada vez que mi ayudante traía la comida, y los segundos, muertos o malheridos, se multiplicaban exponencialmente en cada recuento de los guardias.

No daba crédito a lo que le estaba ocurriendo; atenazado por un remordimiento inducido por la propaganda sesgada y la confusión, decidí hacer algo a propósito. Una tarde, cuando regresaba al atardecer, solo, con el ocaso de cara ensartado en las agujas de Peña Telera, y sonando a toda mecha la radio con Maria Ewing interpretando "voi che sapete" de las Bodas de Fígaro, al pasar junto a una manada de caballos que flanqueaban el camino, detuve el "todo-terreno", paré el motor, bajé la ventanilla, el volumen de la radio y, dirigiéndome a uno de ellos, que curiosamente era blanco y negro, le dije:

-- ¿A ti, qué te parece todo esto, amigo caballo?

El caballo no me contestó; ¡imagínense que lo hubiera hecho! En su lugar, aquel "Ying/Yang" equino, abandonó la tasca frondosa, se acercó a la ventanilla, metió su cabeza dentro, olisqueó mi mano con perfume de pipas y nueces, y, rastreando el olor a pan, se quedó paralizado apuntando sus dos orejillas hacia los altavoces de la radio, absorto con los encantos canores del contratenor mozartiano.

Buscando no sé si consuelo, o absolución, volví a preguntar al caballo:

-- Tampoco ha sido para tanto ¿No?

El caballo no respondió, increpado por otro más alto y todo negro se alejó; éste, que a todas luces era el jefe de la manada, le tomó el relevo en mi ventanilla.

Aproveché para formularle la pregunta:

-- ¿Usted qué opina, Jefe? ¿Ha sido delito?

Como era de esperar, éste tampoco me contestó, pero ocurrió algo inesperado: me vi reflejado en sus grandes ojos de azabache y, aspirado por aquella profunda mirada como si fuera un agujero negro, entré por un instante en un universo vacío y oscuro, entonces lo comprendí TODO.

-- Entendido Jefe. Voy a hacer algo al respecto, y lo voy a hacer ahora mismo -le prometí.

Así que: baje del auto, me quité la camisa, las botas, los calcetines, el pantalón (nada más), busqué con mis dedos un poco de barro rojo del camino, y, tal como lo había visto hacer a los indios en las películas, rayé con él mi cara y pecho; luego me encaramé sobre el techo del coche y, mirando al pantano embarrado que comenzaba a ser devorado por la noche, abrí los brazos en cruz y recé de la única manera que sabía: con un profundo y sincero silencio, que finalicé gritando a pleno pulmón:

-- ¿PEEERRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRDOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOÓN?

Pedí perdón por mis pecados, y por los de esta Humanidad que, mientras confina a algunos animales en jaulas de oro, a otros los hacina en porquerizas con el propósito de multiplicarlos, no por que les importe su existencia, sino para tener más número que meter troceados dentro de millones de barras de pan.

Terminada mi expiación, recobré mi aspecto doméstico lavándome en un arroyo (sin que me vieran los guardias, ni las biólogas), y me  vestí para poder volver a la incivilización.

De camino de casa, mientras en la radio Cecilia Bartoli declaraba a grito pelado: "Io sono contenta" de la ópera "piu non v'ascondo" de Agostino Steffani, me juré que aquél sería mi último día de "panes y peces", y que  nunca volvería a pasar una "noche de ranas".

¿Estaría equivocado?

Les dejo con Cecila
https://www.youtube.com/watch?v=9xTcI_EZX2E

Entradas populares de este blog

La Llama Eterna: Relato XVI –La Bendición Gitana–

ANARQUIA. Mensaje para los nacionalismos hegemónicos y colonizadores

POLVO DE ESTRELLA ROJA CON EL CORAZÓN BLANCO