La fabula de las gallinas ponedoras

Hace muchos, muchos años, érase una tribu de la etnia Kio-mañón: apenas cuatro docenas de indígenas que, desde tiempos inmemorables; vamos, ellos ni se acordaban desde cuándo, como para acordarme yo milenios después, habitaban en los abrigos de lo que hoy denominamos “Estrechos del Río Martín”; río al que ellos llamaban Ta´rtín-Kó. Aquella buena gente, conocidos como los Kaïri-kó, vivían cazando, recolectando, y apoyados por una agricultura y ganadería todavía muy incipientes.
En aquella época, la Península Ibérica tenía un clima mucho más frío que el actual, pero el valle del Río Ta´rtín-Kó era el doble de profundo que ahora y todavía tenía muchos manantiales termales, por lo que gozaba de un micro-clima algo más templado que favorecía que en él abundasen frutos salvajes como las acerollas, las manzanas, las mengranas, las olivas y los piñones. A las abruptas paredes del valle se asonaban bosques de coníferas enormes en los que se ocultaba la caza: cabras, bisontes, jabalíes, conejos, liebres, perdices, codornices, y unas gallináceas grandes y negras, ya extinguidas; a las que ellos llamaban Ti-Táh. Esta situación privilegiada garantizaba el sostén de una población emergente, dando lugar a numerosos asentamientos Kio-mañón. Alrededor de los Kaïri-kó, estaban los Kolorau-kó (Cabezo El Royo), los Konif-kó (La Pinarosa), los Tautin-kó (El Palomar), los Karnus-kó (Lastras de San José), los Bastar-kó (Cárcava de Alacón); había otros, pero, éstos que cito, eran los más amigos de nuestra aldea: los Kaïri-kó.
Obligados por los caprichos de un clima extremo, los Kio-Mañón eran unos cazadores diestros e infatigables. Cuando dejaba de nevar, solían pasar varias jornadas fuera del valle buscando capturas para mantener la tribu. Caminaban mucho, pero respetaban escrupulosamente los territorios de caza, por lo que, a pesar de la proximidad, aquellos poblados no solían relacionarse mucho entre sí; lo cual no significaba que se odiasen, al contrario, se reconocían y se trataban como una gran familia.
Los poblados Kio-Mañón acostumbraban a visitarse un par de veces al año: la primera, catorce días antes del equinoccio de otoño (hoy el 8 de septiembre), cuando los jóvenes intercambiaban visitas con los poblados más próximos al objeto de encontrar compañeras para la procreación; y la segunda, durante el solsticio de verano, cuando los poblados recibían a las jóvenes madres con el fruto de la visita anterior. A partir de ese momento las muchachas y su prole, eran aceptadas en la aldea del padre como miembros de pleno derecho. Para celebrarlo, hacían una gran hoguera (hoy 21 de junio) en torno a la cual, danzaban y saltaban hasta la extenuación. Así se venía haciendo desde hacía miles de años, y les garantizo que no les aburría su modo de vida.
A veces, el tiempo mejoraba durante varios años seguidos, lo que permitía llevar a cabo los primeros experimentos en agricultura y ganadería en las terrazas fluviales; pero otras ocurría justo lo contrario, y las nieves apenas desaparecían en verano; entonces, los Kio-Mañón, sobrevivían gracias a que habían aprendido a criar cabras en los abrigos del valle y a domesticar Ti-Táh’s; éstas, con el paso del tiempo y la vida sedentaria, habían ido cambiando hasta convertirse en una especie mucho más grande e incapaz de volar, a la que todos los Kio-Mañón llamaban Kairi-kas, en honor a la tribu de los Kaïr-kó, pues era por todos conocido que nuestra tribu fue la primera en domesticarlas. Supongo que a estas alturas se habrán dado cuenta ustedes, que nuestros amigos los Kaïr-kó fueron los creadores de las gallinas.
Así pues, la tranquilidad y la prosperidad de los Kio-Mañón estaba sujeta a los caprichos de un clima extremo, lo que les convirtió en un pueblo fuerte y sufrido. El peor momento para la etnia, llegó un largo invierno que ya duraba cinco años, agravado a causa del hostigamiento a que les sometían las primeras hordas de los Gnudenthal, en su huída del extremo frío norteño. Los Kio-Mañón sufrieron ataques crueles, saqueos; pasaron penurias, y mucha hambre. La mayoría de los poblados tuvieron que emigrar hacia Levante. Afortunadamente, los Kaïri-kó, ocultos tras la barrera natural de los profundos estrechos del Ta´rtín-Kó, se mantenían a salvo de los bárbaros Gnudenthal, viviendo autárquicamente en su reducto gélido y cavernícola, administrando los pocos recursos de que disponían, plantando semillas y domesticando cabras, palomas y Kairi-kas (gallinas) que les permitían convertir en proteína las hormigas, los arraclavos, los fardachos, las sargantanas y la poca hierba que crecía en las orillas del río.
Pero todo eso no habría sido posible sin su excelente inteligencia y una estricta organización social formada por clanes familiares, y liderada por el Akán-kó, un Consejo de seis ancianos y ancianas, regentado cada siete años por un Jefe: el Akani-kio, o Akani-kia, según fuera hombre o mujer.
Los Kaïr-kó no habían sentido todavía la necesidad de elaborar creencias religiosas; pero, como en cada aldea, siempre había un individuo que no cazaba otra cosa que culebras y fardachos, no recolectaba más que hierbajos para hacer brebajes; no pastoreaba si no grajos; no procreaba, ni convivía con otra persona. A este individuo que vivía a las afueras de la aldea, se pasaba el tiempo aislado, observando, pintando piedras, o soltando frases incomprensibles y lanzando vaticinios, le llamaban el Selkï-kio, o Abaï-kia, según su sexo y era algo así como un sanador y líder espiritual, lo que más tarde se conocería como hechicero.
Habían pasado tres años desde que las últimas muchachas “forasteras” vinieran con sus retoños. Aislados por la nieve, los Kaïri-kó, al no poder competir con sus vecinos, ni tener que esforzarse en buscar madres para sus hijos, comenzaron a volverse haraganes y a procrear sin control. El aumento de la población obligó a un racionamiento de los alimentos, por lo que no tardaron en aparecer las primeras disputas por la comida; sobre todo la de los animales, pues en cada cárcava o gruta viva una pequeña comunidad, algo parecido a lo que hoy denominamos familia, que guardaba su propio rebaño de cabras y gallinas.
Al igual que ahora, entonces, el reparto de la riqueza tampoco era equitativo, por lo que la abundancia de unos se convirtió en la necesidad de otros. El alimento más codiciado, por su alto valor nutritivo y su carácter renovable, eran los huevos; y así fue que éstos se convirtieron en moneda de cambio. Con la aparición del dinero “por huevos”, la desigualdad entre las familias no tardó en aparecer y con ella las rivalidades y los enfrentamientos entre clanes. Para evitar males mayores el Akán-kó (Consejo) tuvo una idea genial: colectivizó los gallineros y nombró un responsable cuidador, el  Kiriko-kan.
Con la producción colectivizada y el reparto equitativo de los huevos, los ánimos entre los Kaïr-kó se serenaron y la convivencia volvió a buen camino. Así fue hasta que, un mal día, las gallinas dejaron de poner.
El Kiriko-kan fue llamado por el Consejo. Interrogado por el Akani-kio (Jefe del Consejo), aquél respondió muy alterado:

– ¡Kó! Maño! Estas gallinas s’an secau. Pero comer, siguen comiendo. ¡Kó! Y por la noche cloquean como si pusieran. ¡Kó! Pero por la mañana no hay nada.

Extrañados por el suceso, y alertados por la situación, decidieron consultar a la Abaï-kia (Hechicera, pues en ese momento el cargo lo ostentaba una mujer). Ésta, tras analizar los conductos cloacales de las gallinas dijo:

– Éstas gallinas, poner, ponen. Lo que pasa con los güevos… Eso, eso es otro cantar.
A lo que el Jefe contestó:
– ¡Considera! Mira maña… Que por las mañanas no hay güevos.
Eso es porque los roban –sentenció la hechicera.
Imposible, la paniquesa dejaría cáscas rotas y pisadas –dijo en Kiriko-kan.
No es la paniquesa, si no alguien de la tribu, quien se los lleva –afirmó la Abaï-kia.

La conclusión de la Abaï-kia sentó como un jarro de agua fría en el Akán-kó, pues nunca en la historia alguien había robado algo en la tribu. Con esa sencilla afirmación se quebró la unión y la armonía con la que la tribu Kaïri-kó había sobrevivido hasta la fecha. A partir de ese momento todo eran corrillos y cuchicheos.

– Seguro que es el Kiriko-kan, su mujer cada día está más gorda –decían algunos ignorando su conocida preñéz.
– Esto es cosa del Akani-kio y su camarilla –decían los que vivían en los abrigos de la otra margen del río.
– La Abaï-kia, que se los da a sus culebras –afirmaban otros.

Probaron a hacer guardia, pero con la luz de las antorchas, las gallinas, inquietas, no ponían. Así que hacían guardia sin luz, entonces las gallinas sí parecían poner pero, cada mañana, los huevos desaparecían sin saber cómo. Harto de tanta especulación, el Akani-kio solicitó un concurso de ideas para solucionar la situación. Tal como era de esperar, a nadie se le ocurría cómo, hasta que la Abaï-kia dijo:

– Tengo la solución: con la próxima luna nueva sabremos quién ha sido.
– ¿Cómo, Maña? –preguntó el Akani-kio algo alarmado.
– Les preguntaremos a las gallinas –respondió la Abaï-kia–. Convoca asamblea –exigió al Akani-kio.

Tan incrédulos como desesperados, decidieron hacerle caso. Se colocó toda la tribu en círculo en torno a una pequeña hoguera, incluidos el Akani-kio y su camarilla. La anciana Abaï-kia, ataviada con una piel de cabra blanca, se puso de pie junto a la hoguera, con un boto de piel lleno de agua, y una jaula de mimbres; dentro había tres gallinas hermosas, de cara colorada, cuerpo marrón claro y con la cola y el cuello de brillantes plumas negro azabache; las mejores “ponedoras”.

Sentados en corro, esperaron a que se hiciera noche cerrada, luego la Abaï-kia, apagó el fuego con el agua y, bajo la oscuridad más absoluta, canturreó una plegaria que nadie entendió, y añadió:

– Ahora pasaré por cada uno de vosotros llevando una gallina, que pondré sobre vuestra cabeza y cuando la pose sobre el ladrón, la gallina cantará; encenderemos el fuego y sabremos quién ha sido.

La hechicera hizo tres rondas portando cada vez una gallina diferente. Ninguna cantó. En silencio, dejó la última gallina y encendió el fuego de nuevo. Todos se miraban estupefactos diciendo:

– ¡No hay manera Kiós! No han cantau. No sabremos quién es.
– ¡¿Cómo que no?! –gritó la Abaï-kia.
– ¡Pero Kiaaa! ¡Maaañaaaa! ¡Que no han cantao las gallinaaas! –respondió la tribu al unísono.
– A ver, enseñadme vuestras manos –les inquirió con autoridad la Abaï-kia. Todos, menos el Akani-kio y su esposa, que podían hacer lo que les diera la gana, porque para eso eran el Jefe y su mujer, obedecieron de inmediato mostrando sus palmas. Todas refulgieron blancas ante la luz de la antorcha de la hechicera; bueno, todas no: un par, las de Urdani-kio, yerno del Akani-kio no, porque estaban negras de hollín.
–¡Tú has sido! ¡Kió!  –gritó la Abaï-kia, al observarlas.
– ¿Yo? ¡Pero mañaa! ¡Tiaaa! ¿Qué dicee? ¿Está tonta, u qué? –gritó Urdani-kio, muy contrariado, y añadió–:  ¡si no han cantao las gallinaaas!
– No han cantado, porque cada vez que pasaban por tu lado, tú les retorcías el cuello para que no pudieran. Yo las había cubierto con hollín y por eso tienes ahora las manos negras. ¡Ladrón! –le acusó la Abaï-kia.

Descubierto y sonrojado por la vergüenza, el ladrón trató de huir; pero sus suegros, ante la mirada atónita de su hija, se abalanzaron sobre él agarrándolo con fuerza, sobando y restregando con disimulo sus manos en las pieles de su yerno que, curiosamente, también se tiznaron de negro, aunque nadie se percató de ello.
Nadie, no; la Abaï-kia, sí se dio cuenta, pero, sopesó la conveniencia de desenmascarar a la familia del Akani-kio, con el consiguiente trastorno social que esto acarrearía, o dejar que todo se resolviera con un castigo ejemplar al yerno, al fin y al cabo qué cabía esperar de un “forastero”.
Mientras la tribu al completo, incluidos sus suegros, increpaba y amenazaba a Urdani-kio, él se protegía escudado sólo por su esposa Tanita-kia, quien, aparentemente ajena a los tejemanejes de su familia, defendía su inocencia y pedía aterrorizada que escuchasen a su marido.
Tanita-kia era la menor de los doce hijos del Akani-kio y su ojito derecho. La muchacha se había enamorado locamente del joven Urdani-kio, desde la primera vez que éste vino procedente de la remota tribu de los Ralen-kó. Él repitió visitas por tres años y cuando ésta quedó embarazada, en lugar de marchar con el solsticio de verano a la tribu Ralen-kó, el Akani-kio hizo cuanto pudo para, contra la costumbre, convencer a los ancianos del Akán-kó de que fuera Urdani-kio quien se quedara con los Kaïri-ko, y así no perder a su hija.
Ahora la situación era muy comprometida y se hacía necesario un castigo que complaciera a todos por igual. Sin tiempo que perder, esa misma noche, se reunió el Akán-kó. No fue necesario mucho tiempo y la sentencia fue unánime: Urdani-kio debía abandonar inmediatamente la tribu acompañado de su esposa Tanita-kia, y de sus cinco hijos. El Akani-kio y su esposa no tuvieron el valor suficiente para confesar su complicidad, sin embargo, a la mañana siguiente, sus huellas, las de su hija Tanita-kia, su yerno y sus cinco nietos se perdieron para siempre en la nieve.
Al principio, la tribu de los Kaïri-kó se sintió muy triste con la ausencia de su Jefe y toda su familia, pero, por otra parte, estaba satisfecha por la diligencia con la que éste había agarrado al ladrón, toda vez que se congratulaban de su buen corazón de padre, que se había sacrificado desterrándose por su hija predilecta.
En agradecimiento, los Kaïri-kó pidieron a la Abaï-kia que pintara en lo más profundo de su cueva un dibujo de toda la familia ausente rodeada de caza y alegría y se conjuraron para que tuvieran buena suerte. Luego eligieron un nuevo Akani-kio, regresó la normalidad y las gallinas volvieron a poner huevos todas las mañanas. Así vivieron felices hasta que les encontraron los Gnudenthal.

                                                          - Fin -

… Pero ése no fue el final de los Kaïri-kó.

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