La Llama Eterna: Relato XVI –La Bendición Gitana–
Texto extraído del programa de RNE "Sinfonía de la Mañana", por Martín Llade.
El gran hombre miró en derredor suyo, todos estaban allí por
él, jamás en sus setenta y cinco años de vida, había concitado a tantos
asistentes. Ni siquiera el día de su boda, o aquella tarde en que, jaleado por
doce pintas de cerveza negra, se diera de puñetazos con el viejo Paddy, en el
pub del pueblo, por ver quién tenía la oveja más lanuda de Lincolnshire.
En aquel teatro cabían al menos tres o cuatro veces todos
los habitantes de su pueblo; pero sólo había cabida para un Joseph Taylor; o
sea, él; el responsable de lo que iba a suceder allí. Y aquellos músicos,
empingorotados con sus violines, y sus flautas; y como quiera que se llamasen los
otros instrumentos, leerían una música preservada por su mente durante más de
seis décadas. Y ello a pesar de que nunca supo leer ni escribir; aunque era
capaz de prever la lluvia con tres días de anticipación, con echar un somero
vistazo a las nubes; o de adivinar, al tacto del vientre, el sexo de un cordero
no nato.
Todavía recordaba el día aquél en que, a sus nueve años, se
encontrase a la gitana en el camino. No tendría muchos más años que su hermana
mayor. Sentada en las raíces de un olmo seco, mordisqueaba con sus labios de
trazo sanguíneo, un melocotón tan encarnado, que hubiera podido creerse que era
de su jugo del que se alimentase el rubor de sus mejillas.
-“Era el
cinco de agosto, y la atmósfera era mágica y grata” –cantó con la frescura
del melocotón, haciéndose una segunda boca dentro de la suya–. “Reparé entonces que era la Feria de Brig, y
que mi destino era el amor. Me levanté con la alondra del alba esperando ver a
mi bien, que tanto tiempo anhelaba…”.
La gitana interrumpió su canto al verle, y de sus ojillos
negros se desprendió un brillo travieso, como el de la turba encendida.
- ¿Dónde vas tan deprisa, muchachito? –le dijo–
¿No quieres que te lea la buena ventura?
Sus labios eran como una herida abierta en la piel cobriza
de su rostro; herida que a él le dolía con tan sólo mirarla. Se excusó porque
no tenía dinero, sólo un pedazo de queso envuelto en un pañuelo. La gitana lo
cogió y lo guardó entre los pliegues de su falda, y después tomó su mano. Su
uña le cosquilleó la piel, trazando el sendero de una caricia en la palma
abierta.
-Hoy es la Feria de Brigg. ¿No te gustaría
encontrar en ella el amor?
Joseph nunca había escuchado hablar de esa feria; y,
respecto al amor, tan sólo tenía nueve años. El embarazo con el que dijo
aquello, hizo reír a la gitana de una forma que no le gustó nada, y se soltó
temeroso de su mano. Echó a correr por el camino que conducía al pueblo, sin
volver la vista atrás. Ella prosiguió con sus risotadas, a la par que le decía:
-Me da igual que te escapes. ¡Ya nos encontraremos
en la Feria de Brigg?
A pesar de que no llegó a escucharle la canción entera,
jamás se pudo quitar de la mente aquellas dos estrofas. En ocasiones, cuando
estaba sólo con el rebaño en el monte, y el cielo relampagueaba, se quitaba el
miedo cantándola para sí, y se la susurró al
oído a su Katy, una vez apagada la bujía de su noche de bodas; y ya
siendo un anciano, la cantó en aquel extraño concurso de canciones populares,
convocado por el “tipo ese”; un australiano medio loco llamado Grainger, éste se
había mostrado muy interesado en él y la canción:
-¿No podía recordar ninguna estrofa más?
-Es lo único que le oí cantar a la gitana –le
dijo Joseph.
Tiempo después, Grainger lo llamó y se lo llevó a la ciudad,
donde le hizo cantar esa especie de canción ante una especie de tubo, parecido
al de una estufa; del que, desde luego, no salía calor alguno. Lo que brotó
después de él, fue una voz de ultratumba, que no reconoció como propia, y que
más bien le hizo plantearse, por primera vez, la existencia de los duendes.
Luego, Grainger, hizo cantar “Brigg Fair” a un coro, lo que
resultó muy bonito; pero más lo fue aún que otro músico, un tal Delius; éste
más reservado y silencioso, un poco con aspecto de cura, decidiera escribir una
obra con ello. Una rapsodia, o algo así. La verdad es que a Joseph le pareció
al principio que aquello era una palabrota.
Y llegó el día en que reunieron a toda aquella gente en un
teatro, con él en primera fila, ¡qué lastima que su querida Katy no estuviera
allí para verlo! Y una vez apagadas las luces, aquellos ochenta músicos, que
los contó concienzudamente al menos diez veces, empezaron a tocar su canción.
-“Nos vemos
en la Feria de Brigg” –resonó el sus oídos la risa de la gitana–. “La Feria de Brig. La Feria de Brigg…”
Y en medio de aquel momento solemne, el gran hombre, aquel
campesino iletrado de manos callosas; embutido en su raída chaqueta de los
domingos, la misma con la que se casase cincuenta años atrás, empezó a cantar.
Alguien quiso hacerle callar, pero el resto del público acalló a su vez a quien
protestaba. Todo aquello se había hecho por él, justo era que cantase también
con la orquesta. Y lo hizo; es una pena que luego se perdiera, cuando empezaron
las variaciones.
-<<Rapsodia>> –pensó de repente, y
cayó en la cuenta de que la canción había dejado de ser suya.
Y un tanto abochornado volvió a su asiento, pero
luego el bochorno cedió el paso a una sensación cálida y mágica en su pecho: la
de que podía ya morir sin miedo a la muerte.
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