Rumbo a Eea 7. Stella Polaris


Llevo varias jornadas navegando rumbo a Oriente, y ya no miro hacia Ítaca. De día, Pelagos se sacrifica complaciente ante los deseos de Poseidón, abriendo sus carnes bajo el filo cortante de Penélope, y sangrando borbotones de espuma de mar, que dejan una estela plateada tras de mí. De noche, incapaz de guardarme rencor, me acuna y me arrulla, para que mis sueños lleguen antes que yo, allí donde han de anunciar mi llegada. 

Sin embargo, esta noche de luna nueva, tras una breve cabezada al atardecer, al levantarse el telón de mis ojos, el espectáculo de la Vía Láctea es tan impresionante, que ya no he vuelto ni a parpadear.

Observo el Firmamento, esperando ansioso sus destellos, sus ausencias y reapariciones, sus cambios de color apenas perceptibles, sus rayos azules fulminantes y fugaces. Lector infatigable del cielo nocturno, he aprendido a interpretar los mensajes estelares. Las estrellas conversan entre sí y conmigo, por lo que me siento feliz y privilegiado. Me cuentan proezas épicas de mis antepasados; guerreros celestiales; maravillas de mi dulce madre. ¡Cuánto anhelo reunirme con ella! Poder abrazarla de nuevo, recorrer con mis dedos el perfil romo de su cara ancha y complaciente, y trenzar con delicadeza sus cabellos rizados sobre su frente. La brisa del Cosmos me devuelve su aroma, la siento cerca. Medio paso en el vacío y estaría con ella; pero ella no quiere. Desde Antares, el “Kalb al Akrab” (el corazón del Escorpión), me disuade de hacerlo con insistencia.

Luego fijo mi mirada en ella, en la Stella Polaris, que me llevará hasta la Puerta de Corinto, y más allá, a la cálida costa de Eea, donde Circe convierte en cerdos y perros falderos a los hombres infames. Rindo pleitesía a la estrella, y le pregunto:

- Stella imperturbable; siempre te he admirado por ser la cosa más lejana que mis ojos pueden observar. Nada para mí podía estar más lejos que tú, y ser realidad; pero ahora ha surgido en mi la duda.

La Estrella del Norte tintinea, se interesa por mi desazón, y yo le explico:

- Lucero que fija mi rumbo sin pedir nada a cambio; este pesar mío me está llevando a creer que más allá de donde tu moras, está el Planeta donde se hacen realidad los deseos prohibidos, y que mis ojos jamás alcanzarán, pues me temo, que esta singladura mía, por muy larga que sea, no atravesará el umbral en el que ya me encuentro.

La Estrella Polar, se achica sorprendida. Yo insisto:

- Faro del marinero solitario, dime si tienes una estrella hermana que pueda guiarme más allá de donde tus rayos alcanzan. Dime si está tan lejos, tan lejos, tan lejos, ... que quizá está a unas pocas leguas de mi espalda; alumbrando la estela plateada que mis ojos ya no quieren volverse a mirar, por temor a que sobre ella, aún busquen lejana, la silueta de Ítaca.

La Stella Polaris, se calla un momento, y luego me responde con la potencia de un gran destello:

- Marinero en la Tierra, para ti no hay nada más allá, de donde tu corazón te pueda llevar.

Vagando por el Firmamento,

esa Estrella,

hace tiempo que no la veo.


En brazos de un gran Lucero,

esa Estrella,

oculta su tintineo.


La Estela que va dejando,

esa Estrella,

a esa..., a esa si que la veo.


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