75 CENTÉSIMAS DE SEGUNDO

¿Alguna vez os habéis preguntado cuánto tardan en entrelazarse dos almas humanas?

Quizá sea aún menos tiempo, pero en mi caso puedo asegurarles que fueron como mucho setenta y cinco centésimas de segundo: justo el tiempo que tardan en recorrer cincuenta metros dos coches que circulan en sentido contrario en una recta, a una velocidad relativa no inferior a los doscientos cuarenta kilómetros por hora.

Me ocurrió hace poco más de tres décadas, circulando sentido sur con mi renault 5 copa, en la recta secundaria más larga del territorio nacional, aunque plagada de cambios de rasante. 

Siempre he estado seguro de que, como de costumbre en esa recta, aquél día rebasaba ampliamente el límite de velocidad. Llevaba la ventanilla bajada porque era finales de junio, media tarde, y hacía bastante calor. Cantaba a coro con Claudio Baglioni su 'Piccolo grande amore', reproducido sobre la pista de audio de mi radio-casete. Entonces, mientras ascendía una pendiente, vi cómo en el cambio de rasante comenzaba a emerger el bulto de la carga de un camión transportando pacas de paja. Cuando éste apareció por completo, en paralelo a él, surgió un coche rojo adelantándole en línea continua. El espacio para que completase la maniobra era escaso, así que: dejé de cantar, levanté el pie del acelerador, pero, en lugar de frenar, viré ligeramente para aprovechar el estrecho arcén disponible, y me quedé embelesado mirando el rostro de la persona que conducía aquél coche; ésta, hizo otro tanto, en lugar de abortar la maniobra, con una serenidad pasmosa, se me quedó mirando "frente a frente", para, cuando faltaban los metros justos, virar a la derecha suavemente, e incorporarse a su carril con pasmosa normalidad.

En aquellas eternas setenta y cinco centésimas de segundo, nos dio tiempo a saludarnos ambos de la misma manera: ella soltando el volante con tres dedos de su mano derecha, yo hice otro tanto; ella inclinando levemente su cabeza, y entrecerrando sus ojos como para pedir disculpas; yo del mismo modo para aceptarlas, ella sonriendo, yo devolviéndole la sonrisa, cómplice de su mala acción.

Después, el zumbido sordo del aire torturado por los vehículos al cruzarse a toda velocidad, seguido del claxonazo impertinente del camión, quejándose de tan extrema maniobra, y una andanada de pajillas arremolinadas que entraron por mi ventanilla.

No me asusté, en su lugar, me invadió un estado de paz desconocido por mí hasta aquél momento, y el recuerdo imborrable del rostro de aquella persona, como bailando en una danza, que, a pesar de su duración instantánea, estuvo llena de complicidad, emoción, belleza, plasticidad, mensajes no verbales, deseos y sentimientos.

El estado emocional en el que entré me distrajo por completo. Cuando la recta se acabó, no me di cuenta, y seguí recto.

Sobreviví al accidente, pero estuve recuperándome durante meses, en los que el recuerdo de aquél instante no me abandonó ni un momento. 

Me obsesioné con aquella cara. Cuando desperté del coma, la busqué entre los pacientes, entre el personal sanitario del hospital, las visitas; entre el vecindario, por la calle, ... Después de curarme la estuve buscando durante años. Arrastrado por mi inquietud he viajado mucho, allí donde quiera que iba: en España, en Europa, en África, en América, trataba de encontrarla.

Tanto deseaba volver a verla, que, conforme pasaba el tiempo, y aumentaba mi temor de que, debido a mi gusto por el alcohol, llegara a deformarse el recuerdo grabado en mi memoria, decidí someterme a una sesión de hipnosis regresiva; bueno, en realidad fueron ocho sesiones infructuosas, hasta que, una vez, ya transcurridos unos diez años, acudí a un famoso hipnotizador en Carcassonne.

Aquella sesión fue reveladora: reviví completamente toda la secuencia, y pude ver de nuevo su cara, sus grandes ojos, el leve saludo de sus dedos, un anillo de plata en uno de ellos, la inclinación de su cabeza, su cabello rojizo peinado por el viento, incluso la dulce sonrisa esbozada con un leve ascenso de su labio superior, aunque sólo del lado derecho, nunca había visto una sonrisa como aquella, y no volví a verla.

Me esforcé por mantener aquél rostro fresco. Traté de dibujarlo, pero, como no se me daba bien, encargué un retrato. Nada se le parecía. <<-¿Cómo representar todo lo que ocurre en una fracción de segundo, en sólo un fotograma?>> Me dijo un artista, aborrecido de mis exigencias imposibles.

Mis viajes a Carcassonne se fueron repitiendo cada vez con más frecuencia, hasta que las sesiones de hipnosis regresiva se convirtieron en una necesidad obsesiva, y no pasaban tres meses sin acudir a la consulta de mi gurú.

Siempre se repetía la misma escena, en la que coincidía todo con mi primer recuerdo, bueno, todo no. En mis sueños inducidos, el coche que conducía aquella persona no era rojo, sino negro. Nunca he comprendido aquél cambio sutil, pero tampoco le he dado más importancia.

Un día, hace un par de años, cuando ya no lo esperaba, más teniendo en cuenta que el paso de los años podría haber hecho en ella, aunque no tanto como en mí, algunos estragos irreconocibles, volví a ver aquella sonrisa: la suya. 

Yo buscándola por medio mundo, y la tenía tan cerca... No tenía la menor duda, todos sus rasgos y gestos coincidían, incluso me creí reconocido en la forma en que me miraba, todo me indicaba que era ella; todo, menos una cosa: para ella, el tiempo no había transcurrido, seguía siendo una persona joven y bella, de unos treinta y pocos años.


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