Z-5133-L

RELATO PREMIADO CON EL 2º PUESTO DE LA 9ª EDICIÓN DEL CERTAMEN DE RELATOS CORTOS: "UNA HISTORIA CON RENAULT". PATROCINADO POR EL DIARIO El Norte de Castilla Y LA FACTORÍA RENAULT DE VALLADOLID.

Tenía prisa. Tras varias vueltas en torno a la plaza encontré un hueco donde aparcar. Era muy ajustado, pero con destreza, mi adorado Renault 6TL amarillo, entró.

Sin perder tiempo, llevé a tope la carraca del freno de mano, agarré mi cartera, y corrí a la dirección que había memorizado, y con la que soñaba desde hacía varios días.

Me estaban esperando. Conducido por un gentil empleado pasé directamente al despacho del Director de Recursos Humanos. Tres personas aburridas de hacer preguntas a otros candidatos me entrevistaron. Aunque los nervios hicieron mella en mi presentación, abandoné aquella oficina con la sensación de que las cosas no habían salido del todo mal, pues, en el acostumbrado mensaje de despedida: “nos pondremos en contacto con usted”, creí adivinar matices de sinceridad.

Seguía teniendo prisa, ya que para la entrevista de trabajo había abandonado el mío sin decir nada al respecto. Me apresuré hacia la plaza en busca del coche. En menos de una hora, la que siempre se ausentaba el encargado para almorzar, estaría de regreso en el taller. El sudor me empapaba.

De camino, mientras rebuscaba infructuosamente la llave del coche en mi bolsillo, me di cuenta de que no la llevaba conmigo. Pensando que se me habría caído, volví sobre mis pasos escudriñando el suelo. El gentil recepcionista, tras sorprenderse al verme de nuevo, me convenció amablemente de que allí no la había extraviado.

Convencido de que alguien la habría recogido, e impaciente por volver al trabajo, pasé al plan B: éste consistía en utilizar la llave que guardaba colgada del cuello a modo de amuleto. Sé que resultará extraño, pero desde el día que decidí salvar mi R6 del desguace, comprándoselo al médico de mi pueblo por algo más de lo que le ofrecían por un plan “renove”, todo comenzó a salirme bien: me salvó la vida cuando decidió calarse subiendo un puerto justo unos metros antes de que se derrumbara sobre la carretera un gran talud de piedras, me sirvió de tálamo cuando me estrené en el sexo, y fue el único coche del pueblo capaz de vadear la rambla crecida después de una gran tormenta, lo que me permitió llevar a mi hermana al hospital de Calatayud para que diera a luz.

Algo más tranquilo, recordé que con las prisas me había dejado la llave puesta en el contacto. Lo recordaba perfectamente, ya que tampoco me constaba haber subido la ventanilla, ni cerrado la puerta con llave. Una sensación de desasosiego me invadió; traté de tranquilizarme: <<¿A quién puede interesarle un viejo R6 flanqueado por dos berlinas lujosas? Y dentro no tengo nada más que una casete con el ‘Ammonia Avenue’ de Alan Parsons>>, pensé.

Pero me robaron el R6, y fue un disgusto monumental; no sólo por el cariño que le tenía, sino porque con el asunto de la denuncia volví al trabajo cuatro horas después, y fue para recoger mis cosas, pues fui despedido de inmediato.

Aquél día fatídico perdí mi coche y mi trabajo; lo que en apenas dos semanas me llevó a perder la novia, el apartamento que compartía con ella, y lo que más de dolió de todo: el cariño de Simba, su pastor belga.

Así que pasé a mi plan B: me alisté en el ejército.

Como tenía estudios de automoción acabé en la Unidad de carros de la Brigada de Caballería “Castillejos II” de Zaragoza, lo que siete años después me llevaría a formar parte de la IFOR, una fuerza multinacional de la OTAN que intervino como interposición en la guerra de Bosnia-Herzegovina.

Muchas veces, en las interminables rondas de control con nuestros vehículos acorazados en medio de un escenario bélico fratricida e infernal, reflexionaba lamentándome: <<¡Cuánto me ha cambiado la vida por un estúpido robo sin sentido!>>. Seguramente una chiquillada de mozalbetes, que después de dar vueltas con mi coche hasta agotar la gasolina, acabaron tirándolo de un empujón al Canal Imperial. Comparándome con mis amigos, casados, con hijos, que presumían de sus enormes casas-chalet, con sus flamantes 4x4 en el garaje, mi vida aún era una auténtica incertidumbre.

Andaba en una de éstas entre Mostar y Jablanica. Mi vehículo blindado “BMR” era el segundo de una patrulla de dos avanzando muy rápido y dando tumbos por una carretera comarcal que acumulaba ausencia total de mantenimiento incluso desde antes de la guerra. Atardecía. Yo hacía el turno de vigía con medio cuerpo fuera de la torreta de artillero escudriñando los alrededores en busca de alguna amenaza; entonces ocurrió algo para lo que aún hoy no he encontrado explicación: mi R6TL, amarillo, matrícula Z-5133-L, estaba aparcado a la puerta de una casa humeante y ametrallada; pero parecía en estar bien. No pude evitarlo, de inmediato me agaché para gritarle al conductor:

̶ ¡Para! ¡Para!

Nuestro BMR frenó bruscamente, lo que no pudo evitar que entrara de lleno en una montaña de tierra y piedras que, como por arte de magia, se alzó delante de nosotros y detrás del BMR que nos precedía y que, evidentemente, acababa de pisar una mina.

No recuerdo más detalles de la explosión, ni siquiera el estruendo. Cuando desperté aturdido y con el rostro cubierto de barro hecho con tierra y sangre, los dos vehículos estaban destartalados y semi-hundidos en un gran cráter: el precedente inclinado hacia atrás, el mío hacia delante.

Había sido una mina retardada del tipo 2x1: el primer vehículo la pisaba, y el segundo recibía el impacto; pocos metros más adelante otra mina instantánea acabaría después con el primero; algo digno de una mente enferma y perversa. Pero mi orden de parar se había filtrado por la radio haciendo que ambos vehículos frenaran, y que la explosión se produjera en el espacio entre ambos, evitando así que nos alcanzara de lleno y que la segunda fuera pisada. Los ocho estábamos heridos, aunque nadie de extrema gravedad. ¡Un auténtico milagro!

Anochecía y nuestra situación era muy expuesta y precaria: no funcionaba la radio, no teníamos vehículo, y estábamos a treinta kilómetros de Mostar. Entonces el sargento Vivas me preguntó tan extrañado como agradecido:

̶ ¿Por qué ha ordenado parar?
̶ Pues, porque…. –la verdad es que no recordaba el motivo, y me costó caer en la cuenta–. Mi coche, mi coche… –reaccioné.
̶ ¿Su coche? –preguntó Vivas poniendo cara de: “éste está sonado”.
̶ Sí, mi coche está aparcado ahí –afirmé, apuntando con la linterna hacia la casa.
̶ ¿Está bien, Clemente? –me preguntó, ya muy preocupado.
̶ Sí. Me lo robaron hace años en Zaragoza, pero está ahí. Es ese. Se lo juro.

Nos acercamos. No se habían molestado ni en cambiarle la matrícula, le habían dibujado una “G” al lado de la “Z” y pasaba por ser de Zagreb, ahora Croacia; pero lo que le distinguía sin lugar a dudas era que tenía el techo pintado de negro en una franja sobre el parabrisas delantero y trasero, la baca de barras que no cubría todo el techo, y una pegatina del taller de mi pueblo en el lado derecho del portón trasero. No había duda, era el mío.

̶ Sea suyo, o de Milosevic, ahora mismo me la suda. Háganle “el puente”. Si tiene gasolina, nos llevará al cuartel –ordenó el sargento con vehemencia, y haciendo mención de romper la ventanilla con una piedra.

̶ ¡No va a ser necesario! ¡Llevo la llave! –grité deteniéndolo.
̶ ¡Vamos! ¡Hombre! ¡No me joda! ¿Lleva la llave? –el sargento comenzaba a dudar de que en realidad no hubiéramos muerto todos en el atentado.
̶ Sí, la llevo siempre conmigo –dije, sacándola de la cadena junto a la placa de identificación.

Mis compañeros no daban crédito, pero tampoco querían perder tiempo para explicaciones. Tras abrir la puerta sin problemas, puse la llave en el contacto y le di. Tenía el depósito lleno y arrancó sin pereza. Giré la palanca a la derecha, tiré con fuerza hacia atrás, quité el freno de mano, y levantando el embrague al tiempo que aceleraba, di marcha atrás hasta ubicarlo en la carretera en dirección a Mostar.

De la mejor forma que pudimos nos metimos los ocho en el coche, y sin renquear ni protestar, en media hora nos llevó a todos al hospital.

Estuve hospitalizado dos semanas, cuando salí no pude encontrarlo en el cuartel. Con las prisas había dejado mi llave amuleto en el contacto y habían vuelto a robármelo. Lo busqué en todo Mostar. En el hospital mi dijeron que lo habían visto haciendo de ambulancia, llevado por unos y por otros, pero hacía días que no se le veía.

Un mes después regresé a España desolado, pero con la convicción de que mi adorado R6 amarillo había vuelto a salvarme la vida; ésta vez a mí y a mis compañeros. Me sentía culpable de no haberlo sabido cuidar mejor. El pobre, seguramente habría acabado destrozado por alguna mina, acribillado, incendiado…

Cuando supe de este concurso literario patrocinado por Renault, no pude por menos que lanzarme a contar esta extraordinaria historia. Se lo debo; pero lo que no podía imaginarme era que, buscando fotos de antiguos R6TL, me encontraría con esto:

https://www.elcarrocolombiano.com/clasicos/este-renault-6-taxi-aun-sobrevive-en-tumaco-y-sigue-trabajando/. 

No han cambiado ni la matrícula. Es él, no tengo duda.




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