Stinker y el Profesor Schrödinger,

por Phineas Theron

Hacía varios meses que la señora Ekans había decidido echarme de su confortable hogar desterrándome al viejo taller de ebanistería que poseía al otro lado de la calle. Éste había permanecido cerrado desde que falleciera su esposo hasta que, hacía aproximadamente un año, lo alquiló a un individuo excéntrico; una especie de listillo pretencioso que se pasaba el día cavilando, garabateando en una pizarra, destrozando los muebles que el señor Ekans dejó a medio terminar; y las noches ocultando a la vista de los vecinos las numerosas mujeres que le visitaban cuando los faroles de la calle ya se habían apagado.

Nunca entendí muy bien el objeto de mi cambio de residencia, pienso que como yo no soportaba a Sphynx, su nueva mascota, ella me había buscado otro compañero más acorde a mis gustos. Un detalle por su parte, sobre todo después de seis años de una íntima convivencia, que se hizo plena cuando quedó viuda.

La verdad es que el inquilino, al que la señora Ekans llamaba Profesor Erwin, no me molestaba mucho, es más, me divertía observarle: lánguido y meditabundo de día, y una máquina del amor por la noche. Teníamos espacio de sobra para los dos y había pocas normas que respetar: yo no me acostaba en su sillón, y él me cambiaba la arena del escusado todas las semanas. Por lo demás, indiferencia mutua: nada de ronroneos ni caricias, nada de poner mala cara a sus conquistas, y absoluta discreción. Yo no sólo no le delataba, sino que corría a ocultar alguna prenda femenina en el desván antes de que la descubriera la casera, y él tampoco le decía a ésta que, en lugar de comerme los ratones, había hecho un pacto de convivencia con ellos.

Así venía siendo hasta hacía unas semanas. 

El cambio comenzó un día en que el Profesor, después de volver de la calle con un libro nuevo que leyó de inmediato, empezó a prolongar sus cavilaciones diurnas hasta completar noches enteras, en las que no salió a buscar compañía, y las pasó escribiendo en papeles y su pizarra de madera. Así fue entrando en un estado de intromisión que, poco a poco, le fue abstrayendo de la realidad cotidiana. Sin ir más lejos, el último domingo ocurrió algo del todo inesperado: no se acordó de cambiarme la arena; y no sólo fue eso, cuando la señora Ekans trajo una cazuela de pavo relleno guisado con ciruelas, él lo aceptó sin pronunciar palabra. El Profesor odia las ciruelas asadas, y el pavo tampoco es de su gusto, pues, sin apenas probarlo, siempre acaba desmigándolo y dándomelo a mí. Pero esta vez, después de casi carbonizarlo sobre el mechero del laboratorio, sin separar la vista de un manojo de papeles garabateados, grasientos y desordenados, lo devoró todo sin usar cubiertos, y sin ofrecerme siquiera el plato para lamer; pues, tras tirar los huesos al fregadero, lo guardó en la biblioteca, metiéndolo en el hueco dejado por el ‘Postulado de la teoría cuántica’, de Max Plank, que había extraído de entre el ‘Philosophiae naturalis principia mathematica’, de Isaac Newton y un cuaderno de ‘Consideraciones cosmológicas en la teoría de la relatividad general’, de Albert Einstein; acabando el primero en el fregadero junto a los huesos del pavo, las llaves del laboratorio, las gafas ennegrecidas para mirar rayos, y una manzana con un mordisco suyo, y muchos de los gusanos.

La señora Ekans, en aquel momento su único contacto con el mundo exterior, después de dejarle sobre la mesa una botella de veneno para los ratones, le había advertido de que al día siguiente se iba a ausentar al menos durante un mes, pues tenía planeado ir a la casa que su hermano viudo tiene en Leipzig; algo que evidentemente él no escuchó, pues en tal caso habría tratado de disuadirla para que no se ausentara por tanto tiempo, o al menos de que dejara avisada a su sobrina Anne para que se diera una vuelta por el laboratorio cada dos días al objeto de ocuparse de nuestra intendencia; pero eso iba a ser del todo imposible, pues el motivo por el que la señora Ekans marchaba de Breslavia era para reunirse con su sobrina en Alemania, puesto que ya había salido de cuentas, y deseaba dar a luz en su país natal.

En pocas palabras, como no sirvió de nada que yo me enredara entre los pies de la casera con la intención de que se cayera, y evitar así que se fuera de viaje, nos habíamos quedado completamente aislados para una larga temporada; algo de lo que el Profesor era tan ignorante como de que Anne estaba a punto de ser madre soltera.

Imbuido en sus cálculos, el Profesor no volvió a reparar en necesidad fisiológica alguna, por lo que fue deteriorándose física y mentalmente, pues, sin algo en la despensa, únicamente devoraba docenas de barras de tiza trazando innumerables garabatos sobre la pizarra. 

Por mi parte, más allá de cierta preocupación por la creciente degradación de mi arenero, tenía el resto de mis necesidades bastante cubiertas, puesto que, después de que la señora Ekans ordenara castrarme, no tenía inquietud gatuna, y la idea de salir a la calle no era una opción, pues padecía de agorafobia; sólo me quedaba ocuparme de mi sustento, por lo que, tras saborear los últimos fragmentos de pan untado en manteca de tocino que encontré bajo el diván, recurrí a mis acostumbradas andanzas nocturnas por el sótano, donde siempre acababa compartiendo mesa con algún ratón, cuya amistad tanto me había costado cultivar.

La situación no mejoró. Habrían pasado al menos diez días cuando una noche, ya avanzada la madrugada, el Profesor sobrepasó el límite de sus fuerzas a pesar de su juventud y excelente estado físico inicial. No ocurrió del modo esperado, pues, en lugar de desvanecerse y caer desplomado, se quedó tieso e inmóvil mirando el extremo de su mano paralizada apoyando la tiza sobre el final de la letra “phi” que acababa de garabatear en la pizarra. 

He de reconocer que, a diferencia de cuando siendo un cachorro encontré al señor Ekans, sentado en su sofá, y echando espuma por la boca; en esta ocasión contuve mi emoción. Sin prisa ni sobresalto, tracé varios ochos en torno a sus pies fríos e inmóviles, mientras maullaba con el rabo tieso hacia arriba, pero el profesor ni se inmutó. 

Di por hecho que, a pesar de su posición, el Profesor había muerto, lo cual no me inquietó; pues, al fin y al cabo, esta nueva situación me servía en bandeja una garantía de supervivencia hasta que la casera regresara, incluso aunque la exigua población de ratones estuviera a punto de extinguirse.

Puesto que aquella noche ya había cenado, y el sillón del Profesor había quedado libre, me enrosqué sobre él dispuesto a esperar a que amaneciera, o que el estrépito del cadáver huesudo de profesor chocando sobre el entarimado, me despertara. Esto último no ocurrió. Cuando los trinos de los pájaros me espabilaron y terminé de abrir mi ojo entreabierto, mi decepción fue casi tan grande como la cara de asombro con la que el famélico Profesor me miraba mientras yo hacía lo único para lo que no tenía permiso: ocupar su sitio de descanso.

Nunca le había visto mirarme de aquella forma, en realidad no recordaba que me hubiera mirado alguna vez. Fue como si de repente se hubiera percatado de mi existencia, y ésta le fuera del todo ignota e incómoda. Sus ojos saltones, recubiertos de raicillas rojas, brillaban con tanta fiebre que tuve la certeza de que algo malo estaba maquinando contra mí; así que, tras un bufido de advertencia, y un par de segundos para el análisis del siguiente movimiento preciso, di un salto y salí corriendo. Él salió tras de mí.

Torpe, pero extremadamente ligero y armado de una escoba, me persiguió como un loco por todo el taller, paredes y techos incluidos; pero fueron mi obesidad y mis muchos años, los que inclinaron la balanza en favor suyo. Me refugié agotado en un rincón dispuesto a perder mis dos últimas vidas al precio de unas cuantas cicatrices en su cara, y quién sabe si algún ojo; pero el tipo, que por algo le llamaban profesor, demostró ser inteligente echándome una manta encima con la que me amordazó hasta inmovilizarme.

Así permanecí envuelto durante varias horas que se me hicieron interminables. De fondo, amortiguado por el acolchado de la manta, podía escuchar al Profesor blasfemando y fabricando con serrucho, y a golpes de martillo, lo que luego supe sería una cárcel de madera para mí; o quizá mi cadalso.

Desde la completa oscuridad de mi mortaja de lana, deslumbrado por la lámpara de minero que tenía sobre su cabeza, pasé directamente al interior de una gran caja de madera cerrada, en la cual no había más luz que la que entraba por un par de finas rendijas que quedaban entre dos tablas. En cuanto se acostumbraron mis ojos de felino, pude ver que dentro de la caja había un artilugio a modo de reloj con dos barras de cobre sobresaliendo, una biela con un martillo en el extremo sujeta por un cordoncito de algodón atado a la tapa de la caja; y una botella de cristal con un líquido verde oscuro en su interior. Yo conocía bien aquella botella, pues era la misma que utilizaba la señora Ekans para… “endulzar” con unas gotitas el queso que amablemente ofrecía a mis amigos los ratones del sótano, y sobre las que yo, previsor de situaciones futuras, orinaba para que ellos no se las comieran, y la misma que imprudentemente dejó ella sobre el escritorio, y la que, durante mi huida del profesor, yo había volcado accidentalmente sobre la caja del café.

La actividad del Profesor en el laboratorio se volvió frenética. Se le oía mover cajas buscando algo; canturrear, rezar, blasfemar; conectar y desconectar interruptores, con un zumbido eléctrico que invadía toda la estancia; lo que varias veces provocó que se fuera la luz. Cuando reconectaba y conseguía que ésta se mantuviera encendida, venía tambaleándose hasta la caja, y trataba de verme escudriñando por las ranuras, momento en el que, incapaz de llegar con mis uñas hasta su cristalino y en absoluto silencio, me retiraba al rincón más oscuro para ocultarme.

Finalmente, agotado, el Profesor se sentó en su sillón de espaldas mí, se preparó un café, y encendió su pipa de tabaco. Pude verlo porque las ranuras daban directamente a la parte posterior del puñetero sillón de la discordia, donde por fin se quedó sentado y en silencio.

No tardé mucho en comprender la razón de tan estrafalario dispositivo. El Profesor, frustrado y enloquecido por el fracaso de sus investigaciones, había hecho de mí su chivo expiatorio; y con la excusa de mi insolencia, había ideado esta caja para vengarse torturándome, pues, conocedor de mi gran inteligencia, sabía que yo acabaría entendiendo su funcionamiento: transcurrido un tiempo, medido por aquella especie de reloj, éste soltaría el martillo que rompería la botella, y el veneno liberado convertido en gas me mataría instantáneamente; si no era así, el cordoncito también se rompería al tratar de abrir la caja. Una auténtica máquina de tortura, ideada para acabar con mi penúltima vida por desesperación, y con la última con el veneno. ¡Vaya criminal! ¿Qué pretendía? ¿Qué iba a conseguir así? Como si esto pudiera ayudarle para hacer comprensible a los demás sus estrafalarias cavilaciones <<¡Maldito fracasado!>>, pensé.

Mi viejo corazón empezó a desbocarse, y no sólo por la idea de que el artilugio funcionara para matarme, algo de lo que todavía albergaba dudas, sino porque, en cualquier caso, mi situación era terminal, pues todas las opciones, incluso aunque su malograda mente no lo hubiera previsto, acababan en tragedia.

Se fue la luz una última vez, luego volvió, entonces comencé a percibir que desde las dos barritas de cobre salían de vez en cuando unas chispas de luz azul. Lo hacían de modo sistemático: unas veces de una, otras de la otra, sin que pasara nada más; pero cuando no miraba las barras la luz era muchísimo más intensa, como un flash que llenaba de luz toda la caja; tan fuerte que, además de cegarme, quemaba un poquito el cordón de algodón que sujetaba el martillo. Después de comprobar que esto ocurría cada vez que yo no miraba las barritas de cobre, llegué a la conclusión de que, si dejaba de mirar, pronto la cuerda se quemaría, y el martillo acabaría rompiendo la botella; por lo que no debía perder de vista los electrodos de cobre.

Inteligente no sé, pero nunca pude imaginar que la mente del Profesor pudiera ser tan retorcida. No sólo me iba a exterminar, sino que había dejado mi final a expensas de mi capacidad de concentración. Yo mismo, víctima de mi debilidad, sería mi propio verdugo ¡Cuánto sadismo! Mirar fijamente era una tarea muy tediosa y estresante, por lo que cometí varios fallos que llevaron al límite la resistencia del hilo de algodón, pero, gracias a mi costumbre de cazador nocturno, pude darme cuenta de que el tiempo que transcurría entre cada pequeño destello azul era constante; así que, entre destellos azules, tenía tiempo para mirar al exterior por las dos ranuras que tenía la caja, y ver si el Profesor se arrepentía.

Advertí que, curiosamente, si cucando el ojo izquierdo miraba por la ranura de la derecha, podía ver la mano derecha del Profesor apoyada sobre la mesa sujetando su pipa humeante; y, si cucando el derecho miraba por la izquierda, veía su brazo izquierdo colgando inerte. Sin perder el ritmo: mirar barritas de cobre, mirar ranura derecha, mirar barritas de cobre, mirar ranura izquierda, mirar barritas… pasé varias horas más. Poco a poco, lo que al principio era un creciente deseo de venganza producto de mi ira, fue transformándose dentro de mí en la convicción de que quizá el Profesor ya hubiera muerto al tomar el café envenenado, tal como siempre sospeché le había ocurrido al señor Ekans cuando le encontré muerto en su diván con la pipa caída sobre la alfombra, aunque afortunadamente apagada; pero en este caso la pipa no había dejado de humear. Sin embargo, en la secuencia de control no era capaz de verle mover su mano derecha, y la izquierda desde luego no se movía. Tal vez la frecuencia con la que el Profesor calaba su pipa era la misma con la que yo le miraba a él con el ojo derecho y aún estaba vivo; aunque tan agotado que no movía para nada el brazo izquierdo; o tal vez estaba muerto y la pipa no dejaba de humear porque se estaba quemando en su mano muerta; O quizá tendría que hacer lo imposible: mirar simultáneamente por ambas ranuras, para verle en movimiento.

Me desesperaba la idea de no saber si el Profesor estaba vivo o muerto. Una forma de saberlo podría ser dejar que se rompiera la botella y él, al oírlo, aún vivo y jubiloso de su éxito, viniera a comprobar mi muerte antes de caer fulminado por el último esfuerzo, pero, pensándolo bien, para entonces yo ya estaría muerto, y no podría saberlo, ni disfrutarlo. 

Todas las opciones acababan con ambos muertos, pues, aún en el caso de que la botella no se rompiera, si el profesor había muerto, nunca me sacaría de mi encierro, y si aún estaba vivo, era evidente que si abría la caja el martillo caería, yo moriría, y él ya débil, al respirar el gas, también.

No era capaz de entender la situación en toda su amplitud, entonces creció dentro de mí la absurda idea de que quizá ambos estábamos siendo víctimas de la misma trampa. Ambos habíamos terminado encerrados en una caja de madera, en su caso el taller de ebanistería; ambos aislados del mundo y bajo la certeza, o al menos la amenaza de que íbamos a morir envenenados. Los dos habíamos transgredido los límites de lo políticamente correcto: yo acostándome en el sillón del Profesor, él acostándose con la sobrina virgen de la casera; y ninguno de los dos mostrábamos signos de arrepentimiento. Y lo más inquietante de todo, lo que nos iba a aniquilar era lo mismo que, (yo estaba convencido), acabó con el señor Ekans.

Nuestra fatalidad era tan evidente y próxima que ya podía darse por cierta. Nuestros destinos estaban tan entrelazados que la incertidumbre sólo aplicaba para las situaciones intermedias en las que ambos podíamos estar vivos y muertos a la vez, siendo además la suerte del uno dependiente de la observación del otro, lo que hacía que múltiples realidades coexistieran manteniendo coherente la combinación de nuestros estados reales: “uno vivo y otro muerto”, “ambos vivos”, o “ambos muertos” en función de lo que el otro viera; pero siendo decoherente la posibilidad inmediata y verdadera de que uno acabara vivo y el otro muerto, pues ninguno de los dos conocería el destino real del otro sin influirlo, ya que, al final, ambos acabaríamos muertos sin que el otro llegara a saberlo realmente, aunque lo supiéramos de antemano, y nuestro destino verdadero ya había sido decidido.

Mientras reflexionaba sobre esto, con mi fusiforme mirada felina ajustada a las delgadas ranuras de la caja, y absorta en las volutas de humo, olvidé mirar las barritas de cobre, el martillo cayó, la botella se rompió, y mi realidad se terminó.

Algún día, cuando estén preparados para comprender la verdad cuántica, les contaré cómo pude escribir después lo que ahora han leído, y qué le ocurrió realmente al profesor Erwin Schrödinger, para que lo comparen con lo que él les contó en sus "papers".

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