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Bajo el volcán

Fragua de azabache y rubí, de tu torso flameado, quedó mi deseo incendiado, y bajo la campana de Vulcano, la segunda vez que te vi. Prendido mi espíritu por ti, ahí quedó iluminado, mas, con mi cuerpo aventurado, y por tu fuego amenazado, del volcán corriendo huí. A salvo me sentí, de tu presencia alejado, y sin pena por morir abrasado, mas, aun creyendo el fuego apagado, sus brasas crecían dentro de mí. Mi oposición consumí, sin ese magma haber sofocado, de voluntad enajenado, ya sin peso del pasado, y con mi vacío iluminado, a inmolarme en ti, sucumbí. Fragua de azabache y rubí, volcán inflamado, la segunda vez que te vi.

Rumbo a Eea. 6 La respuesta.

Apenas comprendí lo que, inconscientemente, había hecho mientras dormía, el arrepentimiento se apoderó de mí. Había deseado formular en mi último mensaje tantas preguntas que ya no estaba seguro de cuál había elegido; quizá la menos apropiada, tal vez una mezcla ecléctica e incomprensible de muchas. Me apresuré a buscar la botella escudriñando en la niebla. ¿Estaría a tiempo de recuperarla? Como había calma, no podría haber ido muy lejos; efectivamente, un rayo de sol milagrosamente intenso como para atravesar la calígine la hizo refulgir verde esmeralda apenas a veinte brazadas de mí. Temeroso de que volviera a desaparecer tras la vapososa cortina de mi indecisión, hice una temeridad: até un cabo entorno a mi cintura, lo amarré al palo de mi falúa, y, del mismo modo que vine a este mundo, ingresé en el gélido reino de Poseidón. Cuando hube sacado la cabeza del agua la niebla era tan densa que no podía ver barca ni botella, sólo desolación a mi alrededor. Nadé en todas las direcc

Rumbo a Eea. 5 El sueño de Helios

Tuve un sueño:   Incapaz de decidir si meter el mensaje que sostenía en mi mano izquierda dentro de la botella vacía que sostenía con la derecha, p asé horas con un corcho mordido entre mis dientes.  A gotado por la duda, me quedé dormido. Soñé que mi adorada Penélope y yo visitábamos a Zeus, el Padre. El recolector de nubes había atraído hacia sí toda la niebla de mi interior, llamándome a su presencia.   Nos esperaba sentado en su trono. Con sus pies cubiertos por una bruma que me llegaba a la cintura, lucía majestuosamente y con aspecto renovado. Había cambiado de aposento. En éste, a pesar de la niebla, el naos aparecía más luminoso, seguramente por estar orientado hacia el mediodía. Agradeció nuestra visita. Sin más preámbulos, conocedor de todos mis deseos, me dijo: - Si quieres ver a Helios tendrás que subir a lo más alto del monte Athos, allí donde la niebla de tu incertidumbre no alcanza. Obedecimos de inmediato. Ascendimos hasta allí donde mi niebla se convertía en la

Rumbo a Eea. 4 El último mensaje

Un navegante perdido a la deriva no es un náufrago, así pues: ¿qué sentido tiene enviar mi último mensaje desesperado en una botella?  Aunque fuera hallado, ¿cómo podría recibir ayuda alguien que no está en ninguna parte de forma continua?  Pero es que mis mensajes no buscan mi rescate, si no que vuelvan mansos a la lejana costa de Eea, allí donde permanece náufraga la razón de mi existencia. Sé que otras botellas llegaron, lo sé porque cuando me encontraba en tierra volvieron algunas respuestas traídas por el viento de la mañana. La última sembró en mi conciencia dos semillas: la de la ilusión, y la de la duda, que nació antes y creció enseguida, obligándome a tomar mi barca y adentrarme sobre el reino de Poseidón; desde entonces espero más respuestas; mas, si éstas vienen empujadas por el viento del Sol Naciente, ¿cómo habrían de alcanzarme, si se alejarían más cuanto más la vela empujara mi barca? Por eso permanezco a la deriva, con el palo desnudo, y mi cuerpo sin abrigo, espera

Rumbo a Eea. 3 El Silencio.

Llevo tres días y dos noches a la deriva; mas, lejos de perdido, siento que cada vez estoy más cerca de mi destino, aunque no sé cuál es. Mi último contacto con la realidad lo tuve entre Rion y Antirrion. Allí cayó la segunda noche de mi singladura. Recogí la vela, cené dos dátiles y me quedé dormido. En una vívida ensoñación pasé bajo un enorme arco de piedra que unía ambas ciudades, que debían estar en guerra, pues una lluvia de flechas flamígenas cruzaba sobre el angosto mar. Ignoraba que al otro lado me esperaría la más absoluta desolación. Amaneció en el Peloponeso, desperté, o quizá no. Desde entonces voy flotando en un cielo azul cubierto por un mar azul, sin saber realmente si amanece desde las estrellas, o el sol brota desde el mar como una hermosa flor dorada.  Flotando voy en un mar negro cubierto por un cielo azabache, sin saber si el ocaso con su luna plateada, surge del mar, o son millones de estrellitas y una ballena blanca, que abandonan el cielo para zambullirse e

Rumbo a Eea. 2 Ítaca se aleja.

Nacía la tarde con su oscura penumbra creciendo a proa. A fin de arrepentirme a tiempo, había prometido mirar atrás mientras viera alejarse la costa de mi querida Ítaca. El Sol, devorado lentamente por los montes, fue perdiendo la costa mientras ésta comenzaba a desdibujarse mecida por la bruma; entonces, hileras de docenas de lucecitas tintileantes brotaron una a una, recordándome dónde abandonaba cuanto poseía. Con la confianza puesta en que no lo perdería para siempre, seguí retrocediendo hacia mi futuro imperfecto: mar, y mar adentro, hasta sepultarme en la negrura, cuando las linternas de mi pasado fueron apagándose, una a una, ahogadas por las olas que avanzaban desde mi espalda abriendo paso a la barca. Ha sido una noche en vela y sin estrellas. Un dulce viento de poniente, cómplice de mi locura, me ha acompañado guiándome hasta el alba, momento en que ha parado y,  tras plegar la vela, me ha permitido conciliar un sueño breve. Al despertar, con los farallones de Oxia e

Rumbo a Eea. 1 La partida

  La pasada noche comenzó el invierno; lo sé porque de madrugada, atravesando el grueso forjado de hormigón y acero, he visto caer desde el techo y posarse mansa sobre el suelo de mármol negro, la última hoja del otoño. Las últimas hojas del otoño son distintas de todas las demás, pues éstas sólo se materializan cuando las observan; si yo no la hubiera visto, habría atravesado nuestro planeta hasta brotar nueva en la primavera de mis antípodas. ¿Quién se perderá de ella por mi insolencia?  Ojalá no la hubiera visto nunca.   Me ha alcanzado el invierno a pesar de las pisadas cansadas y crujientes del otoño. No es el mejor momento, lo sé; pero llegará la nieve con el sordo estruendo de sus copos al caer, que recubrirán el bosque hasta que todas las hojas se consuman; por eso he aprovechado hasta el último momento, pues añoraré caminar con mis pies desnudos sobre las hojas secas del bulevar. Necesitaba grabar ese sonido fresco en mis recuerdos, por si, mientras dure mi travesía, lo nec