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Stinker y el Profesor Schrödinger,

por Phineas Theron Hacía varios meses que la señora Ekans había decidido echarme de su confortable hogar desterrándome al viejo taller de ebanistería que poseía al otro lado de la calle. Éste había permanecido cerrado desde que falleciera su esposo hasta que, hacía aproximadamente un año, lo alquiló a un individuo excéntrico; una especie de listillo pretencioso que se pasaba el día cavilando, garabateando en una pizarra, destrozando los muebles que el señor Ekans dejó a medio terminar; y las noches ocultando a la vista de los vecinos las numerosas mujeres que le visitaban cuando los faroles de la calle ya se habían apagado. Nunca entendí muy bien el objeto de mi cambio de residencia, pienso que como yo no soportaba a Sphynx, su nueva mascota, ella me había buscado otro compañero más acorde a mis gustos. Un detalle por su parte, sobre todo después de seis años de una íntima convivencia, que se hizo plena cuando quedó viuda. La verdad es que el inquilino, al que la señora Ek

El fin del amor

Transcurridos tres meses del fallecimiento de su madre, ya sólo en la vida, cada día estaba más contento de su decisión: nunca volvería a amar a alguien. Le importaba nada la suerte de los demás. Buena salud, rentas de su magnífica obra suficientes para vivir de hotel, comer y desenvolverse saludablemente, para viajar a su antojo, para satisfacer placeres visibles e invisibles. Todo gracias a su inteligente capacidad de ser feliz sin molestar a los demás; y ahora, sin que nadie le molestara a él. Podría permanecer así indefinidamente, eternamente. Pero un día, sin notarlo, uno de los naipes de su castillo se desplazó. Al doblar una esquina, un joven pelirrojo y vagabundo le preguntó la hora. César no contestó; porque no la sabía, pues ya no usaba reloj, y porque pensó: ¿para qué querrá éste saber la hora? Sin embargo la pregunta anodina amartilló su cabeza hasta romper la cáscara de cristal que envolvía su memoria. Recordó a Ismael, su hermano pequeño, preguntándole la ho

Envidia del aire

La primera vez, ni tu boca ni tus ojos vi. Llorabas, y a saber por qué, no me atreví; ni mi corazón, aún caliente, lo haría por mí. De tu mano, aún fría, un cálido abrazo la mía buscó. De su máscara de lana, con rosácea frescura, tu rostro brotó, y tu voz, desenfundada, mi oído alcanzó. La primera vez, ni tu mirada ni tus palabras comprendí. Hablabas, y a entenderte no me decidí; ni mi corazón, entonces helado, lo haría por mí. De tus labios, aún pálidos, una sonrisa surgió. De tu boca lozana, blanca bocanada de aire escapó, y de ella lástima, mi pecho sintió. La primera vez que tu mirada y tu sonrisa vi, te excusaste, y a perdonarte no aprendí. y mi corazón, hechizado, lo haría por mí. De la fría madrugada, presuroso el aire, a ti regresó, de pomposa hermosura, tu pecho se hinchó;  y mi espíritu, cautivo, envidia del aire sintió.

ARACNOFOBIA

Soy bastante "aracnófobo", pero me acostumbré a convivir con ellas. En la casa del pueblo, en el granero, había de las que tienen un cuerpecito pequeño y las patas largas, muy simpáticas e inofensivas. Me gustaba cabrearlas y que se pusieran a temblar agitando su tela; incluso me atrevía a cogerlas con la mano. Luego estaban las de los agujeros de los tochos del corral; auténticas devoradoras de moscas. Me divertía cazarlas, arrancarles las alas y echarlas a la entrada del agujero de telaraña. No tardaba ni dos segundos en salir a darle matarile. Pero, cuando se "barruntaba" cambio de tiempo, de repente en el lugar más insospechado de la casa, aparecía la abuela de todas ellas: grande, peluda, marrón oscuro y con cara de mala ostia. Era tan grande el susto que me llevaba, como desagradable su aspecto después de probar la zapatilla de mi madre.                                                                                                                          

El mecánico escritor

Es propio de caballeros que andan entre hierros, errar cuando de plata disfrazan su férrea pluma; mas, si con su hierro yerran y en fémina carne hacen injuria, más les valiera de madera seca haber tenido la pluma.                                                                                         Phineas Theron                                                                                El mecánico de las palabras

La doncella sin nombre.

Me insinuó un paisano, que vagando por este Condado, halló lo que él, nunca hubiera imaginado. Y no fue, si no por arte y milagro del buen vino en tragos largos, que aquél afortunado a decirme se avino, lo que había encontrado. Confesó al fin extasiado que: afectado por un rayo, de un haya el tronco pelado, en el cuerpo de una mujer, se había transfigurado. Caprichos del bosque, repuse decepcionado. Promovido por mi desdén, reconvino apresurado: que lo mismo pensara él, hasta que del árbol mentado, surgiera aquel cuerpo animado, tan sólo por una gasa tapado. Y fue parte y mucho, de lo que me contó el fulano, que aquella triste doncella viniera a cantarle, de cuanto la había pasado. Le cantó pues sin reparo y, siendo aún más bella en su canto, que hermoso su talle velado; quedó el montañero prendado, y la escuchó embelesado: “De la lejana Bohemia, doncella vine a esta plaza, y por voluntad no fuera, si no por engaño arrastrada. Ave del paraíso, en jaul

Para Valentina

Campos de trigo, bajo la luz matutina, pintan de verde, del campo el albero, trinos de jilguero, desde la cruz de la encina. Cantan al verte, otro febrero, coros de niñas, de la escuela vecina, gritan fuerte, con júbilo altanero. Colorean el norte, del cielo mañanero: polvo de hadas, estelas de purpurina, magenta, ciano, y amarillo platanero. Son las alas de Arcolán, el unicornio aventurero, que trae volando, a Eva y Corina, se cuidará de rozarte, con cauteloso esmero. Vienen de aparte, con Sirio en derrotero, son tus amigas, frescor de mandarina, llegarán andalán, en tan veloz crucero. Van a traerte, con amor verdadero, porque tú eres quien dona, Sabiduría Divina, flores de Marte, para llenar un granero. Valentía en tu frente, de fierro y acero, clemencia repartes, sin lugar a inquina, por lo que vienen a verte, con cariño sincero. Ya que tú eres gran parte, del Cosmos entero, la que acierta, y yerra, pero siempre atina,