Llevo varias jornadas navegando rumbo a Oriente, y ya no miro hacia Ítaca. De día, Pelagos se sacrifica complaciente ante los deseos de Poseidón, abriendo sus carnes bajo el filo cortante de Penélope, y sangrando borbotones de espuma de mar, que dejan una estela plateada tras de mí. De noche, incapaz de guardarme rencor, me acuna y me arrulla, para que mis sueños lleguen antes que yo, allí donde han de anunciar mi llegada. Sin embargo, esta noche de luna nueva, tras una breve cabezada al atardecer, al levantarse el telón de mis ojos, el espectáculo de la Vía Láctea es tan impresionante, que ya no he vuelto ni a parpadear. Observo el Firmamento, esperando ansioso sus destellos, sus ausencias y reapariciones, sus cambios de color apenas perceptibles, sus rayos azules fulminantes y fugaces. Lector infatigable del cielo nocturno, he aprendido a interpretar los mensajes estelares. Las estrellas conversan entre sí y conmigo, por lo que me siento feliz y privilegiado. Me cuenta...