El agua entre mis manos

Cada mañana, lo primero que me cautiva es la transparencia del agua escapando furtiva entre los dedos de mis manos. Recién despertada de un sueño al menos centenario, quién sabe si milenario, tan inocente que no sabe de tinas ácidas, de pilas benditas, ni de colores mezclados. Tímida y desconfiada, me recuerda a la que salía del pozo del huerto de mi abuelo, raptada por un viejo cubo de zinc, colgando penitente de una soga; que mantenía salvaje y misteriosa su negrura abismal por un instante, antes de rendirse enamorada a los penetrantes rayos del Sol. ¡Qué fresca estaba aquella! ¡Qué inocente se ve ésta! Trémula su superficie, hermosa por reflejar el rostro de mi amada, o enigmática por la cara de la Luna.

Ella, que generosa ha apagado la sed de labriegos, mendigos y soldados; limpiado la tierra de las azadas, la sangre de las espadas, y de los inocentes los pecados; diluido las sopas más suculentas de los imperios ensalzados, y cocido las alubias de reinos desmoronados; calentado los estómagos de enfermos desahuciados, y enfriado los motores de los primeros motocarros; vaciado las arcas de haciendas inundadas, y llenado las cantimploras de ejércitos libertarios; lavado el humeante cuerpo de reyes neonatos, y de barro ensuciado a los soldados mutilados; atrapado en el cepo del invierno a la última golondrina del verano, e inspirado, con el cantarín gorgoteo de sus caños, a poetas, de la primavera enamorados. En verano, brotando fresca de su caño, desposado cantarina con románticas melodías, arrancadas por manos prodigiosas, de laúdes bien templados.

Pobrecilla… ¡Y qué mala vida le he hemos dado!

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