El tio Antón, y la mula Sara.
Después de un día aciago de trabajo en el campo, bajaba el tio Antón por la cuesta de los Corralazos, en la calle de Santo Domingo, única del también conocido como "Barrio de los Muertos" por ser la última que, hasta que comenzara la guerra, recorrían a hombros todos los vecinos de Lécera, camino del Cementerio.
Venía el hombre acompañado de su mula Sara. Era verano, finales de junio, más de las nueve, y mi abuela Manuela, aprovechando la última luz de una tarde, zurcía un calcetín sentada a la fresca con la puerta de la casa abierta. La acompañaban sus hijas Pascuala, Manuela, y Dolores, mi madre, la "media", que tenía dos años y medio, sentada en el suelo jugaba amontonando piedrecicas junto a los pies de mi abuela. Mi abuelo, que se había levantado a las cuatro de la mañana, no había vuelto de la siega, no le esperaban, no lo haría al menos en otros dos días.
En el momento en que el tio Antón, vecino puerta con puerta de mis abuelos, paró para saludar y disponerse a abrir la puerta para meterse en casa, arriba de la cuesta, el Sol se ocultó detrás del "Cabecico de La Horca", muladar municipal; y Sara, la mula, que venía normal y descargada, se desplomó muerta en medio de la calle echando espuma por la boca.
Este suceso era una auténtica tragedia, pues Antón, anciano de poco más de cincuenta años, soltero, poco ambicioso, y muy afectado de tabaquismo, no tenía otra posesión, energía compañía, y familia, que Sara. El hombre, se quedó petrificado mirando la tétrica escena, moviéndose sólo para mirar a mi abuela, pidiéndole socorro.
Sin pensarlo dos veces, mi abuela, se levantó de un brinco, cogió a mi madre, la incorporó, y de un tirón para arriba le arrancó el vestido dejándola tal como ella misma la trajo al mundo, en compañía de su malogrado hermanito Manuel, el otro "medio".
Mi abuela, procurando tocarlo lo mínimo, tiró sobre Sara el vestido rosa, modesto pero impoluto, de mi madre, agarró a la niña la levantó en volandas sobre la bestia y dijo algo que nunca nadie me ha transmitido; a lo que ésta no tardó ni dos segundos en proferir un horrible relincho, y entre convulsiones se incorporó de inmediato para adoptar en un momento la misma compostura normal con la que había venido. Podría decirse que la mula habría resucitado.
Antón murió un par de años después, el mismo día que Miguel de Unamuno, quizá por el mismo motivo, y dejó a mis abuelos, que le acompañaron en su agonía, todas sus posesiones: la casa, la viña, que siempre fue, incluso ahora que está a mi nombre, es "la del tio Antón" y Sara la mula que, con su agradecido trabajo, les salvó la vida en su exilio interior durante toda la contienda.
Esto hoy nos parecería algo esotérico, casi brujería, con lo que algún gilipollas mediático procuraría hacerse famoso e enriquecerse, convirtiendo en "paranormal" lo que no es capaz de comprender; pero entonces no extrañó a nadie, era lo esperado para el caso, y más en el Barrio de los Muertos, calle de Santo Domingo, a la que se llega desde la calle Fantasma bajando por la cuesta de Los Corralazos. Si no me creen, busquen en google maps.
No le den más vueltas. Estas cosas les pasan a las personas de bien que no creen en iglesias, poco en hospitales, nada en milicias, no son ambiciosas y, comprendiendo los entresijos de la Naturaleza, aceptan el misterio de la Vida.
Años más tarde. Ya en vida mía, mi madre puso de nombre Sarita a la gata, a quien prorrogó sus siete vidas, con al menos otras tres.
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