'El castigo de Lonchinos' Capítulo VIII: Lisboa


El viaje, comparado con lo que habíamos vivido, fue bastante bien, y nos sirvió para serenar nuestros espíritus; a ello contribuyó que el programa “chino” de actividades a bordo no nos dejara ni un momento para el hastío, la preocupación, el temor, ni el remordimiento. Tras largas noches, que debían tener al menos diez horas de las de antes del “evento”, todos los que no estaban de servicio, incluida Raquel, a toque de silbato nos levantábamos al amanecer y durante una jornada de al menos dieciocho horas de “las de antes”: hacíamos Tai-Chí, desayunábamos, cantábamos a coro sin tener ni puta idea de lo que decíamos, corríamos por cubierta y por dentro, subiendo y bajando escaleras (de las que Raquel y Tumaina quedaban exentas pues podían utilizar atajos habilitados a tal efecto), después nos quitábamos la ropa de gimnasia, nos poníamos unos buzos de color amarillo y hacíamos instrucción militar, tras una ducha colectiva que no distinguía espacios por sexos, comíamos por turnos usando la mitad del comedor y cuando terminábamos, pasábamos a la otra mitad del comedor, y mientras comía el turno siguiente, hacíamos unos minutos de siesta sentados y apoyando la cabeza sobre la mesa de chapa. Todo un lujo.

Por las tardes, tocaba clase teórica de armamento. Sentados sobre cubierta, o si hacía mal tiempo en la tarima de un enorme pabellón. No entendía nada, pero aun así Mizelede y yo aprendimos a desmontar y montar varias armas de mano chinas.

El barco, que no había previsto hacer escala en Canarias, tenía programado acercarse a Cádiz donde aterrizaríamos transportados en helicóptero, pero no fue así, pues no pudo ni acercarse al Estrecho de Gibraltar, ya que las corrientes traían todavía desde el Mediterráneo auténticas islas de escombros flotantes nauseabundos, formados por millones de objetos de plástico y goma de todos los tamaños, envases, muebles, troncos de árboles y materia orgánica en descomposición devorada por bandadas inconmensurables de gaviotas. El barco tuvo que cambiar varias veces de rumbo para eludir las islas flotantes pues, a pesar de que no se trataba de objetos grandes ni pesados, el contacto con las hélices hubiera sido fatal.

Navegando lejos de la costa, manteniendo rumbo Norte, sólo cuando llegamos frente al estuario de Lisboa, nueve días después de salir de Luanda, se acercó lo suficiente a la costa para que el helicóptero pudiera llevarnos y volver. Sin grandes preámbulos subimos en un gran helicóptero que nos llevó a todos al aeropuerto de Lisboa.

Sobrevolando el Tajo comenzamos a darnos cuenta de la dimensión de los estragos ocasionados en nuestra querida península: la gran cantidad de barcos varados en las orillas, el castillito de Belem casi derruido, y todavía con su diminuto patio de armas sumergido bajo las aguas de una marea alta que cubría todo el litoral hasta lamer los soportales del convento de los Jerónimos. El horno de las “natas” apagado, seguro; la ronda litoral, la Plaza del Comercio y las hermosas calles decimonónicas del centro, anegadas. Lisboa, ciudad bella, seguía siéndolo aún mellada por las abundantes ruinas y la gran cantidad de chatarra y escombros que lo cubrían casi todo, pues lejos de vérsela derrotada, tenía ahora en su casco antiguo un aspecto veneciano. Era evidente que Lisboa había sufrido una descomunal crecida del Tajo, seguramente provocada por la rotura de una o varias grandes presas aguas arriba, que habrían chocado contra la subida de la marea con furia titánica.

En la terminal nos esperaba nada más y nada menos que el ministro de asuntos exteriores luso acompañado de una legación de la embajada china en Portugal. Tras una bienvenida llena de “obrigados” e inclinaciones de cabeza de nuestros “compatriotas” y propias, sin pasar por aduana, nos metieron a todos en una gran furgoneta negra con los cristales tintados, y, escoltados por la policía y varios coches diplomáticos, nos sacaron a toda prisa del aeropuerto.

Como la embajada china estaba inundada, nos llevaron al Hotel Intercontinental Lisbon, donde Raquel, Tao y yo nos alojamos en la suite nupcial. No tardé en darme cuenta de que conocía bien aquella suite, pues había pasado en ella un par de días con sus noches respectivas antes de tomar un vuelo para ir de Luna de Miel a Madeira. La verdad es que me pareció un extraño guiño del destino que no me hizo ninguna gracia, y además me inquietó bastante. Menos mal que estaba la pequeña Tao que además se pasó toda la noche llorando; pues, a pesar de las ganas que traía, no hubiera sido capaz de repetir los mismos sentimientos, la misma pasión, la misma entrega, en la misma cama, pero con una persona diferente. En cualquier caso, creí innecesario compartir la casualidad a Raquel.

Mientras ella amamantaba a Tao, yo me dediqué a localizar a Erika por teléfono. Según me explicó atentamente un recepcionista del hotel, natural de Vigo, aunque se habían restablecido la mayor parte de las líneas de comunicación terrestre en la península, todavía era necesario esperar a que, de algún modo que él desconocía, un riguroso turno de llamadas te citara para la conexión; así para cada número que desearas llamar, con un máximo de tres al día por número solicitante, que obviamente debía obtener permiso del Hotel, que a su vez disponía de un total de mil llamadas a día, tres por habitación. El tiempo de espera era variable, pero nunca bajaba de media hora. Así pues, las solicité por este orden: a casa de Paola, a casa de sus padres, y finalmente al apartamento de Toni.

Recibí aviso de establecimiento de llamadas: a las seis y media de la tarde, a las once y cuarto, y a las  doce menos cinco de la noche; después de sonar hasta que se cortó, nadie respondió. Me invadió la desolación. Estaba convencido de que Erika estaba bien, pero, ¿Dónde podría localizarla?

Enseguida pasó la media noche, con lo cual volvía a tener mis tres llamadas disponibles, pero… ¿a quién? No recordaba más teléfonos fijos donde pudiera encontrarse, ni de familiares ni de sus amigas, en realidad no recordaba ningún número más, estragos en la memoria por culpa de los móviles. Sin internet, ni un listín de teléfonos fijos de Madrid para probar suerte con algún teléfono público: policía, ayuntamiento, gobierno civil… ¿Qué podía hacer?
Entonces recordé otro número al que marcar: a mi destartalado apartamento de Usera. Decidí probar suerte. Quién sabe, quizá alguno de mis conocidos estuviera allí de ocupa y pudiera ayudarme. Aposté cuanto tenía a mi propio número, y solicité llamar tres veces.

Me avisaron a la una y veinte, nada; a las tres y diez, nada; finalmente a las ocho y cuarto. Cada vez el teléfono sonaba seis veces antes de cortarse la comunicación. Sonó: tres, cuatro, cinco, sei… justo cuando iba a sonar la sexta, alguien descolgó:

- ¿Sí? –preguntaron al otro lado, y reconocí la voz de inmediato.

Me quedé paralizado, Ante mi silencio, insistió:

- ¡Diga! ¿Sí? –con voz de quien arrastra mucho cansancio, y aún más sueño.
- ¿Toni? ¡¿Tú?! ¡Cabrón! ¡¡¿Qué cojones haces en mi apartamento?!! –le recriminé, gritando desconcertado.
- Eres… ¡¿Gil?! ¡Ostia! ¡Tío! te dábamos por…
- ¿Muerto? Muchas gracias. Yo también me alegro de saberte resucitado, “tontolaba”.
- ¿Dónde estás? –me preguntó entre interesado y asustado, e ignorando mis insultos.
- En Lisboa, pero, dime ¿Qué haces ahí?
- ¡Ah! Bueno ¿Aquí? Es una larga historia. Espero que no te importe.
- De momento prefiero no escuchar tus patrañas. ¿Sabes algo de Erika?
- ¿Erika? –preguntó aturdido.
- ¡¿Estás tonto, o qué?! Sí Erika, mi hija, tu ahijada. ¡¡Capullo!!

Raquel estaba en el aseo, pero los niños me miraban escandalizados, pues, a pesar de tantas vicisitudes que habíamos pasado juntos, nunca me habían visto tan acaloradamente enfadado.

- ¡Ah! ¿Erika…? Sí perdona es que no he pegado ojo en dos días y estoy un poco espeso –se excusó atolondrado, y prosiguió-: no te puedes ni imaginar cómo ha cambiado todo, tío, esto es un puto infierno.
- Déjate de rollos y dime algo, llevo más de un año sin saber nada de ella. ¿Está bien?
- Sí, sí está bien. Está aquí. Las dos están aquí; pero ahora duermen.

A partir de aquél momento dejaron de importarme todas las canalladas que el “hijoputa” de Toni me hubiera hecho en el pasado; con la noticia que acababa de darme, podría perdonarle absolutamente todo; al menos de momento.

- Despierta a Erika, quiero hablar con ella. –le ordené.

Mi pesado y antiguo teléfono de los años setenta hizo un ruido como si lo hubieran soltado colgando y chocando contra la pared. Dejé de oír a Toni.

- ¿Toni? ¿Toni? ¿Estás ahí? ¡Este cabrón debe estar tan colocado que se ha desmayado! –grité exasperado ante la mirada atónita de los niños.
- ¡Toni! ¡Capullo! ¡Despierta! ¡Despierta a mi hija!
A pesar de que todavía no entendían muy bien el español, Tumaini y Mizelede se miraron conteniendo su asombro y tapándose la boca.
- ¿Papá? ¡¿Papá?! ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Es papá! –escuché la voz de Erika que parecía correr hacia el teléfono. Ya puesta al auricular gritó–: ¡Papá! ¡¿Eres tú?! ¡¿Dónde estás?! –y rompió a llorar.
- Hola cariño, ¿cómo estás? –le pregunté con un nudo en la garganta.
- Estoy bien, papá. ¿Dónde estás? ¿Estás en África?
- Estoy en Lisboa. Ya estoy muy cerca.
- Papá, por favor, ¿estás bien? –me preguntó emocionada, y añadió–: tengo muchísimas ganas de verte. Por favor, papá –y su voz se ahogó en sollozos.
- Sí, estoy bien. Han pasado muchas cosas, pero estoy bien. Llegamos ayer por la tarde a Lisboa, pero no he podido llamarte antes. Tengo muchísimas ganas de verte.
- ¿Cuándo vas a venir?
- Tenemos que buscar el modo de ir, pero pasado mañana estaremos ahí.
- ¿Estaréis? –me preguntó extrañada.
- Sí. Verás… Vuelvo acompañado. Ya te he dicho que me han sucedido muchas cosas; pero no te preocupes, ahora todo irá bien. No volveré a alejarme de ti nunca más –le prometí de corazón.
- Papá, por favor ven pronto. Es que mamá… –e interrumpió ahí su frase.
- ¿Mamá? ¿Qué sucede con mamá? ¿Está bien? –le pregunté, y se mantuvo el silencio al otro lado del teléfono, roto sólo por los sollozos interrumpidos de Erika.
-  No, mamá no está bien, está muy enferma –me susurró al fin, y me suplicó angustiada–: por favor papá, ven pronto. Por favor.
- ¿Muy enferma? ¿Qué tiene? –le pregunté asustado.
- No lo sé, no quiere comer...
- Dile que se ponga, me gustaría hablar con ella.
- No puede, lleva semanas acostada; ya no se levanta. Está muy débil.
- ¿Semanas acostada? Pero he llamado hace unas horas y no me habéis cogido el teléfono. –Erika se quedó en silencio.
- No me había ocurrido nunca, lo juro papá –me confesó profundamente arrepentida, y añadió–: la radio dijo que traían un convoy con comida a Atocha, salí a ver que conseguía pero las filas eran interminables; me tocó tan tarde que me cogió el toque de queda de las ocho de la tarde, he tenido que pasar la noche en un refugio que tiene el Hogar Social en el Paseo de Las Delicias.
- ¿Toque de queda? ¿En Madrid? ¡Tú refugiada con los del Hogar Social! –solté en voz alta–. ¿Y Toni?
- Toni bastante tiene con conseguir las “medicinas”. En realidad, es lo único que los mantiene en pie a los dos, y al tiempo lo que está acabando con ellos –afirmó Erika aludiendo a sus antiguas adicciones recuperadas.
- ¿Y los abuelos?
- Los abuelos… Por favor papá ven pronto –me suplicó sin más explicaciones.
- Iré maña…

No pude terminar la frase, los cinco minutos por número y día se habían agotado.

- ¿Qué eran esos gritos? Vas a despertar a la niña –me advirtió Raquel extrañada, que salía de darse una ducha después de amamantar a Tao.
- Hablaba con Toni.
- ¿No has conseguido hablar con Erika?
- Sí –afirmé apesadumbrado.
- Y… ¿Qué pasa? ¿No está bien?
- No, no están bien. Están pasando un infierno.
- ¿Con quién está? ¿Con sus abuelos?
- No, está con Paola y Toni, en mi apartamento de Madrid.
- ¿En tu apartamento? –me preguntó extrañada.
- Sí. Eso es lo extraño. De sus abuelos no ha querido hablarme, y es muy raro que no esté con ellos. Me temo que algo ha podido pasarles.
- Bueno, no vamos a adelantar acontecimientos. Al menos está bien, y con su madre. ¿No te alegras?
- Sí, pero… Paola está muy enferma, y Toni… Toni es un inútil integral. Están los dos enganchados a alguna droga.
- ¡Vaya plan! –afirmó entonces Raquel, muy preocupada.
- Tengo que ir a Madrid enseguida –le reclamé, ignorando mis nuevas responsabilidades.
- Por supuesto. Hablaremos con el embajador, seguro que puede conseguirnos un modo de ir rápido –convino Raquel, tratando de tranquilizarme.

El embajador chino nos dijo que resultaría fácil después de atender nuestro compromiso diplomático. Personalmente me pareció inaceptable que antepusiera nuestra obligación diplomática a la urgencia de mi situación familiar, pero después de escuchar a Raquel comprendí que, en definitiva, era la mejor opción; en realidad nuestra única opción de conseguir un trasporte rápido a Madrid. Así que, muy a mi pesar, acepté a cumplir con nuestra promesa de ejercer de embajadores honorarios de China en Portugal.

Al día siguiente, tras dos intentos, volví a hablar por teléfono con Erika. En mi apartamento todo seguía más o menos igual; por lo menos cuando Paola fue consciente de que yo estaba vivo y en la Península, accedió a comer algo, aunque no pudo renunciar a su “medicina”. Después de los cinco minutos más cortos de mi vida Erika comprendió que era cuestión de uno, o, como mucho, dos días, que yo me reuniera con ellas. La mala noticia fue que, tal como me temía, los padres de Paola habían muerto, al verse inundado su chalet de la urbanización de Santo Domingo por una riada del río Jarama, provocada por una rotura de la presa del Atazar.

Acompañados sólo por el embajador chino, su esposa, y una intérprete, fuimos recibidos en el Palacio de Sao Bento por el ministro de asuntos exteriores luso, varios secretarios, y la nueva presidenta de Portugal, Carina Freitas. A todas luces otro acierto de la HOPE, (parecía que lo tuvieran todo pensado de antemano). Una mujer encantadora, bella y simpática hasta la seducción, que, por encima de nuestras explicaciones apocalípticas, parecía tener más interés por saber del pasado de los Nako, y hacerle carantoñas a Tao, que de saber realmente el propósito de nuestra visita. Tenía sentido, pues luego supimos que además de pediatra, la Presidenta, nacida en Madeira, era cantante de temas infantiles y una especialista en neurociencia de la música. La verdad es que no se enganchó a nuestras extrañas proposiciones hasta que escuchó el cuento de Lonchinos. Le gustó tanto que incluso prometió componer una canción en su honor. En aquel contexto, los avances con la legación china fueron todo un éxito; bien es cierto que había habido contactos previos muy favorables, quizá por la familiaridad de Portugal con Angola. El gobierno luso comprendió y aceptó sin reparos la teoría de Huangh, y prometió tener preparado un primer contingente de diez mil militares, que, en el plazo de un mes, desembarcaría en Luanda.

Alejada de formalismos, Carina nos invitó a comer en su residencia, y luego estuvimos en el jardín donde sus hijas jugaron con los nuestros, incluso, tañendo su guitarra nos deleitó con un recital de su repertorio de canciones después de una merienda-cena. Oscurecía después de un larguísimo día cuando volvimos al hotel.

Permanecimos en Lisboa dos días más que se mi hicieron inacabables, y no por la ralentización del Sol. Yo estaba muy enfadado porque los chinos me habían prohibido que sacara delante de la presidenta el tema de mi urgente regreso a Madrid; que no me preocupara que ellos se ocuparían de todo; además me sentía secuestrado en una jaula de oro.

Raquel estaba agotada, mal dormida, pero, aun así, hermosa, eufórica y agradecida por el ajuar de ropa y complementos que nos habían dejado preparado para la pequeña Tao, incluido un carrito de bebé que debía ser el último modelo antes del evento. Ataviados como una legación diplomática con el acostumbrado uniforme azul marino, salimos a dar un paseo. No dejaron que nos alejáramos más allá del parque de la “Estufa”; por el que, custodiados por dos gorilas, dimos largos paseos con el carrito de bebé, observado siempre de cerca por Tumaina, mientras suplicábamos a Mizelede que cuidara de no hacerse daño, y que no es alejara mucho.

Por fin, al cuarto día, como de costumbre, sin previo aviso, en torno a las diez y media de la mañana, salimos rumbo a Madrid en tres furgonetas diplomáticas. Cuando pasamos la frontera se me aceleró el pulso: lo que muchas veces llegó a parecerme un imposible estaba a punto de hacerse realidad, por fin volvíamos a casa, aunque lo realmente importante era que pronto me reuniría con mi hija.

Capítulo 9, Madrid.


El viaje por carretera con el bebé fue agotador, pues, a pesar de que llevábamos la comida preparada, tuvimos que parar varias veces en lugares en pésimas condiciones para atender sus necesidades. Menos mal que Tao es una niña muy conformada y sólo lloró cuando realmente necesitaba algo.

Llegamos a Madrid poco antes del toque de queda. Al margen de ayudar a Raquel, me había pasado el viaje mirando absorto por la ventanilla, sin apenas reparar en los numerosos daños y estragos; incluso cuando ya era noche cerrada, observando inmutable duras escenas post-apocalípticas, de chabolas rodeando hogueras en lo que antes eran polígonos industriales, barrios dormitorio; cientos de vehículos abandonados y desmantelados. Quizá fuera por esto que el “Primer Mundo”, o lo que quedaba de él, de entrada, apenas sorprendió a los Nako.


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