'El Castigo de Lonchinos' Capitulo IX: Madrid


El viaje por carretera con el bebé fue agotador, pues, a pesar de que llevábamos la comida preparada, para atender sus necesidades tuvimos que parar varias veces, y en lugares en pésimas condiciones. Menos mal que Tao es una niña muy conformada y sólo lloró cuando realmente necesitaba algo.

Llegamos a Madrid poco antes del toque de queda. Al margen de ayudar a Raquel, me había pasado el viaje mirando absorto por la ventanilla, sin apenas reparar en los numerosos daños y estragos; incluso cuando ya era noche cerrada, observando inmutable duras escenas post-apocalípticas, de chabolas rodeando hogueras en lo que antes eran polígonos industriales, barrios dormitorio; cientos de vehículos abandonados y desmantelados. Quizá fuera por esto que el “Primer Mundo”, o lo que quedaba de él, de entrada, apenas sorprendió a los Nako.

Obsesionado en mi preocupación por Erika, acabé olvidándome de quienes me acompañaban: Tao, Raquel, Tumaini y Mizelede; ni siquiera para reflexionar si había hecho lo correcto formando otra familia cuando tenía a mi hija necesitándome con urgencia. No deseaba otra cosa que reencontrarme con ella.

Ya en las calles de Madrid, rompí en ira cuando los chinos se negaron a dejarnos a mi apartamento. El plan era llevarnos a la embajada, para una vez allí recibir nuevas instrucciones; y ni mis exabruptos, ni las súplicas de Raquel, los cánticos de Tumaini, las coces de Mizelede, ni el llanto exasperante de Tao, consiguieron hacer cambiar de idea a los inmutables orientales.

Llegados a la embajada china, el embajador, Lyu Fan, resultó ser un señor encantador, una especie de Shaolin, que nos recibió enfundado en una bata de seda negra con vistosos bordados de dragones rojos y amarillos, y a quien no dudé ni un momento en expresarle, lo más educadamente que pude, mi malestar; tras lo cual, haciendo alarde de su arte para la diplomacia y en perfecto español consiguió serenarme y convencerme de que debía esperar a que se levantara el toque de queda las siete de la mañana.

Algo avergonzado por mi comportamiento impulsivo, le pedí disculpas, me resigné a la espera y le di las gracias; aunque, aprovechando su predisposición le rogué que al menos me dejara hacerles una llamada, a lo que accedió amablemente.

Nos condujeron a un apartamento de invitados en un ala anexa al edificio principal de la embajada. Apenas habíamos abierto la puerta cuando sonó un teléfono que había sobre una mesita de cristal negro en el centro del salón. Apartando a un lado a Raquel que metía con dificultades el carrito de Tao, corrí a descolgarlo.

- ¿Papá? –era Erika.

- Sí.

- ¿Dónde estás?

- Ya estoy en Madrid, acabamos de llegar a la embajada china, pero no han querido llevarme ahí.

- ¡Jo! ¿Por qué? Mamá está peor, y estoy sola.

- No sé, estos tíos son muy cuadriculados; pero, no os preocupéis, mañana iré, sea como sea.

- Vale, pero, por favor, ven mañana –me rogó desesperada.

- Te lo prometo, cariño.

Cuando colgué, noté que Raquel estaba algo inquieta.

-  ¿Qué te ocurre? –le pregunté.

- Mientras hablabas con Erika ha pasado un empleado de la embajada a decirme que no localizan a Charo.

- ¿Charo?

- Sí, la chica que cuida de Cuca.

- ¿Cuca? –me había olvidado completamente de la mascota de Raquel.

- Déjalo –me contestó Raquel resignada, y cambió de tema–: la verdad es que era muy tarde para que hubiéramos pasado por tu apartamento. Aún no sé ni cómo la niña ha aguantado un viaje tan largo. En eso creo que nuestros anfitriones han estado acertados.

- Bueno, podían haberme dejado a mí de paso, y…

- ¿Querrás que mañana te acompañemos todos, o prefieres ir tú sólo? –me interrumpió de repente.

- ¿A qué viene esa pregunta?

- No sé. Como sólo te referías a ti mismo por teléfono.

- Bueno, lo habré hecho inconscientemente. Es lógico que me cueste un poco acostumbrarme a esta nueva situación –dije, sin disimular que estaba abrumado–. Compréndelo.

- Comprendo que son tu familia, pero, compréndeme tú a mí –me corrigió Raquel–. Me gustaría saber en qué situación me encuentro ahora. Al fin y al cabo, esto –dijo, refiriéndose a los tres niños con una tierna mirada–: fue por mi empeño.

- No fue sólo tu determinación. Reconozco que me costó aceptarlo, pero sabíamos lo que podía estar esperándome aquí, y juntos tomamos la decisión.

- Sí, cierto que yo contaba con Erika, pero, ahora te necesita para cuidar de Paola, y nosotras vamos a ser un estorbo.

- Erika es mi única familia aquí –le interrumpí con cariño–. Ella lo comprenderá, estoy seguro; muchas veces me ha insistido en que tenía que rehacer mi vida; así que prefiero que vayamos juntos. Estoy muy orgulloso de todos vosotros, y quiero que os conozca.

- Ya, si yo también tengo muchas ganas de conocerla, pero… Paola… La verdad es que, si no estuviera enferma, no me preocuparía; a lo más que llegaría, es a ser una rival a la que podría desactivar sin problema; pero así, desde su debilidad, está en la mayor superioridad de condiciones; por otra parte, comprendo que te necesite, por eso me da algo de apuro; preferiría no intervenir. Compréndelo –me rogó.

- Desde luego que lo comprendo, y podemos hacerlo como tú prefieras.

- Pero nosotros queremos conocer ya a Erika –intervino Tumaina impulsada por la impaciencia, y por cierta rebeldía adolescente que venía adquiriendo, quizá por exceso de atención por nuestra parte.

Antes de que Paola respondiera con una decisión equivocada, añadí:

- A Paola debes verla como lo que es, la madre de mi hija, y cualquier cosa que haga por ella, será por Erika. Imagina que fuera su hermana mayor, y estuvieran solas en la vida.

- ¿Y Toni? –recurrió Raquel.

- ¿Toni? Si Toni quiere seguir con Paola, tendrá que renunciar a las drogas, y si no a Erika, y desde luego en mi apartamento no lo quiero volver a ver.

- Está bien, pero dejad que me vaya haciendo a la idea. –nos suplicó.

- No hay problema. Piénsalo, y mañana me dices.

- Está bien. Está bien. Iremos contigo mañana –reconvino enseguida Raquel, ante la mirada inquisitiva de los Nako.

- ¡Bien! ¡Mañana veremos a nuestra hermana! –corearon los hermanos.

- Yo también quiero ver a Cuca. ¿Cuándo la veremos? –añadió Tumaini, encantadora.

- Pronto. ¡Vamos! ¡A la cama! Si no, no se dormirá Tao –exigió Raquel.

- Eres una madraza –la corregí con cariño–. Pero, muchas gracias. Estoy deseando que amanezca.

- De nada, pero esta noche me parece que me va a costar coger el sueño.

- No te preocupes y duerme, ya verás cómo todo saldrá bien. Yo me ocupo de que se duerma nuestro pequeño “melocotón”. Y ya verás cómo éstos dan con Charo mañana. Yo también tengo ganas de darle un achuchón a Cuca –fingí lo mejor que pude, tratando de corregir mi lapsus anterior.

- Buenas noches cariño –me dijo Raquel, aparentemente convencida de mi sinceridad.

- Buenas noches –y me fui a otra habitación con la niña.

A Tao le costó mucho dormirse, y estuvo llorando un buen rato. Cuando al fin se durmió, para no despertar a Raquel volví silenciosamente a muestra habitación. Me sorprendió que aún estaba despierta, y hablando por el teléfono de la mesilla.

- No sé… Bueno… De acuerdo, de acuerdo. Muchas gracias por todo. Buenas noches –y colgó.

- ¿Quién era?

- Era el embajador.

- ¿Han localizado a Charo?

- No. Quería saber si estamos bien alojados.

- Vaya, que tío más majo, se nota que es diplomático.

- Sí. Nada mejor que la diplomacia para arreglar las cosas –contestó Raquel, no sé si más sarcástica que preocupada.

- ¿Estás bien?

- Sí, sí; es que estoy agotada.

- Lo comprendo. Bueno, por lo de mañana no te preocupes; si lo prefieres, podéis venir pasado.

- Ya os he dicho que iremos –concluyó rotunda.

- Ok. Buenas noches cariño.

- Buenas noches.

La “mañana siguiente” tardó doce horas “de las antiguas” en llegar. Raquel, a pesar que estuvo casi toda noche en vela atendiendo a Tao, había decidido que iríamos todos juntos, por lo que la salida se demoró hasta que la niña estuvo preparada.

Al salir del parquin, nos encontramos con una fría mañana de finales de invierno, había helado intensamente, y la calle apareció inundada por el humo de cientos chimeneas, muchas de ellas improvisadas. Recorrer un Madrid “post-apocalíptico” a la luz del día fue para mí muy doloroso. A pesar de que la ciudad no había sufrido estragos de sunamis, inundaciones y grandes terremotos, el estado de abandono de sus aceras, parques y jardines no parecía hacer distinción entre los barrios populares los más barrios pijos; incluso era mayor en estos últimos; donde muchos inmuebles, a veces manzanas enteras, aparecían derruidos y calcinados. En Arturo Soria, en sus calles exentas de peatones, se amontonaban los coches abandonados, y la mayoría de los árboles habían sido cortados o mutilados, para obtener leña, supongo. Los pocos coches que circulaban, incluido el que nos llevaba y los dos que nos escoltaban, corrían a gran velocidad haciendo frenazos bruscos en los cruces, todos ellos sin semáforos. En el acceso a la Avenida América paramos en un control de la policía militar el tiempo justo para que los guardias apartasen a un vehículo detenido para facilitarnos el paso. Otro tanto ocurrió en el acceso a la M-30, y a la salida hacia mi querido barrio de Usera. En él la ausencia de vehículos varados o en movimiento era casi total, sólo alguna “patrulla de movilidad” en moto eléctrica y chinos, muchos chinos caminando, en bicicleta y en patinete.

Raquel, que seguramente no había estado en mi barrio nunca, me miró como diciéndome: <<¿Lo ves? Nos están invadiendo.>> Yo le devolví una mirada de resignada humildad.

En cuanto vi el cartel del “Royal Cantones”, el corazón me dio un vuelco.

- Ya hemos llegado, ¡pare! –pedí impaciente al chófer, y añadí–: pare ahí mismo, justo después de pasar la calle del Olvido, mi apartamento está encima del restaurante.

- ¿Vives aquí? ¿En la calle del Olvido? –me preguntó Raquel, algo intimidada por el barrio.

- Mi apartamento es el del tercer piso.

- ¡Abre la puerta! –ordenó Tumaini a su hermano, en cuanto se detuvo el furgón.

- Espera un momento –le rogó Raquel, y añadió–: será mejor que nosotras esperemos a que vuelva papá, y luego subimos.

- Pero, ¡mamá! –protestaron los dos.

- Creedme, es mejor así.

No insistí. Raquel tenía razón, quizá la situación en mi apartamento no fuera la más apropiada, para que los menores la vieran sin más preámbulos.

- Tienes razón. Esperadme aquí. Bajaré a buscaros enseguida.

- Podemos bajar a la calle –preguntó Mizelede, impaciente por recuperar su ansiada libertad.

- Si –respondí, sin pensar en otra cosa que a lo que me iba a enfrentar.

- De eso nada –añadió Raquel, temerosa del ambiente que reinaba en el barrio.

- ¡Jo! –protestó Mizelede, pero, haciendo gala de su buen carácter se sentó de nuevo, aunque algo enfurruñado.

- Ahora nos vemos –añadí, y me dirigí a mi portal, armado con la llave que tanto tiempo había guardado colgada de mi cuello.

En lugar de abrir, llamé al portal, Erika respondió enseguida:

- ¿Sí?

- Abre, soy yo.

- ¡Papá! ¡Papá! ¡Es papá!

La puerta se abrió, y la voz de Erika fue desapareciendo del interfono a medida que iba aumentando por el hueco de las escaleras. Me faltaba un escalón para el primer rellano, cuando, desde él, ella se abalanzó sobre mí colgándoseme del cuello en un fortísimo abrazo.

- ¡Papá! ¡Estás vivo! ¡Estás vivo! –gritaba sollozando.

- ¡Hija mía! ¡Cuánto te he echado de menos! –le confesé llorando de alegría.

- ¿Por qué has tardado tanto? Creíamos que te había pasado algo.

- Es una larga historia, como podrás comprender, pero… déjame que te vea. ¡Cuánto has crecido!

La verdad es que Erika había crecido muchísimo. Cuando terminé de subir al rellano, comprobé que ya era tan alta como yo, al menos había crecido diez centímetros en un año. Sin embargo, estaba extremadamente delgada. Me recordó a Paola cuando tenía al menos cinco años más que ella; es más, es que llevaba su misma ropa. Apercibida de que me había dado cuenta, me preguntó:

- ¿Te gusta? Es de mamá. La tenías guardada en una maleta. Se me había quedado todo pequeño, y conseguir ropa nueva ahora es muy difícil.

- ¿Dónde está?

- Está acostada. Ha dicho que se iba a levantar, pero no sé si…

- Vamos arriba –le dije, cogiéndola por la cintura, mientras ella permanecía abrazada a mí.

Entramos en mi apartamento, que, sorprendentemente, estaba más recogido y limpio de lo que yo acostumbraba a tenerlo. Sin perder tiempo pasamos a mi única habitación. Paola no se había levantado. Tan débil debía estar, que a pesar de que Erika había gritado mi llegada, se había vuelto a quedar dormida. Estaba acostada en mi cama, tapada con prácticamente todas las mantas de las que yo disponía, apenas asomaba la cabeza, y no se le veía la barbilla, pero las ojeras, la extrema delgadez y el color acetrinado de su piel, denotaban que estaba muy enferma. Se me encogió el corazón al verla así.

- ¡Mamá! Mira quien está aquí –tuvo que repetirle un par de veces para que Paola reaccionara.

- ¿Sí? –dijo al fin con un hilo de voz, entreabriendo sus ojos azules.

- Es papá. Ha vuelto de África.

- ¿Dónde está Toni? –preguntó ajena a mí, y con la mirada perdida.

- Ha ido a buscar tus medicinas –le informó Erika con un nudo en la garganta, y añadió–: pero, mira, está aquí papá.

- ¿Papá? Papaíto, ¿Dónde está mamá? –preguntó desorientada, y rompió a llorar.

- No es el abuelo, es papá, es Gil.

- ¿Gil? –preguntó cerrando los ojos como para forzar su memoria, y abriéndolos de repente exclamó con las pocas fuerzas de que disponía–: ese cabrito de Toni está tardando mucho, seguro que se lo ha tomado todo él.

- Mira, es papá. Es Gil. ¡Ha regresado! –insistió Erika.

Paola pareció reaccionar. Abrió más los ojos y me miró con tal intensidad que parecía que pudiera ver a través de mí.

- ¿Gil? Gil, cariño, ¿dónde te habías metido? Llevamos una eternidad esperándote –me preguntó esbozando una sonrisa, pero enseguida añadió–: ¿has visto a Toni? Llevo horas esperando a ese capullo.

- He estado de viaje –le informé incapaz de disimular mi tristeza de verla en tan lamentable estado.

- ¿De viaje? ¿Has visto que guapa está nuestra niña? Es un Ángel. Es mi Ángel de la Guarda –suspiró, cerró los ojos, y volvió a quedarse dormida.

- Está en la última fase del síndrome de abstinencia. Toni no tiene dinero para conseguir droga, y cuando consigue mendigar algo, se lo toma él, y está varios días sin aparecer. Hoy ya debería haber vuelto, así que… Ahora no está violenta, pero es porque está muy débil –se lamentó Erika con una madurez de la que no le creía capaz.

Entonces, mi niña, hizo algo de lo que, apenas un año atrás, ni se me hubiera pasado por la cabeza: levantó la ropa, y me mostró el cuerpo desnudo y esquelético de su madre.

- Lleva semanas en las que no come apenas nada. Ya no sé qué hacer. Menos mal que has vuelto.

- ¿La ha visto un médico?

- Sí, de vez en cuando vienen y le traen metadona, pero hace más de una semana que no aparecen por aquí.

- ¿No han dicho de ingresarla?

- Ha estado ingresada varias veces. Hace más de un mes que fueron por última vez con Toni al hospital, pero él siempre acaba discutiendo con los médicos y no la tienen más de una semana. Además, créeme que, tal como están las cosas, está mejor en casa; al menos aquí me tiene a mí.

- Ahora estoy yo –afirme convencido de que debía y podría ayudar.

- Gracias papá –y me abrazó con desesperación.

- Espérame, voy a traer alguien a quien quiero que conozcas.

- ¡Sí! –exclamó Erika, tras morderse el labio inferior.

Bajé los tres pisos como una exhalación. Cuando salí a la calle, ninguno de los tres furgones diplomáticos con los cristales tintados estaban donde los había dejado. De Raquel, los niños, y los chinos, ni rastro. Me extrañó mucho, pero pensé que quizá habían buscado un sitio mejor para aparcar.

Comencé a buscar con una sensación que, a medida que pasaban los minutos y recorría las calles adyacentes, fue pasando de la extrañeza, y la perplejidad, hasta convertirse en auténtica desesperación.

¿Dónde podían haberse metido? No tenía ningún sentido que no estuvieran allí, o si había ocurrido algo, al menos que me hubieran avisado. No había estado en mi apartamento ni diez minutos.

Pregunté a algunos viandantes, apenas tres, los únicos que me crucé; por cierto, aunque madrileños de nacimiento, todos ellos de raza china. Nadie había visto absolutamente nada.

No entendía nada. ¿Qué podría haber ocurrido? ¿Qué encerrona me podía estar preparando el destino, ahora que había encontrado a Erika?

Media hora después, desesperado, asustado, y con una extraña sensación fatalista, volví a mi apartamento. Mi hija me esperaba con lágrimas en los ojos.

- ¡Papá! ¡Qué susto! He llegado a pensar que habías salido huyendo.

Le expliqué lo mejor que pude, que había venido acompañado a mi nueva familia, que Raquel Monreal, “la famosa”, es mi esposa, que tenemos dos hijos adolescentes de raza negra, y una bebé de un mes que se llama Tao Gil, que nos había traído una escolta de funcionarios de la embajada china, después de que nos trajeran en un portahelicópteros desde Angola, pasado por una entrevista con la presidenta del Portugal, porque nuestra a hija Tumaina, a quien, por cierto, le amputaron salvajemente los dos brazos cuando tenía seis años, había tenido la brillante idea de formar una cadena humana alrededor del planeta Tierra, porque, después del evento con el asteroide, está deteniendo lentamente si giro y así volverá a recuperar su pulso diario evitando el fin de la Humanidad y que había obtenido la inspiración de su costumbre de caminar sobre una pista que discurre por el ecuador terrestre y de un cuento asturiano que Raquel le contó sobre un pastor llamado Lonchinos, que acabó desterrado y obligado a vagar eternamente caminando alrededor de la Luna; pero que no podía demostrarle nada de todo aquello, porque cuando bajé a invitarles que subieran a mi apartamento para presentarles a mi hija, habían desaparecido como la carroza de Cenicienta.

Eika, que puso cara de pensar, <<sin abuelos, mi madre adicta en fase terminal, mi padrastro desaparecido, mi padre loco, ¿qué va a ser de mí?>>, se sentó desolada en la cama junto al regazo de su madre, que había permanecido observándome hipnotizada durante todo mi relato. Se hizo un silencio que en mi cabeza dejó que resonaran innumerables preguntas sin respuesta. Al fin, fue Paola quien primero habló:

- ¿Has tenido una niña? –me preguntó entusiasmada con una enorme sonrisa, y añadió–: que callado te lo tenías, pillín.

- Sí una niña. Se llama Tao. Iba a presentárosla, pero no sé dónde se han metido con su madre.

- Se habrán largado de este horrible tugurio. Vete a tu casa, seguro que están allí –me pidió tratando de descargar mi preocupación.

- Mamá, ésta es su casa –le corrigió Erika.

- Pues vaya mierda de casa. No tiene ni un vulgar balcón para tomar un poco el sol –protestó Paola, y se puso a toser con violencia, hasta volverse a dormir agotada por el esfuerzo.

- Perdónala, papá, no está en sus cabales.

- No te preocupes. Además, razón no le falta. Esto, comparado con el loft, o la mansión de Toni, es una choza.

- Por cierto, ¿por qué no estáis allí?

- Es una larga historia: una vez caído el meteorito, yo, como la mayoría de mis compañeros del instituto…

- ¡Eso es! –le interrumpí para preguntarle–: ¿qué te pasó en aquél mismo momento? ¿Dónde estabas?

-   Estábamos en clase de gimnasia, entrenando con mi equipo de baloncesto.  Cuando comenzó el ruido, al principio pensamos que era un avión; luego, como era tan fuerte, creímos que era un terremoto, y a medida que se hacía insoportable y todo temblaba, primero nos quedamos como paralizadas y luego corrimos todas desconcertadas esquivando trozos del falso techo que caían sobre la cancha. Tuvimos suerte de que la entrenadora nos convocara con su silbato y nos pidiera que nos metiéramos enseguida debajo de las gradas, pero a ella, que se quedó la última para asegurarse de que todas estábamos a salvo, le cayó una iluminaria encima y la pobre resultó mal herida en una pierna, entre mi amiga Sofía y yo, la metimos a cubierto. Nos salvó la vida.

- ¿Y después?

- Después vino el viento. Un auténtico huracán. Estallaron los cristales del pabellón, y a punto estuvieron de estallarme también los oídos. Me quedé completamente sorda, justo antes de que un montón de polvo invadiera nuestro refugio y se fuera la luz. Entonces me quedé como sin aliento, y me desmayé. Cuando desperté, estábamos todas cubiertas de polvo. Tosiendo y como somnámbulas salimos y descubrimos que el tejado de la cancha había desaparecido y era de noche; pero al poco rato otra vez era de día. Salimos al patio, y vimos que el techo estaba en el patio, con otros trozos de techos de las aulas. ¿Sabes papá? Había chicos muertos que les pilló jugando al futbol, y también profesores. Fue horrible, como una peli de terror –dijo, antes de romper a llorar.

Tratando de imaginar cómo la pobre pudo enfrentarse a semejante tragedia, y comparando con el gran paralelismo de lo que nosotros sufrimos en Butembo, me quedé en silencio hasta que, consolada por mi abrazo y la mirada perpleja de su madre, se atrevió a continuar:

-  A lo primero era un caos: todavía prácticamente sordas íbamos de un lado a otro sin saber qué hacer. Aún había mucho polvo, estaba muy oscuro, y se oían explosiones, gritos, choques, chillidos. Era horrible. Pensamos que era el fin del mundo. Entonces recordamos que nos habíamos dejado a la entrenadora herida y decidimos meternos todas otra vez dentro de lo que quedaba del pabellón, y debajo de las gradas.

- ¿No os atendió nadie?

- No. Lo primero que hicimos fue, quitando muchos cacharros, entrar en el vestuario a buscar nuestros móviles. Los encontramos, pero estaban todos apagados y no funcionaba ninguno.

- Lo sé, cuando comenzó a pasar en África, te estuve llamando muchas veces y ya daba apagado. ¿Qué hicisteis después?

- Estuvimos muchas horas allí debajo, sin saber qué hacer. Al final, como la entrenadora se quejaba de mucho dolor, volvió a lucir el sol, y ya no se oían apenas explosiones, salimos tres chicas a buscar ayuda.

- En el colegio ya no vimos a nadie, y por un hueco del muro salimos fuera. No era fácil caminar por la calle. Estaba todo lleno de chatarra, accidentes de coches y gente muy mal, había muchos muertos –hizo otra pausa dolorosa, y prosiguió–: nadie estaba en condiciones de ayudarnos. Todo el mundo andaba como zombi. Entonces, una profesora de primaria nos vio y nos dijo: –venid, corred, meteros aquí–. Le hicimos caso y nos metimos en la boca del metro. Allí nos encontramos con mucha gente del “insti”, compañeros, un par de profesores, y montones de gente refugiada. Todo el mundo se lamentaba, lloraba. Había mucha sangre. ¡Qué horror!

- ¿Entonces os ayudaron?

- Les dijimos que todo el equipo de baloncesto estaba esperando debajo de las gradas, acompañando a la entrenadora que estaba herida. Entonces, dos señores que dijeron que eran militares retirados, se fueron con un profesor a buscarlas, pero no nos dejaron ir con ellos.

- ¿Se salvó vuestra entrenadora?

- Sí, tenía varias fracturas, pero como a otros heridos, en una camilla improvisada, y caminando por las vías del metro, la llevaron hasta el hospital de la Infanta, que queda a dos paradas.

- ¿Fuisteis con ella?

- Algunas que viven cerca del hospital, sí que fueron, pero yo decidí quedarme en la estación a la espera de que vinieran los abuelos a buscarme –aquí, un nuevo nudo en la garganta le impidió continuar.

- Mis padres murieron los dos, ¿Sabes? Les pilló una riada. ¡Mierda de mundo! –dijo Paola, que, desde su aparente ausencia, a veces seguía la conversación.

Entonces Erika, me cogió del brazo y me sacó de la habitación.

- Como no aparecían policías, ni bomberos; poco a poco, la gente se iba marchando de la estación del metro caminando por las vías. Yo aguanté tres días hasta que decidí venirme aquí, porque tu apartamento queda muy cerca de la boca del metro. Como tu llave se me quedó en la mochila tuvimos que romper la cerradura. Espero que no te importe. La arreglamos lo mejor que pudimos.

- Cómo me va a importar. ¿No viniste sola?

- No, vinieron conmigo otras dos chicas, y un chico, a quienes tampoco acudió nadie a recogerles. Llegamos aquí sin problemas porque todavía había mucha gente buena en las estaciones. Menos mal, porque después, ni te imaginas lo peligroso que se volvió el metro, decían que había hasta caníbales.

- ¿Caníbales? ¡¿En Madrid?! –grité escandalizado, pues aún todo lo que habíamos visto en el Congo, ni se nos había pasado que pudiera ocurrir algo así.

- Bueno, quizá los que lo dijeron habían leído ‘Metro 2033’ de Dmitry Glukhovsky; pero, en cualquier caso, debió ser tan peligroso que, en cuanto se organizó la milicia urbana, lo primero que hicieron fue cerrar las estaciones conforme iban realojando a todo el mundo.

- ¿Viviste aquí con tus compañeras del colegio?

- Al principio sí, gracias a que tenías un montón de latas de conserva, pero como no había luz, lo teníamos que comer todo frío, hasta que los chinos empezaron a hacer hogueras en la plaza y nos dejaban calentar agua para hacer sopa, claro que para eso teníamos que entregarles trozos de madera, y algunos libros.

- Ya veo –dije con resignada tristeza, observando los pocos libros que quedaban apilados en el suelo, donde antes estaban la librería, mi despacho convertido en el dormitorio de Erika, y el laboratorio desvencijado.

- Tus vecinos se portaron muy bien con nosotras, pero luego se fueron a no sé qué pueblo de Guadalajara.

- ¿Y ella? –le pregunté, señalando a Paola con un leve giro de la cabeza.

- Estuvimos buscándonos desesperadamente, pero a ellos ni se les ocurrió que yo podía estar aquí. Un día, acompañada de dos señores vecinos tuyos, fuimos al loft de Toni en El Pardo, pero todo el edificio “Baluarte Las Tablas” estaba quemado. Después fuimos al chalet de los abuelos, nos costó una semana ir y volver andando. Y eso que volví enseguida, porque allí había unos supuestos vecinos “ocupas” a los que no había visto en mi vida; eso sí, muy refinados. Los muy “jeta” me dijeron que los abuelos habían muerto arrastrados por el Henares cuando iban a buscarme. Me entregaron sus documentos y el reloj electrónico del abuelo, pero el de oro de la abuela, no. Después de que les dijera que tú estabas en África, y mi madre desaparecida, me dijeron que los abuelos les habían dejado encargado que, mientras volvían ellos, cuidaran de la casa. Claro que ahora, como ya no iban a volver, siendo yo menor y “sola” en el mundo: se ofrecieron a que me quedara con ellos y su hijo soltero, un tío gordo con pinta de salido; que no me preocupara, que me cuidarían también junto con la casa.

- ¿Es posible semejante jeta? –pregunté escandalizado.

- Como lo oyes. Salimos de allí tan rápido como pudimos, y no pienso volver hasta que mamá se haya recuperado.

- En cuanto nos enteramos de que habían organizado un procedimiento de localización de personas nos apuntamos, y a los dos días apareció por aquí mamá con Toni y dos parejas más. Entonces aún estaban presentables. Luego han empeorado, sobre todo mamá.

- Uff! Sólo de pensar los peligros que habrás corrido se me nubla la mente –le dije, realmente conmovido.

- La mayor parte de los chalets de La Moraleja los ocuparon personas sin escrúpulos los primeros días después del meteorito.

Paola no dejaba de toser, y lo hacía con tal violencia que pensé que sufría convulsiones. Toni no volvía y yo estaba impaciente por salir en busca de mi nueva familia, pero no podía dejar a Erika sola ante aquella dramática situación. Entonces me vi obligado a reaccionar según el grado de urgencia:

- Vamos a llevarla al hospital, ¿Cómo la habéis llevado otras veces?

- Toni se ocupaba. Un amigo suyo, coleccionista, tiene coches antiguos. La llevamos en una ambulancia de los años cincuenta. Con aquella sirena que se oía en las películas.

- ¿Tienes el teléfono?

- Sí, Toni lo dejó apuntado en la puerta de la nevera.

Eran las cinco de la tarde cuando llegamos al Hospital. La casualidad se puso de nuestro favor, pues la médica de guardia era la hija de un modesto novelista, aficionado a los viajes por África, y a la música clásica, a quien conocí en un encuentro de seguidores del programa de Radio Nacional, ‘Sinfonía de la Mañana’, en una emisión especial que el incomparable Martín Llade hizo en la Biblioteca Nacional, y con quien hice buena amistad. Carolina, que así se llama la doctora, ingresó a Paola incluso contraviniendo las recomendaciones del protocolo hospitalario de emergencia, activado. Ver a la madre de mi hija en buenas manos me tranquilizó, y me liberó para buscar al resto de mi familia, pero no pude convencer a Erika de que dejáramos a su madre sola, y se vinera conmigo a la embajada china.

Me costó tres horas llegar andando hasta la embajada. Una vez allí mi sorpresa fue mayúscula. Después de que me abrieran el portón en cuanto vieron que me acercaba a la puerta, y lo comenzaran a cerrar cuando aún casi no lo había atravesado, dos policías militares vestidos de gala me condujeron hasta el garaje; allí me esperaba un morlaco de metro noventa y nueve, vestido de camuflaje, quien con una sonrisa tan grande como la de su primo el embajador, y con tan buena o mejor pronunciación, antes de que le preguntara por mi familia, tuvo la poca decencia de recriminarme:

- Le ha costado mucho volver.

- ¿Dónde está mi familia? –le espeté con insolencia.

- No se preocupe, están bien.

- ¿Cómo que no me preocupe? Les dejé al cuidado de sus hombres, mientras me reencontraba con mi hija, y cuando bajé no había ni rastro. ¿Dónde les han llevado?

- La señorita Monreal, los huérfanos negros, y la pequeña y dulce Tao, acaban de aterrizar en el helipuerto de nuestra nueva embajada en París. –dijo con amable cinismo una voz detrás de mí, y no fue necesario que me girara para saber que era Wen, la compañera de Huangh, mejor dicho, su jefa.

- ¡¿Tú?! –le recriminé sorprendido en cuanto me di la vuelta–.  Pero… ¿No te habías quedado en Luanda?

- Hay asuntos demasiado importantes como para dejarlos en otras manos.

- No entiendo, nada; por favor Wen, dime, ¿qué está pasando aquí?

- No está pasando nada, no te preocupes, están bien.

- ¿Por qué les habéis separado de mí?

- La familia debe transmitir buenas sensaciones, ser creíble para que dé confianza a los gobiernos que deben apoyar nuestro proyecto. Tu comportamiento estaba poniendo en peligro toda la operación. Tú, de hecho, ya tienes otra familia por la que preocuparte. Eso es muy comprensible, pero esas cosas se notan, y podrían pensar que todo es un montaje.

- ¡Serás cínica! ¡Maldita racista! –le grité, mientras me acercaba a ella en tono amenazante.

- No se mueva –me advirtió uno de los jóvenes policías mientras encaraba su pistola hacia mí.

- No me lo puedo creer. ¿Seríais capaces de dispararme? ¿Dónde está el embajador? Quiero hablar con él.

- Vamos, Yil, no se altere –me recomendó amablemente el embajador, que pareció materializarse desde detrás del jefe del policía.

- Por favor, explíqueme qué está pasando. Les estoy muy agradecido por habernos traído a casa. Es cierto que exigí ver a mi hija. Es comprensible ¿No? –le supliqué.

- Por supuesto que sí. Vamos, no es para tanto. Le ayudaremos a cuidar de su familia aquí, y cuando todo esté listo les reuniremos a todos. Pero no debe entorpecer nuestro plan.

- ¿Entorpecer? Perdone que se lo diga, pero Raquel y los niños son mi familia.

- Erika y Paola también lo son –afirmó Wen.

- Tú no te metas en esto. Dudo mucho que sepas lo que es una familia –le espeté con intención de herirla en su orgullo.

- Señor Yil, no se preocupe, pronto tendrá noticias suyas. Le llamarán por teléfono.

- Pero… Los móviles no funcionan, y no voy a estar en mi apartamento, tengo que ir al hospital.

- ¿Al hospital? –preguntó Wen, fingiendo interés.

- Sí, al hospital –le dije con descaro– han ingresado a mi ex, está muy enferma –dije para que lo supiera el embajador.

- ¿Qué le ocurre? –insistió Wen en su falso interés.

- Eso no es asunto tuyo.

Wen, con extrema frialdad y demostrando quién mandaba, dio en chino una orden al jefe de policía. Apenas éste la retransmitió a sus esbirros con un leve gesto de su cara, éstos me cogieron en volandas, me metieron en un coche y, a toda velocidad, me llevaron al Hospital de la Infanta donde me dejaron sin más explicaciones.

Encontré a Erika en la sala de espera de la UCI.

-  ¿Qué tal está?

- Hace un rato me han dejado verla. Esta vez la han entubado y está tranquila. Se nota que tienes mano aquí. Pero… ¿Por qué has vuelto sólo? ¿Qué sucede? –me preguntó Erika al verme tan desencajado.

- Llevo un disgusto monumental.

- ¿Por?

- Los chinos se los han llevado a París.

- ¡¿A París?! ¿Cómo? ¿Por qué? –me bombardeó extrañada a preguntas.

- El plan ya te lo expliqué, y para ellos viajar no es problema, tienen una maravillosa flota de helicópteros intacta. Lo que ocurre es que yo ya no encajo en el modelo de familia “Benetton” que tenían diseñado.

- No entiendo absolutamente nada –reconoció mi hija resignada.

- ¿Qué puedo hacer ahora? –confesé abrumado.

Erika reflexionó un momento, y luego, con otro alarde de inesperada madurez, me dijo:

- Mira papá, yo creo que si les necesitan tanto como dices, los tratarán bien.

- Pero mi pequeña Tao… Ya la verás, es preciosa. Necesito verla –confesé entre sollozos.

- No te preocupes; tal como te han dicho, cuando ya no les necesiten los traerán de vuelta.

- ¿Tú crees? –como un niño desesperado rogando un milagro de su madre, necesitaba oírle decir que sí, y no me defraudó.

- Por supuesto que sí. ¿Qué interés pueden tener en arruinaros la vida? Los chinos son muy pragmáticos, pero no son tan malos como los pintan, llevo un año viviendo entre ellos y creo que comienzo a conocerlos bien. Además, por lo que me has contado, os tienen que estar agradecidos, la gran idea de… ¿Cómo dices que se llama la chica africana? Tuma…

- Tumaini, significa Esperanza.

- Pues eso. Acaso no dicen que es lo último que se pierde.

- Muchas gracias, cariño –y me abracé a ella más tranquilo.

- ¡Venga! Ahora tenemos que buscar la manera de turnarnos en las obligaciones para sobrevivir. Va a comenzar el toque de queda; así que hoy tendremos que pasar la noche aquí. Mañana temprano vuelve al apartamento y descansa, yo estoy bien. Si aparece Toni y está en condiciones, lo mandas para aquí y yo volveré contigo. A partir de ahí me ayudas a meter en vereda a ese cabroncete y nos vamos repartiendo las tareas. ¿Ok?

Nos quedamos los dos sentados en las sillas de plástico de la sala de espera de la UCI, al rato Erika, en su turno de desesperación, me preguntó.

- Mamá se pondrá bien, ¿verdad?

- Por supuesto que sí –le contesté lo más convincente que pude, y añadí–: ahora la esperanza forma parte de nuestra familia.

- Gracias papá. Necesitaba oírtelo decir a ti.

Erika recostó su cabeza sobre mi hombro, y creo que se durmió.

Amanecía cuando Carolina entró de turno, al rato salió de la UCI y nos dijo que, aparte de su estado de desnutrición y deterioro, Paola tenía neumonía, pero que respondía bien al tratamiento, y habían conseguido estabilizarla, a pesar de lo cual, seguía estando muy grave. Nos rogó que nos fuéramos los dos a casa, que allí estaba en las mejores manos.

Me costó muchísimo convencer a Erika de que volviera conmigo a casa, al final a regañadientes, diciéndole que necesitaba que atendiera el teléfono, me acompañó.

Toni no apareció por el apartamento. Sin noticias, una larguísima semana después, sonó el teléfono. Salté de un brinco a cogerlo, pero me ganó Erika. Llamaban del hospital para decirnos que iban a subir a Paola a planta. Aún estaba ella al teléfono cuando llamaron a la puerta, tras dos zancadas abrí la puerta. Era la policía: el cuerpo de un individuo sin documentación llevaba varios días en la morgue, en su bolsillo portaba un papel arrugado con mi dirección, querían que fuese con ellos a identificarlo.

Nunca hubiera imaginado que la muerte de Toni, “el cabrón”, me impresionaría tanto. No podía sentir lástima de él; había sido colaborador necesario en la conspiración que me jodió la vida, y encima se había valido de mi hija, y de mi casa, para seguir sus perrerías hasta llevar a Paola hasta las puertas mismas de la muerte; pero al ver su cadáver, comprendí que no había tenido precisamente una muerte dulce. El horror no me reconfortó. El muy cabrón, no había evitado arruinarme un día, ni siquiera después de muerto.

Los días que no me tocaba ir al hospital a acompañar a Paola, me pasaba por la embajada china. Me apostaba allí durante horas delante de una cámara de seguridad, que paradójicamente sí parecía funcionar. Ni Wen, ni el embajador volvieron a recibirme. Al final, un día, en el que estaba fraguando la forma de explicar mi rocambolesca situación para poner el asunto en manos de la policía, o incluso del ejército español, se abrió la puerta del garaje y salió un soldado joven. Sonriendo, me entregó un sobre, y me dijo:

- No intente llamar, sólo recibe llamadas. Nosotros pondremos contacto con su familia. Por favor, no venga más. No necesario. Glacias.

Volví corriendo al apartamento. El sobre contenía una especie de teléfono móvil grande, o “walkie-talkie”; un modelo muy, muy antiguo, ni siquiera tenía pantalla; por no tener no tenía nada más que dos botones grandes, cada uno con un pictograma en chino irreconocible, ambos del mismo color; y lo peor de todo, aquel cacharro no traía cargador, ni caja para pilas, ni enchufe alguno. <<Será atómico>> -pensé con ironía. Tremendamente escéptico, lo dejé encima de la mesa, y preventivamente me senté algo alejado, a esperar que sonara.

Pasaron varias horas y aquello no sonaba; comenzaba a pensar que habían vuelto a engañarme cuando regresó Erika del hospital. Estaba muy contenta, Paola estaba tan recuperada que Carolina le había dicho que pronto regresaría a casa. Entonces, de repente, Erika se puso muy seria:

- ¿Sabes, papá? Me extraña que mamá no haya preguntado en todo este tiempo por Toni.

- Es cierto, a mí también me estaba extrañando –le confesé.

- ¿Crees que tendríamos que habérselo dicho ya?

- No, mejor cuando…

Me interrumpió un zumbido ensordecedor que de repente salió de aquél artefacto presuntamente telefónico. Sin pensarlo dos veces, pulsé uno de los dos únicos botones que tenía. El zumbido terminó, pero debí equivocarme de botón, pues nadie contestó a mis gritos impacientes:

- ¡Diga! ¡Si! ¡Raquel! ¡¿Eres tú?! –aquel trasto no respondía.

Albergando cierto temor por el apartito, me senté sosteniéndolo entre mis manos nerviosas, tratando de recordar cuál de los dos botones había apretado realmente: si el que tenía dos garabatos en chino, o el que tenía tres. Apostaba a que había sido este, más que nada porque quedaba a la izquierda como el de “descolgar” en mi Smartphone.

Los tres, incluido el trasto, permanecimos unos minutos en completo silencio, hasta que Erika lo rompió:

- Quizá sí deberíamos decírselo antes de que salga del hospital. Si se pone muy mal con el disgusto, nos podrán ayudar –dedujo con sensata madurez.

- Tienes razón. Mañana mismo se lo diré –le prometí.

- ¿Y si le decimos que le atropelló un coche? –propuso, tratando de quitarle peso a la tragedia.

- Podemos decirle lo que queramos, otra cosa es lo que ella piense, o lo que realmente ya esté pensando. Quizá por eso no nos pregunta.

- Pobrecilla, me da mucha…

Volvió el zumbido del demonio, tan fuerte que casi lo tiro del susto. Esta vez apreté el botón de la derecha. Al otro lado del teléfono sonó nítida la voz de Raquel, rodeada de una algarabía juvenil. Hacía casi un mes (de los de ahora) que no escuchaba sus voces.

- ¿Gil? ¿Eres tú? –me preguntó al tiempo que mandaba callar a los Nako.

- Sí, claro que soy yo. ¿Dónde estáis? Estoy muy preocupado. ¿Os han secuestrado?

- Nooo. Estamos los cuatro bien. No me extraña que estés preocupado. Siento muchísimo la forma en que nos fuimos, pero… Ya te lo explicaré tranquilamente. Fue lo mejor, ya verás, créeme. Nosotras también estamos muy preocupadas, pero es que ha sido imposible llamarte, por aquí aún están peor las cosas que en Lisboa y Madrid. Al fin hoy han conseguido conectar con tu teléfono, siempre daba comunicando.

- ¿Dónde es “por aquí”? – le pregunté intrigado.

- Ahora estamos en Viena, pero hemos estado en París, en Bruselas, en Amsterdam, en Copenhague, mañana vamos a Roma.

- Pero ¿Qué prisa tenían? ¿No hubiera sido mejor haber presentado primero su proyecto aquí, en España?

- Te recuerdo que en España no tenemos presidente del gobierno, y el “Preparado” está en desaparecido, además era más urgente presentarlo a la representante de Europa.

- ¡¿La Binoche?! –exclamé perplejo.

-  No te refieras así. Juliette Binoche, es una mujer fantástica, encantadora y súper inteligente. Con Tumaini han hecho muy buenas migas. “Tuma” es una pasada, se está metiendo en el bolsillo toda Europa, tendrías que haberla visto dando una conferencia en el Parlamento Europeo, fue muy emocionante. Los jóvenes europarlamentarios rompieron a aplaudir, muchos lloraban con la fabulosa idea de Tuma y la historia del viejo Lonchinos.

- ¿Has dicho Tuma? –le pregunté intrigado.

- Sí, todos las llaman así, Tuma Nako, y a ella le encanta –tomó un poco de aire y prosiguió–: estamos todo el tiempo viajando en helicóptero, pero nos cuidan muy bien. Tao está majísima, ya la verás. Huangh nos ha puesto una muchacha china que la cuida de maravilla –su estado de ánimo daba fe de sus palabras, pues se la escuchaba exultante.

- ¿Huangh? –no daba crédito a sus palabras.

- Sí, está con nosotras –se rió como si tuviera gracia, y añadió–: es muy divertido, en las reuniones se hace pasar por mi cuñado. Parecemos la familia Benetton. Espero que no te importe.

- Ese capullo de gusano de seda no me preocupa. Me preocupas tú, ¿No me echas de menos? –le pregunté apartándome un poco buscando intimidad.

- Por supuesto que te echo de menos. Te quiero, y estoy deseando verte, pero no queda otro remedio que hacer lo que hacemos; está el futuro del planeta en juego. Pronto regresaremos y nunca más nos separaremos.

- Eso espero. Has dicho que “Juanjo” se hace pasar por tu cuñado, entonces… ¿Dónde está tu marido?

- Bueno, se supone que se quedó en África atendiendo una misión humanitaria, pero lo están buscando para tráelo a Europa. Serás un héroe reconocido mundialmente.

- ¿Un chino en una misión humanitaria? ¿Y esperáis que os crean?

- Huangh No es tu hermano, es el marido de tu hermana –puntualizó Raquel.

- Ya veo. Déjame adivinar, y mi hermana murió en África.

- ¿Cómo lo has adivinado?

- ¿En el ataque a Beni?

- Pareces brujo.

- Vuestra historia apesta. Por favor déjate de cuentos chinos y diles que os traigan a Madrid. Erika tiene muchas ganas de conoceros. Y yo me muero de ganas de coger a mi pequeña.

- Veo que la echas más menos que a mí.

- Pues la verdad es que sí –y era muy sincero.

- Lo comprendo, yo no te perdonaría una cosa así. Espero que tú sepas perdonarme, pero ya queda poco. Después de todo por lo que pasamos, esto incluso lo recordaremos con cierta gracia. Compréndelo. Se lo debemos. En cuanto a ti, no te preocupes sabré recompensarte.

- Pero llevo un mes sin ver a Tao. Por favor, no me hables de recompensas.

- Está bien. Hablaré con Huangh, a ver qué puede hacer. Ya es hora de que hayan conseguido repatriar a mi esposo, y pasar a recogerlo por Madrid; pero para eso también tendrían que resolverse tus problemas ahí. Pues nos queda varios países y en cuanto se pueda tenemos que ir a América.

- ¡¿América?!

- Bueno para eso falta mucho, pero dime: ¿Cómo os van las cosas?

- A Toni le metieron cinco tiros, y no sobrevivió. Paola está ingresada en el hospital desde mismo día en que os fuisteis. Seguramente le darán de alta en un par de días. Lo malo es que no hemos tenido valor de contarle lo de Toni. Erika está muy tranquila e ilusionada con volver a tener a su madre curada, y al verse acompañada ha girado un poco hacia su adolescencia abandonada. En cuanto a mí, estaré bien el día que volváis.

- ¿No se lo habéis contado? ¿Cómo habéis podido hacer algo así? –me recriminó Raquel.

- No creo que estés en situación de darme ese tipo de lecciones morales –la corregí, pero una algarabía de disputas por el teléfono y el llanto de la pequeña Tao, impidieron que me oyera.

- ¡Gil! ¡¿Cuándo te veremos?! –Gritó Mizelede, que jugando con la consabida ventaja había arrebatado el teléfono a Raquel y Tumaini.

- ¿Qué tal estás chaval? –le pregunté simpático.

- Esto es un aburrimiento. Yo quiero volver a casa. Ven a buscarnos –me ordenó suplicante.

- ¡Calla y dame eso! –se oyó a Tumaini que le increpaba, y no se sabe de qué forma la arrebatara el teléfono.

- Tumaini, preciosa, ¿qué tal estás?

- Estoy bien. Estamos bien. No hagas caso a este zoquete. Es muy importante lo que hacemos aquí. Toda la Tierra depende de que nuestro mensaje convenza a la gente. A veces hay que sacrificarse para conseguir lo más importante, para que nadie más sufra –me habló como lo que era, una líder, y además con la suficiente autoridad moral como para no llevarle la contraria.

- Está bien, hija, pero, por favor, cuida de que no le pase nada a Tao – por su intuición y su tenacidad, en el fondo yo confiaba más en ella que los demás.

- Descuida, no la pierdo de vista ni un minuto, y este zoquete, hace todo lo que yo no puedo, y le pido. –y la creí.

- Tenemos que colgar –me dijo Raquel de nuevo al aparato, y añadió –: Ni te imaginas lo complicado que es hacer esta llamada. Le llamaré. Pronto nos veremos. Cuídate. Te quiero.

- Yo también te quie… –se cortó la comunicación sin que pudiera terminar mi frase –. Maldita sea.

No podía creer lo que estaba ocurriendo. O le habían lavado el cerebro, o Raquel había despertado de su catarsis, y volvía a ser la mujer fría y ambiciosa que conocí en el Hotel Lake Nivu de Gisenyi.

- ¿Qué ocurre? –me preguntó Erika al ver mi disgusto –. ¿Están bien?

- Están bien, incluso demasiado bien diría yo.

- ¿Poe qué dices eso? ¿No te alegras?

- Sí que me alegro, pero es que me da la impresión de que a Raquel y Tumaini les están lavando el cerebro. En cuanto vuelvan a España se las voy a arrebatar a los chinos. Se van a enterar de quién soy yo. Creo que voy a hablar con nuestro Presidente de Gobierno.

- Primero tendrán que formarlo –me advirtió Erika con sorna.

El condenado aparato del demonio, mejor dicho: del dragón, comenzó a sonar de nuevo, aunque esta vez lo hizo con mucha menor estridencia.

Corrí a descolgarlo.

- Sabía que no tardarías en volver a llamarme ¿Dime cariño? ¿Tienes buenas noticias? –pregunté, lo más sosegado que pude.

- Creo que no soy tu cariño –me advirtió Wen, desde el otro lado de la comunicación, no sin cierta coquetería.

- ¿Otra vez tú? Eres como un dolor de muelas. ¿Acaso nos espías?

- Sinceramente, sí. Pero para que veas que no soy como piensas, te voy a hacer una advertencia: necesitamos que colabores con la operación, si te portas bien, y no andas molestando, o tratando de hablar con tu inexistente gobierno, prepararemos todo para que, dentro de quince días, vuelvas de África echo un héroe.

- ¿Y si no?

- Entonces te devolveremos a África de donde nunca habrías vuelto, y nunca volverás.

- ¿Cómo puedes ser tan mala persona?

- No soy mala.

- ¿Y persona?

Me colgó.

- Este cacharro escucha todo lo que decimos –le informé a Erika escandalizado.

- ¡Qué cabrones! –exclamó ella.

- Pero no podemos prescindir de él. ¿Qué podemos hacer?

- No sé, si tuviéramos internet buscaría alguna solución para evitar que nos oigan.

- ¿Te has fijado? Le han bajado el tono para que veamos que no lo podemos dejar en otra habitación.

- Putos…

- Chisst! Esa boca, muchacha.

- … Chinos. Me voy a la cama

A partir de ese momento el apartamento dejó de ser un hogar para convertirse en una celda, pues la sensación de saberse observado ilícitamente, es exactamente la misma que la de privación de libertad.

A la mañana siguiente, Erika, me quitó el transmisor, lo dejó debajo del colchón, me metió en el baño, cerró la puerta y me susurró al oído:

- Tengo un amigo que es muy “apañao” para estas cosas, no vive muy lejos de aquí. Voy a ir a verle, seguro que tiene alguna idea genial.

- Está bien, me voy al hospital. ¿Te puedo pedir un favor? –le susurré.

- Claro.

- Te importaría llevártelo contigo.

- ¿Eso? –refiriéndose al cacharro.

- Sí. Con el cabreo que llevo me encuentro anímicamente preparado para darle a Paola la mala noticia antes de que salga del hospital, y me jode que Win pueda escucharnos, seguro que le produce gran satisfacción.

- Ya. Pero si me lo llevo yo escucharán lo que me explique Alex.

- ¿Alex? ¡Ah! ¿Tu novio se llama Alex?

- Papá, por favor. No es mi novio.

- Vale, vale. Me lo llevo conmigo. Mientras hablo con Paola se lo dejaré a las enfermeras, por si suena.

- Ok, papá. Ve con cuidado

- Lo mismo te digo.

- Descuida –y se despidió dándome un beso.

- .

Cuando llegué al hospital Carolina estaba esperándome.

- Le vamos a dar el alta a Paola después de comer.

- ¿Ya está bien?

- De lo que teníamos que hacer aquí, ya lo hemos hecho todo. Se le ha curado la neumonía y ha ganado peso, y lo más importante de todo, parece haber recuperado las ganas de vivir.

- Sí, pero… –titubee, y ella se sorprendió.

- ¿No te alegras?

- Sí, pero; es que hay algo que no sabe.

Le conté la situación, y le pedí consejo: si decírselo ya, o esperar a decírselo en casa. Entonces, Carolina me dijo:

- Unos días después de que ingresara, una tarde justo después de que se fuera Erika, vino un tipo, con malas pintas, como disfrazado; diciendo que era hermano de Paola. Como llevaba un rato con ella, pasó la enfermera a ver, y se encontró a Paola muy disgustada y casi en estado de shock: entonces el tipo se largó sin mediar palabra, dejando a su “hermana” en medio de una crisis nerviosa. Como estaba yo de guardia me avisaron y la estuve atendiendo.

- Paola no tiene hermanos –le dije.

- Sí, eso ahora ya lo sé. Después de que consiguiera tranquilizarla, Paola, que se le notaba que necesitaba hablar, me estuvo contando el objeto de tan siniestra visita y muchas otras cosas desagradables del mundo en que andaban metidos. El tipo era un traficante que había venido para advertirla de que, si se iba de la lengua, acabaría igual que Toni, y le mostró una foto.

- ¡Qué pedazo de cabrón! Pero no nos dijisteis nada.

- Paola me suplicó que no os contara nada, que ya lo haría ella a su debido tiempo.

- Y, ahora, ¿qué hago yo?

- Díselo, no se llevará el disgusto que esperas; es más, desde que supo de la muerte de Toni, parece haberse quitado un peso de encima.

- Desde luego en eso estoy de acuerdo, pero… ¿Y las amenazas de ese tipo?

- Mira, si realmente hubiera querido hacerle daño, aquél día se lo podría haber hecho. Si la hubiéramos encontrado asfixiada, con la escasez de medios que tenemos, habríamos pensado que era por la neumonía.

- Entonces, ¿se lo digo ahora?

- Sí, y luego te la llevas a casa. Está deseando vivir contigo.

Paola, que me esperaba sentada en una silla de su habitación, no se hizo la sorprendida, ni derramó una lágrima. Me dijo que en el fondo sabía que Toni acabaría así, es más, me confesó que realmente hacía días que lo sabía porque un amigo común había venido a verla y se lo había dicho; que no nos había contado nada para no disgustar a Erika; que pensó contárselo en casa, y que ahora se alegraba de no tener que pasar por ese mal trago.

Cuando le dije que le iban a dar el alta y que se venía conmigo al apartamento, se encendió su rostro a un nivel de alegría y lucidez que me recordó al día en que, tras dar a luz a Erika, regresamos a casa.

Sin pensarlo dos veces, se levantó, se quitó la bata, el camisón, y casi en cueros se dirigió a la taquilla en búsqueda de su ropa. En aquél momento entró Carolina en la habitación, llevaba consigo el trasmisor que ahora sí, sonaba a toda mecha.

Era Raquel, y la conversación fue breve pero rotunda: Tumaini tenía que dar una conferencia en el salón de actos de las Naciones Unidas de Ginebra y dos días después estarían de vuelta en Madrid. Eso sería antes de diez días.

- ¿Regresa tu familia? ¡Qué bien! –me dijo Paola que había escuchado mi conversación.

- Sí la verdad es que hoy abundan las buenas noticias. Venga prepárate que nos vamos.

- ¡Uff! –Exclamó al abrir la taquilla y ver el contenido, y añadió–: con esto no voy a salir a la calle, huele a muerto. ¿Por qué no vas al apartamento y me traes el vestido azul y unos zapatos negros? Díselo a Erika, ella sabe cuál es.

- Pero… dudé mientras miraba a Carolina a ver si era posible.

- Ve tranquilo, le daremos de comer, se echará una siesta y luego os podréis ir tranquilamente.

-  Está bien, luego nos vemos – y me fui.

Erika me esperaba en casa con un preparativo especial, tenía una palangana llena de agua, con una bandeja llena de aceite flotando en ella, y un plato vacío flotando sobre el aceite.

- ¿Qué es eso? –le pregunté.

- ¡Chisst! –me mandó callar.

Me cogió el transmisor, lo puso sobre el plato, y puso junto a él un artilugio hecho con palillos pegados, básicamente era un circuito hecho con: una pila, dos hilos de cobre, una bombilla y dos chapitas de papel de aluminio conectadas a los hilos separadas entre sí por un cabello; y colocadas sobre el altavoz, de modo que cuando éste sonara, la vibración moviese el cabello, las chapitas se tocasen y se encendiera la bombilla avisando de la llamada; luego lo cubrió todo con un bol de cristal grueso y transparente.

- Ya está, ya podemos hablar tranquilos –dijo, satisfecha de su invento, y añadió–: Alex dice que estos micrófonos de escucha recogen mejor el sonido que se transmite por los sólidos que por el aire. El agua y el aceite amortiguarán las ondas.

- Sois geniales.

- Has vuelto muy pronto. ¿Va todo bien? –me preguntó intrigada.

- De maravilla, le han dado el alta a tu madre.

- ¡Bieeen! ¿Por qué no ha venido contigo?

- Me ha mandado a buscar su vestido azul y sus zapatos negros. ¡Sabes dónde están?

- ¡Qué coqueta! Está en su maleta, pero tendré que plancharlo.

- ¿A qué esperas? Prepara también ropa interior limpia.

- ¡Como las balas! –afirmó Erika exultante de alegría.

- Además, eso no es todo.

- ¿No?

- Raquel y los niños vuelven en diez días.

- ¡Jo! ¡Qué bien! Por fin podré conocer a Tao.

- Y a los demás.

- Sí. Eso, eso. Me muero de ganas de verles, y que me cuenten la historia del viejo Lonchinos, y su destierro obligado a girar en torno a la Luna. Por cierto, le ha hablado de eso a Alex y, ¿sabes? Había una serie japonesa de anime llamada Evangelion en la que una gigantesca lanza de color rojo con forma de doble hélice y dos largas puntas en forma de horquilla.

- ¿Y? –no tenía ni idea de lo que me estaba hablando.

- Tendrías que haberla visto para entenderlo. Era un objeto de poder que estaba girando alrededor de la Luna, y que todos los superhéroes querían recuperar.

- No veo la relación con el cuento de Raquel.

-  Espera, no te lo he contado todo. ¿A que no sabes cómo se llamaba esa lanza?

- ¿Cómo puedo saberlo? Llevo siglos sin ver dibujos animados.

- Pues se llamaba la lanza de Longinos. ¿A que es una casualidad?

- Desde luego que sí –confesé realmente sorprendido.

Capítulo 10, Paola.

Cuando regresé al hospital, Paola se encontraba en el baño. Llamé a la puerta, pero no respondió; insistí, y nada. Una súbita sensación de tragedia me invadió. Abrí la puerta de un empujón.

Paola estaba sentada en el suelo, cabizbaja, con el cuerpo apoyado en la esquina de la ducha y sus muñecas sobre a loza, que alimentaban sendos charquitos de sangre que se filtraban debajo de sus muslos, para emerger de nuevo entre sus piernas llevándose por el sumidero, sin prisa, y sin pena, los últimos bocaditos de su Vida.

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