'El castigo de Lonchinos' Capítulo VII: Luanda
Nuestro viaje por la N7 fue un tormento, nada que ver con la
carretera vigilada y cuidada que yo recorriera años atrás pagando 3 dólares
cada doscientos kilómetros. Manadas de elefantes huidos del Parque Nacional de
Lomami, desorientados y nerviosos tenían ahora preferencia, y la ejercían con
total impunidad cortándonos el paso durante largos ratos en los que, de no
haberse tratado de vehículos acorazados, habrían acabado volcándolos y
aplastándolos para sacarnos de dentro como maní de su cáscara.
Al principio nuestros encuentros con los paquidermos nos
hicieron cierta gracia; los españoles incluso bromeábamos con símiles taurinos,
pero cuanto más al sur íbamos, más grandes y violentos eran. Al final nos
acojonábamos cada vez que nos interceptaban. El peor momento fue cuando nos
topamos con un grupo de hembras velando algunos de sus congéneres machos, todos
ellos con sus cabezas brutalmente mutiladas para arrancarles los colmillos. El
olor era nauseabundo, y no podíamos avanzar ni retroceder. ¿Quién podría ser
tan descabezado como para tratar de vender marfil en semejante situación
mundial? Y, no digamos para comprarlo. Sus ataques fueron tan violentos que
hubo que hacer uso de botes de humo para ahuyentarlas.
Tardamos doce horas en llegar a Kananga, allí repostamos y
luego, por la N1, marchamos hasta Tshikapa; desde esta pequeña ciudad, para
evitar encontrarnos con las fuerzas del ejército congoleño que podrían estar
viniendo desde la capital, en lugar de ir al oeste hacia Kinshasa, por la mejor
ruta, tomamos dirección sur por la regional R706; Esta tenebrosa vía, salpicada
de cadáveres en las cunetas, sin más signo de vida que los cuervos y buitres,
acabaría llevándonos hasta la aldea de Mwasuakenge que estaba totalmente
desierta; de allí, la frontera con Angola quedaba a muy pocos kilómetros.
Dos días después de salir de Kisangani, hechos un cuatro,
con los culos totalmente aplastados por los asientos, llegamos a un puesto
fronterizo; allí tampoco había nadie, así que el convoy, tras dudarlo unos
minutos que aprovechamos para hacer nuestras escasas necesidades, cruzó la
frontera y prosiguió hasta Dundo. A las afueras de aquella ciudad nos esperaba
un exiguo destacamento del ejército angoleño, que nos recibió con frialdad, y
nos escoltó al sur de la ciudad, para confinarnos en un enorme solar
rectangular, situado frente a la terminal del aeropuerto.
La sola idea de vernos otra vez “concentrados” en un
aeropuerto nos inquietó muchísimo; y las cinco horas que pasamos a la
intemperie, esperando novedades bajo un sol de justicia; se nos hicieron
interminables.
Al fin, el Teniente Coronel “Simba”; quien, junto a su
colega “Sandokan”, habían permanecido reunidos con militares angoleños en un
hangar, salió e hizo formar a todos los cascos azules; entonces, les dijo en
inglés:
-
Ésta es la situación: siguiendo las órdenes de
la HOPE, deberemos esperar aquí hasta que lleguen nuestros refuerzos, luego
volveremos a Kisangani para garantizar la paz, y recuperar la normalidad en
Kivu Norte hasta nueva orden.
La noticia quebró la disciplina de los soldados. Éstos
rompieron la formación, y fue necesario que los sargentos indios se emplearan a
fondo con sus varas de bambú para mantener el orden, gritando “at attention”
al tiempo que aproximaban sus manos a la cubierta de sus revólveres.
Cuando se tranquilizó la tropa, los “civiles” aprovechamos
para exigir noticias sobre qué iba a ser de nosotros.
-
No podemos volver al norte. ¡Nos matarán a
todos! – se oía gritar en diversos idiomas.
Entonces, el Teniente Coronel Indio, dirigiéndose al medio
centenar de civiles expectantes y silenciosos, nos dijo:
-
Las Autoridades de Angola les dan la bienvenida
a su país, y les acogerán debidamente mientras dure su estancia, pero de
momento no pueden llevarles a todos hasta Luanda, pues no disponen de medios de
transporte suficientes. Aquellos de Ustedes que no puedan ir a Luanda, podrán
elegir entre procurarse un medio de trasporte por su cuenta, o esperar con
nosotros a que lleguen los refuerzos, entonces, de camino a Kisangany, quizá
podamos dejarles en Kinshasa.
-
¿A cuántos nos pueden llevar? –gritó un
canadiense.
-
A unos veinte. –espetó “Simba”.
Entre los civiles las reacciones fueron variadas: a
diferencia de los mineros pakistaníes, a sus jefes chinos les traía sin cuidado
el futuro de nuestros ángeles de la guarda, y les importaba una mierda si eran
cascos azules, o negros angoleños quienes les llevaran a Luanda, su interés era
llegar allí cuanto antes; los geólogos italianos, como de costumbre, gritaban y
hacían grandes aspavientos con los brazos sin aclarar si estaban de acuerdo, o
en contra de algo; los (seguíamos sin saber qué cojones hacían allí) ingleses,
junto con los madereros canadienses, hicieron corro alrededor de los
diplomáticos israelíes que, presumiblemente parecían ofrecer otra alternativa.
¿Y los españoles? La posición de los españoles, como siempre, contradictoria: a
unos nos parecía mal, pero si no quedaba otro remedio… lo echaríamos a suertes.
Iker, Andrés y Koldo, se subieron a una tanqueta, luego les
acompañaron David y Seña; éste último, aprovechando que todo el mundo se
callaba para ver qué mosca les picaba a los españoles subidos en la tanqueta,
le gritó a “Simba” en inglés:
-
Si ellos no vienen –refiriéndose a la leva de
“Indis” y “Pakis”–, nadie de nosotros irá.
Los soldados, atentos a la reacción de sus mandos, ni
pestañearon. “Sandokan” y “Simba”, haciendo alarde de su flemático estoicismo
anglo-oriental, hicieron como que no fuera la cosa con ellos y dirigieron
simultáneamente sus miradas al comandante Angoleño; éste, que se “moría de
ganas” por resolver nuestra situación dijo en mal inglés:
-
Diez minutos –dicho esto, con un leve movimiento
de una ceja sobresaliendo por encima de sus gafas de espejo impoluto, activó la
retirada su plana mayor, y, sin decir ni media, se metieron todos en el
pabellón, dejando que deliberáramos.
Ante la mirada atónita y desesperada de los cascos azules,
la discusión entre civiles fue patética. Los comerciantes indios, los mineros
pakistaníes, los franceses, la mitad de los italianos, los vascos, David y
Raquel, parecían conformes con la decisión de quedarnos con los cascos azules,
y se enfrentaron a los chinos que amenazaban a grito pelado sin entenderles ni
“papa”. Los hermanos Nako, que no comprendían que estaba ocurriendo, y menos
por qué Raquel discutía ahora con un chino que hasta hacía unos minutos había
sido un tío súper simpático, se refugiaron aterrorizados detrás de mí.
Entonces, cogí del brazo a Raquel y, arrancándola del chino, la advertí:
-
Ahora no te entiendo. Será muy noble, pero no
podemos hacer algo así. Debemos llegar a Luanda y embarcar rumbo a España lo
antes posible. Se lo hemos prometido.
-
Pero no sería justo… –repuso– Estos pobres han
puesto en peligro sus vidas por salvar las nuestras, y a estos “hijos de puta”,
que a la vista está que tienen transporte para todos, no les da la gana
llevarnos, porque así se garantizan que los Cascos Azules se quedan aquí, para
el caso de que milicias del Norte traten de cruzar la frontera.
-
Razón de más para marcharnos. Hacia el norte es
un auténtico polvorín, por no hablar de los volcanes, y a Kinshasa no querrás
ir, seguramente el ébola está haciendo estragos allí. Tenemos que salir de aquí
hacia Luanda, es nuestra única oportunidad Tenemos que sacarlos de aquí. Por
favor. –le advertí suplicante.
Raquel se quedó mirando a Tumaini, y pareció reaccionar de
inmediato.
-
¡Joder! Tienes razón –exclamó arrepentida.
-
Trata de convencer a tu equipo –le rogué,
mientras ella acariciaba a la muchacha para disculparse.
Al tiempo que yo soportaba con sonriente estoicismo la
bronca ininteligible del chino al que había robado su púgil, Raquel, respiró
hondo, cerró los ojos e hizo un “reset” en su software interno. Unos segundos
después, cuando volvió a abrirlos, había mutado de “modo reportera solidaria
dicharachera”, a “modo madre responsable”.
Se dirigió a hablar con su equipo, pero sus súplicas fueron
un desastre, ya nadie la reconocía como jefa pues el puesto se lo había
arrebatado, quien sabe si desde el principio, Koldo. No consiguió convencer ni
a David, que ya se había entregado en cuerpo y alma a los deseos
revolucionarios de los vascos.
-
¿Cómo podéis ser tan egoístas? –nos censuró
entonces David.
-
Te recuerdo que tengo una hija esperándome, y
dos más aquí. ¿Acaso lo has olvidado? –me defendí, mientras Seña me liberaba
del chino protestón, agarrándole por el cuello.
-
Todos tenemos familia –me corrigió–. Los
soldados también.
-
Pero es su profesión. A ellos les pagan por
hacer esto –afirmé con subjetivo egoísmo.
-
¿Qué salario puede pagar tu vida? Si vuelven a
Butembo les matarán a todos. Debemos quedarnos con ellos, seremos su seguro de
vida –repuso David, seguro de su decisión.
Iba a decirle que ellos y los Cascos Azules, secuestrados,
serían el seguro de vida de los Angoleños en Dundo, cuando irrumpió en el campo
un camión militar angoleño y se detuvo junto a nosotros envuelto en una
polvareda, sin parar el motor.
-
Partimos para Luanda en tres minutos –gritó en
portugués un sargento Angoleño, y añadió–: vayan subiendo, podemos llevar a
quince.
Aún dudamos pero no podíamos hacer otra cosa. David, con
lágrimas en los ojos se resignó a separarse de Raquel; abrazándola muy fuerte
nos deseó mucha suerte, y, antes de que nos fuéramos, apoyado en su ya
inseparable amigo Andrés, trató de conciliarse con nosotros:
-
Ya veréis como en cuanto venga el nuevo convoy,
se acojonarán y nos dejarán llevar por los “paquis”. En pocos días nos
encontraremos en Luanda y volveremos juntos a España. Si no, nos acantonaremos
aquí y formaremos de nuevo nuestra PREC hasta que nos echen por pesados –afirmó
gracioso, tratando de quitar dramatismo a la situación.
-
Por favor, David, ven con nosotros. Tenemos
sitio –insistía Raquel.
-
Lo siento, pero mi lugar está aquí –concluyó
David.
Qué extraño es el comportamiento
humano. Los ingleses y los israelíes, inexplicables designios de la política,
también decidieron quedarse, lo cual nos hizo dudar de lo acertado de nuestra
decisión; tampoco Koldo, a quien insistimos que era mejor que viniera con
nosotros para reencontrarse con su hermano, quiso venir, aduciendo que los
chinos siempre le habían traído mala suerte, y que prefería quedarse en manos
de la ONU, que de milicianos Angoleños, y quizá tuviera razón. Los ocho chinos
no se lo pensaron ni un momento y subieron en tropel; con nosotros cuatro
éramos doce, pero nadie más subió. El chino gritón no tuvo reparo en sentarse a
nuestro lado; todavía con el cuello colorado por las caricias de Seña, volvió a
ser amable con Raquel, y simpático con los Nako. Huangh-John, dijo llamarse el
fulano.
No esperaron ni un minuto más. El
camión sin toldo salió dejando tras de sí una polvareda que le siguió decenas
de metros incluso después de que tomase la carretera asfaltada, impidiendo que
volviéramos a ver, ni por última vez, a nuestros queridos conciudadanos de la
PREC y su ejército paquistaní. Fue uno de los momentos más tristes de mi vida,
y aunque sabía que estaba haciendo lo correcto, no podía dejar de sentirme como
un miserable que huía dejando atrás a sus compañeros.
Raquel, que aún se sentía más
culpable y en deuda con David que yo, lloró hasta quedarse sin lágrimas, y
permaneció prácticamente en silencio los dos días y una noche de viaje
agotador, que nos costó llegar a Luanda.
Amanecía cuando divisamos la ciudad a lo lejos, y nos
pareció estar entrando en el atardecer de cualquier ciudad del levante español,
pues, a excepción de algunos daños superficiales, y la casi total ausencia de
tráfico rodado, ésta presentaba un aspecto aceptable: con sus rascacielos
modernos con algunas luces, autovías, y bulevares vacíos pero aparentemente
intactos. A medida que el sol asomaba a nuestras espaldas, y nos acercábamos al
puerto, nos dimos cuenta que sólo era un espejismo: la mayoría de los edificios
de una planta estaban derruidos. Solares y calles salpicados erráticamente de
cientos de contenedores de barco; otros, que en su rodar, habían dejado rastros
de destrucción y muerte hasta empotrarse en los bajos de los edificios más
altos; en éstos, las luces que habíamos visto no eran otra cosa que hogueras
prendidas por miles de ciudadanos sin casa que habían ocupado las oficinas en
los edificios de las multinacionales huyendo de las decenas de tsunami que
luego supimos habían estado arrasando la costa durante semanas. Nos sorprendió
sobre todo uno de los rascacielos, el del BIC Bank que, golpeado de frente por
un enorme petrolero, estaba inclinado como un árbol a medio caer. Era evidente
que la parte oeste de Luanda había sido arrasada por un gran tsunami.
Hacia el sureste, una columna de humo blanco que salía de
las afueras de la ciudad, se extendía al Sur hasta perderse en el horizonte.
Más tarde supimos que era una pira funeraria en la que llevaban dos meses
incinerándose decenas de miles de víctimas del evento.
Serpenteando por una
ruta abierta entre contenedores, ruinas, vertederos, autos aplastados y barcos
de todos los tamaños, llegamos a un control militar donde nos dejaron pasar sin
problemas, luego recorrimos lo que luego supe fue el Paseo Marítimo del Comandante
Kima Kienda, que ahora estaba totalmente arrasado. A nuestra izquierda cientos
de contenedores amontonados contra los muros de la terminal de un puerto que me
recordó al de Valencia, pero completamente destruido y desierto. Pudimos ver el
muelle, y, para gran sorpresa de los Nako, ¡el Océano Atlántico! Que se había
alejado al menos doscientos metros de la línea costera, dejando la dársena del
puerto prácticamente seca y putrefacta. Para Raquel y para mí una gran
decepción, pues no había barco alguno en el puerto, ni en el horizonte.
-
¿Se ha alejado el océano por el meteorito? –me
preguntó Raquel muy extrañada.
-
Supongo que habrá alterado las mareas –contesté
decepcionado–. Es una gran putada porque ahora no pueden entrar los barcos en
el puerto.
A nuestra derecha se extendía un campo de refugiados no
africanos; con total seguridad todos ellos querrían embarcar los primeros para
regresar a casa. De la MONUSCO, y del barco de la ONU, ni rastro.
Llegamos a nuestro destino: un carguero varado entre el campo
de refugiados y la valla arrancada de la ruinosa estación de carga de
PETRANGOL. Entonces comprendí porqué ingleses, canadienses y judíos no habían
querido venir a Luanda; seguramente ellos habían negociado otra salida mucho
mejor.
Huangh-John volvió a entrar en cólera cuando vio dónde
pretendían dejarnos, y aunque gritó a los militares en francés, inglés y
portugués, que debían llevarnos a la embajada china, aquellos no entendieron, o
no quisieron entender nada de lo que les dijo; así que, en cuanto hubimos
bajado todos, los militares se largaron sin la menor explicación.
Allí quedamos doce personas, todos orientales, excepto
nosotros cuatro; todos hombres, excepto Raquel y Tumaini; todos mayores de
edad, excepto los Nako. Éramos la única familia, rodeados de orientales
desconcertados. Evidentemente nos habían engañado a todos como a “chinos”.
Al barco varado, de nombre, juro que no miento: “Esperamos
Mar II”, se accedía por una gran brecha que el tsunami había abierto en su
popa al hacerlo chocar contra una enorme roca que emergía del suelo, y que
ahora nos servía de escalera. El casco permanecía desierto, quizá por el
excesivo olor a gasoil que desprendía, y que imposibilitaba permanecer dentro
por mucho tiempo.
-
Me equivoqué obligándoos a dejar la protección
de la ONU. Lo siento muchísimo –reconocí enseguida arrepentido.
-
Creímos que llegar aquí era lo mejor. Ya ves que
hay miles de personas que pensaron lo mismo –contestó Raquel para consolarme, y
añadió–: en cuanto llegue el barco de la ONU nos repatriarán.
-
¡¿Es que no te has dado cuenta?! –le grité
desesperado– El puerto ha desaparecido; además, aunque vinieran tres
transatlánticos, no cabría toda esta gente. En el mejor de los casos, ¿dónde
nos llevarán? ¡¿A Hong-Kong?! Aquí no creo que haya más españoles que nosotros.
¿Cómo he podido ser tan tonto? –me lamenté desolado.
-
Españoles, quizá no, pero portugueses seguro que
hay.
-
¿Portugueses? ¡¿Aquí?! No creo. Si tuviéramos
dinero, podríamos buscar alguien que nos llevara de nuevo a la frontera, los
nuestros todavía estarán allí –repuse.
-
¡Eso nunca! Encontraremos la manera de salir de
aquí, pero rumbo a España, no volviendo sobre nuestros pasos –sentenció Raquel
con decidida rotundidad, y pensando con más claridad que yo, añadió–: Luanda es
la capital del país, aquí tiene que haber embajada de España.
-
Eso es. Tenemos que ir a nuestra embajada
–combine ilusionado.
A mediodía, vino un vehículo de la Cruz Roja Angoleña y nos
trajo ropa, colchones, agua, algunas cacerolas, arroz, chicharro y plátanos
extremadamente maduros. Volvíamos a la dieta de Beni, sólo que en lugar de
murciélago asado, comeríamos pescado desecado y salado, un gran disgusto para
los Nako, que nunca lo habían probado.
Preguntamos a los voluntarios si sabían dónde estaba la
embajada de España; no tenían ni idea, pero le preguntaron al conductor, él si
parecía saberlo, nos dijo que no quedaba lejos, estaba en la Avenida 4 de
Febreiro, en primera línea de la playa, pero que al igual que la mayoría de
los edificios públicos, incluida la embajada China, había quedado totalmente
arrasada. Sobre todo nos advirtieron que era muy peligroso salir del campo,
algo que no nos extrañó en absoluto.
Gracias a la gentileza de nuestros vecinos orientales,
Raquel y Tumaini se ubicaron en el mejor camarote, el de capitán del barco que,
a juzgar por los cientos de papeles que cubrían su suelo, debió ser de una
antigua compañía maderera portuguesa. En cualquier caso, la situación era
pésima, pero donde hay niños hay alegría, y el descubrimiento del océano fue un
acontecimiento inolvidable para los Nako, y eso que la zona portuaria donde
podíamos acceder era un auténtico vertedero bajo farallones de roca, hormigón y
acero en los que capturábamos abundantes cangrejos.
No estábamos como en Kisangani, pero tampoco era el infierno
en que se convirtió Beni. Lo peor era la sensación de encontrarnos en dique
seco. ¡Si al menos hubiéramos podido acercarnos hasta nuestra embajada! Pero
alejarse del Campo era imposible; todos los accesos estaban, o controlados por
la milicia angoleña, o peor aún, por grupos de delincuentes oportunistas. Huangh-John
y otro ingeniero chino lo habían intentado; de eso hacía dos noches, y aún no
habían regresado. Nos sentíamos atrapados, temiéndonos que lo peor no tardaría
en llegar.
Llevábamos en aquella estacada otros dos días más cuando,
acompañado por tres camionetas de la policía militar Angoleña, aparcó frente a
nuestro barco un Pontiac de los años cincuenta, negro y sorprendentemente
reluciente. Sus cristales tintados no permitían ver quien viajaba dentro; y
así, como si fuera la primera vez en nuestras vidas que veíamos un coche
clásico, permanecimos expectantes hasta que un chófer chino bajó y,
escenificando una leve inclinación de su cabeza, se apresuró a abrir la puerta
de sus distinguidos viajeros.
El primero en bajar del auto fue Huangh-John. Nos costó
reconocerlo; ataviado con unas bermudas tan negras como sus zapatos limpios, y
una camisa tan blanca e impoluta como los calcetines. Huangh estaba
ridículamente elegante. Alzó sus brazos y sonrió a todo el mundo como si fuera
un astronauta que acabara de regresar de la Luna en una nave espacial. Bajaron
dos chinos más, ambos vestidos de igual modo. Eran el Agregado Comercial del
Embajador de China en Angola, y su Secretario.
El regreso de Huangh-John supuso un giro inesperado de los
acontecimientos, que cambiaría drásticamente nuestra suerte.
Subimos todos en los camiones y dejamos al carguero que
siguiera “esperando” a su querido océano.
Nos llevaron por la línea de costa y pasamos por la avenida 4
de Febreiro, entonces vimos las ruinas desiertas de lo que debió ser la
embajada de España. Lo supimos porque estaba nuestra bandera hecha girones y
atada a los hierros desnudos de una columna de hormigón partida.
Forzamos a parar al camión, y bajamos corriendo en busca de
alguna señal de nuestros compatriotas. No había nadie, ni nada en pie. Alguien
había escrito sobre la única pared que quedaba en pie: S.O.S-Españoles telef:
639213509. Qué ironía, seguramente cuando lo escribieron pensaron que pronto
funcionaría todo.
Nos convertimos en protegidos de los chinos. Éstos, con el
objeto de tener controlado el puerto, habían decidido abandonar el edificio de
su embajada y oficinas en la “City”, para montar un nuevo barrio “chino” en la
parte más elevada de la costa no afectada por los tsunamis: una especie de
Peñíscola africana tras los límites del Paseo Marítimo, 4 de Febreiro y
la Avenida Agostino Neto, que cerraban un montículo coronado por el
fuerte de Sâo Miguel, que ahora era la sede del maltrecho gobierno
angoleño. Allí habían formado los chinos su “china-town”, situando su centro de
operaciones en el apart-hotel “Naquele Lugar”. Era evidente que éstos
contaban con la colaboración de la policía y la milicia local… Así que, después
de todo, parecía que habíamos apostado a la mejor carta. Si existía alguna
posibilidad de salir de allí era con los chinos, de eso ya no tenía duda, la
cuestión era: cuándo y hacia dónde.
Nos alojaron en un apartamento del hotel. Huangh-John, su
novia, que le había estado esperando en Luanda (cómo podría saber ella que
acabarían juntándose allí, era un misterio), y otra joven pareja de Beijing,
eran nuestros vecinos; y aunque la mitad del tiempo no teníamos electricidad ni
agua corriente, comparando con las vicisitudes por las que habíamos pasado,
aquello era un auténtico paraíso.
Abusando de la amabilidad de los chinos, no me fue difícil
convencer a Huangh de que quería volver a la frontera para ver si nuestros
compañeros aún estaban allí, o habían dejado algún rastro del lugar al que se
dirigían, así que accedió a llevarme. Una vez en Dundo, con la antipatía
acostumbrada, los militares angoleños nos dijeron que el convoy había esperado
durante una semana, pero que al no llegar relevo habían emprendido viaje de
vuelta a Kisangani. También nos dijeron que algunos civiles, no supieron
concretar si entre ellos estaban los españoles, les habían comprado un par de
autos y se habían dirigido hacia la capital, Kinshasa. Mis esperanzas de
reencontranos con David, se vieron frustradas en aquel punto.
Con el transcurrir de los días el océano fue recuperando su
terreno, y cuando llevábamos dos semanas de “vacaciones chinas”, éste ya había
alcanzado su orilla habitual; entonces aprovechamos para pasar un día de playa.
En cuanto llegó al agua, Mizelede, que obviamente no sabía
nadar, ni parecía importarle, se metió en cueros más allá de donde podía hacer
pie. Tapado sólo con mis calzoncillos, que de paso se lavaron, le seguí
apresurado para evitar que se ahogara. Tumaini rogó a Raquel con la mirada que
la despojara de su vestido, e ignorando sus limitaciones, corrió detrás de
nosotros. Raquel, apenas tuvo tiempo de quedarse en ropa interior antes de que
la muchacha, azotada por una ola, perdiera el equilibrio y despareciera bajo el
agua enturbiada con la arena fina.
-
¡Tumai! –la llamó Raquel sorprendida–. ¡¿Tumai?!
–insistió asustada– ¡Tumainiii! –repitió alarmada.
-
¡Tumaini! –grité yo mientras corría hacia ellas
arrastrando a Mizelede por un brazo, y sin que éste dejara de chapotear en el
agua.
-
¡Tumaini! –boceó Raquel desesperada, pues la
muchacha no emergía.
Transcurrieron los cinco segundos más largos de nuestras
vidas antes de que yo viera asomar un pie por encima de las olas. La agarré con
fuerza y tiré de ella hasta ver asomar una de las antenitas de su cabello
rizado, entonces Raquel la agarró por las axilas y la hizo emerger.
Tumaini tenía los ojos y la boca cerrados a cal y canto.
Estaba tensa, como agarrotada, quizá muerta de miedo, y nosotros muy asustados.
De pronto, abrió los ojos y la boca tanto como pudo, y dio un grito
desgarrador:
-
¡Máaas! –gritó la muy alocada, mientras trataba
de zafarse de nosotros para darse otra zambullida.
-
¡Máaas! ¡Más! –la imitó su hermano, que de
pronto parecía haber aprendido a flotar sacudiendo todas sus extremidades con
rapidez y violencia.
-
¡Tumai…! ¡Que no puedes nadar! –le gritamos al
unísono.
Poco le importó, agarrada de la cintura por Raquel, no paró
de darse zambullidas. Nos costó muchísimo sacar a los Nako del océano, sólo la
amenaza de que si estaban demasiado rato gritando así podrían venir tiburones a
devorarnos, les convenció y al fin convinieron en salir.
-
¿Qué son tiburones? –preguntó después Mizelede
extrañado.
Permanecimos allí hasta bien entrada la noche. Si les había
gustado bañarse, lo mejor estaba por venir: para Tumaini el Atlántico fue el
cómplice perfecto para su auscultación estelar, pues nunca había podido
observar todo el firmamento limpio hacia el Oeste, de Norte a Sur y hasta el
mismísimo horizonte. Estaba alucinada.
¡Qué cielo el de Luanda! Sentados en la playa, sin otra luz
que la de las brasas de una hoguera, mientras Tumaini nos deleitaba con sus
explicaciones estelares, pescábamos algún pez con unas cañas que Huangh-John,
el ingeniero chino gritón pero simpático, improvisó con las varillas de una
sombrilla rota. ¡Qué ricos estaban aquellos peces asados!
Transcurrieron días de playa interminables bajo un sol
abrasador, sardinas asadas, carreras hasta el faro roto; inolvidables
atardeceres rojos y ardientes como las hogueras que no cesaban de arder hacia
el interior, durante noches cada vez más largas y frías, con miles de estrellas
fugaces, luceros y cuentos españoles y chinos que duraban hasta amaneceres
neblinosos y heladores. Parecía que nos íbamos a convertir en una especie de
campistas de playa permanentes. Medio en cueros, todos: negros y blancos, ya
del mismo color, una familia africana más en estado cuasi aborigen. A pesar de
todo, no conseguíamos ser del todo felices. Yo no dejaba de recordar a Erika, y
Raquel se preguntaba qué habría sido de sus compañeros. El tiempo transcurría
muy lentamente, y pasaron dos semanas, que nos parecieron cuatro, sin noticias
del mar, ni de la tierra. Gastábamos horas y horas oteando el horizonte en
busca de algún barco, pero nada.
Para entretenerme y dejar de sentirme un parásito, les pedí
trabajo a los chinos, éstos me pusieron al cargo del mantenimiento de los
grupos electrógenos, lo que me tenía ocupado buena parte del día, y si fallaba
el del embajador, alguna que otra noche. Aquello me recordó mis tiempos de
operador de centrales.
Los chinos pueden ser los tíos más simpáticos y acogedores
del mundo, pero a la vez son los más reservados y egocéntricos que te puedas
encontrar, rayando a veces en la crueldad. No escuchaban Radio HOPE, o no
nos lo decían. Ellos seguían las
instrucciones en chino de su propia emisora intercontinental, a la que Huangh-John
llamaba “Radio Pei”; y de la que lo único que se nos filtraba era que todo el
Mundo estaba peor que China.
Me llamaba mucho la atención que no paraban de decir
“Chin-shao”. Casualmente, de la media docena de palabras que yo conocía
entonces del chino, esa era una de ellas. Sabía que significaba “desacelerar” o
“reducir” porque la había aprendido ayudando a conducir a un amigo chino que
tuve en Madrid y que, cada vez que me preguntaba: “¿reducir?”, a veces se le
escapaba en chino, y era un cachondeo, pues yo le decía:
-
“Chino
chao”, no. Chino aquí; y frena que nos la damos.
A falta de más datos supuse que nuestros chinos estaban
obsesionados por la desaceleración económica que supuestamente sufría China por
la situación global. Al parecer los muy egoístas sólo se preocupaban por su
economía. La verdad es que, aunque estábamos muy agradecidos de su
hospitalidad, nos parecía muy prepotente que cuando casi todo el Mundo había
vuelto, trágica y súbitamente, al siglo XIX, sufriendo millones de muertos,
heridos y desaparecidos; ellos, anduvieran preocupados por su mala economía,
supuestamente derivada de la desaparición de sus exportaciones. Así pensábamos
hasta que un día, harto del chovinismo de Huangh-John, le dije:
-
Tuvisteis mucha suerte de que el meteorito no
sobrevolase vuestro país. Ahora no hay quien os haga sombra. Con vuestro poder
intacto, vais a liderar la economía mundial; entonces, no entiendo que os
preocupe tanto que vuestro desarrollo económico se desacelere a nivel de toda
la tierra.
Huangh se me quedó mirando tan serio que temí que hubiera
metido tanto la pata que iban a expulsarnos del paraíso. Entonces, me llevó a
un lugar apartado, y me dijo:
-
Veo que nos has estado escuchando. No es la
desaceleración económica lo que nos preocupa –hizo una breve pausa antes
seguir, como pensándose si debía ser indiscreto–. Hemos detectado que desde el
contacto con el meteorito, los días han aumentado casi dos horas, y siguen
aumentando al mismo ritmo.
-
¿Cómo podéis saber eso? Si todos los relojes se
pararon.
-
Nuestro reloj atómico no se detuvo.
-
Tenéis vuestro propio reloj atómico. Creía que
sólo había uno en el Mundo.
-
Es evidente que era necesario otro –puntualizó
orgulloso.
-
Ya me parecía a mí que los días y las noches
eran más largos de lo normal –reconocí, y proseguí–: entonces eso significa…
-
Eso significa que es la Tierra quién está
desacelerando su giro.
-
¡Hostia! –exclamé aterrado–. ¿Esa era la
desaceleración que andabas nombrando? Claro, por eso el océano está tan raro.
-
Todos los mares y océanos sufrieron tsunamis que
han ido amortiguándose poco a poco. Esto supone un cambio drástico en toda la
climatología y la biología del Planeta. Si no se pone remedio, será el final.
-
¿Poner remedio? ¿Cómo se puede poner remedio a
algo así? –le pregunté estupefacto.
-
Estamos en ello, me contestó con los ojos
prácticamente cerrados, y una sonrisa entre pícara y cínica.
-
¿Tenéis un plan?
-
Sí, pero es secreto.
Y, aunque supliqué, no le saqué nada más.
No tenía ni idea de cómo se lo diría, pero debía decírselo a
Raquel cuanto antes. La encontré sentada sobre una roca observando el atardecer
con los muchachos jugando en la playa. Me arrodillé frente a ella, y me la
quedé mirando a los ojos. Entonces, mientras buscaba palabras para decírselo,
ella, armándose de valor con más celeridad que yo, con aplomo en sus palabras y
gravedad en su mirada, me dijo:
-
Cariño, tengo algo importante que decirte.
-
¿Ya lo sabes? –Le pregunté entre sorprendido y
aliviado.
-
¿Qué es lo que tengo que saber? –preguntó ella,
ahora sorprendida.
-
¿Te lo ha contado Wen? –Wen era la novia de
Huangh.
-
¿Wen? Ella no me ha contado nada especial, ¿qué
tenía que contarme?
Entonces la puse al corriente de las malas noticias.
-
¡Mierda! –exclamó angustiada–. ¿Es que no hemos
tenido ya bastante?
-
No te preocupes, Huangh dice que tienen un plan.
-
¿Un plan? ¡Vamos, no me hagas reír! Esto es el
fin. Mejor dicho, el fin empezó hace meses, pero estamos gozando del privilegio
de disfrutarlo a fuego lento –afirmó con rabia.
-
Tendremos que confiar en el ingenio de los
chinos, son muchos, y muy listos –le dije tratando de consolarla, y continué
para distraerla–: Por cierto, ¿qué era eso tan importante que tenías que
contarme?
Raquel bajó la mirada, suspiró, la volvió a levantar, clavó
sus ojos en los míos, y me dijo:
-
Estoy embarazada.
El Océano siguió subiendo con cada marea, al menos dos
centímetros cada día; así hasta que sobrepasó el paseo marítimo e inundó la
ciudad en ruinas. La línea de costa se fue alejando hasta que se hizo
inalcanzable. Llegó un momento en que ya no vivíamos en el continente africano,
sino en una isla, mejor dicho, un islote; el islote de Sâo Miguel, sobre
cuya fortaleza ya no ondeaba la bandera de Angola, sino la de la República
Popular China. El océano lamía con ansia la calle del hotel, y cubría la ciudad
de la que sólo emergían las ruinas de los edificios más altos. Con la subida
del Océano llegó la niebla y con ella, ante la ausencia de viento alguno, la
humareda del tanatorio se desparramó sobre la ciudad desbordando nuestros
sentidos con aún más horror y desesperación, pues al olor nauseabundo a pescado
podrido, se sumó el del crematorio.
Raquel se sentía culpable hasta de seguir viva, así que los
pequeños Nako y yo hicimos un pacto para entretenerla, y no dejarla sola ni un
momento. Nos obsesionamos tanto con ello que al final acabamos prácticamente
enclaustrados en el hotel, es más, acantonados en nuestra habitación. El tiempo
pareció congelarse en una especie de purgatorio neblinoso del que cada vez
teníamos mayor convicción de que era la antesala de un infierno en el que no
sabíamos si acabaríamos ahogados, o asados.
El hastío y la desesperación siguieron haciéndonos mella. La
comida comenzó a escasear, pero no parecía importarnos demasiado. Inapetentes y
cada vez más deprimidos, Raquel y yo comenzamos a buscar un plan para acabar
los cinco del modo menos traumático. No lo encontramos, pues, a pesar de todo
deseábamos vivir: los Nako porque eran tan jóvenes y acostumbrados a vivir a
límite, que todo les parecía posible, incluso cotidiano; Raquel porque ahora
era una madre que debía cuidar a sus dos hijos y al que venía en camino, y yo
porque les amaba tanto como a mi pequeña Erika; y si me moría de algo, era por
no poder abrazarla.
No tardaron en oírse en el exterior tumultos y disparos.
Como los demás inquilinos chinos, nos atrincheramos en el apartamento, tapamos
las ventanas con puertas y colchones de otros apartamentos vacíos, y nos
dispusimos a resistir hasta el final.
Días interminables sin noches, o noches eternas sin días,
que pasamos en casi absoluto silencio. Cuasi aislados voluntariamente de
nuestros anfitriones, a quienes, por su reservada actitud, apenas veíamos sólo
cuando bajábamos al comedor. No soy capaz de decir cuánto duró aquella
situación, pero el día que el Sol volvió a brillar en Luanda el embarazo de
Raquel, sobresaliendo con exageración desde su extrema delgadez, parecía estar
en su último mes.
Incapaces por pura debilidad, y resignados a no poder luchar
ante la siguiente amenaza, tardamos varias horas en levantarnos de la cama
donde ni dormíamos, ni soñábamos. Taciturnos, por turnos, los niños fueron los
primeros en acercarse a la ventana para mirar por las rendijas. Animado por su
curiosidad me levanté y la despojé de algunas tablas. Tras un rato cegados por
el Sol, después de acostumbrarnos a su luz, descubrimos con gran sorpresa algo
que nos sobrecogió: una enorme flota militar se encontraba fondeada a poca
distancia de la costa y centenares de barcazas se dirigían a tierra abarrotadas
de soldados. Era el 4 de febrero,
el día “C”, el día en que Ejército Popular de Liberación Chino, invadió África.
Nos quedamos petrificados ante el inverosímil espectáculo
que teníamos ante nuestros ojos. Raquel rompió el silencio indignada:
-
¿Éste era el plan secreto a que se refería
Huangh? ¿Invadir África? Para eso no era necesario que se inventara la “bola” del
Planeta que se está parando.
-
Supongo –concluí: perplejo, incrédulo y también
decepcionado.
-
Vaya jeta que tienen nuestros anfitriones. Me
pregunto qué papel jugamos nosotros en todo esto –insistió Raquel.
-
¿Qué quieres decir? –le pregunté.
-
Pues que…
A la vista de sus maquiavélicos planes, no entiendo las molestias que se
están tomando con nosotros.
-
La verdad es que yo tampoco lo comprendo
–reconocí.
-
Algo me dice que pronto sabremos algo al
respecto.
Raquel no había terminado de decir esto, cuando Huangh-John
irrumpió en nuestra habitación sin previo aviso. Estaba exultante.
-
¡Éste sí es un gran paso para la Humanidad!
–exclamó en inglés, parodiando sin complejos a Neil Armstrong.
-
Al menos os podíais cortar un poquito –le
reconvino Raquel, muy contrariada.
-
¿Por qué? –repuso Huangh, extrañado.
-
No os da… –iba a decir vergüenza, pero dijo–:
reparo, invadir un continente después de verse diezmado por un cataclismo.
-
¿Invasión? Esto no es una invasión –la corrigió
serio.
-
¿A no? –pregunté.
-
No –negó él rotundo.
-
Entonces… ¿A qué viene todo esto? ¿Venís de
camping, y esa bandera roja es la de los Scout? –inquirió Raquel, con sarcasmo.
-
¡Ah! ¿Lo decís por la bandera? Dada la
importancia de nuestra misión, el gobierno Luandés nos ha cedido este islote
como embajada.
-
¿Misión? ¿Qué misión, si puede saberse?
–pregunté.
-
Es una misión de orden global.
-
¡¿Estáis invadiendo todo el Planeta?! –exclamó
Raquel, escandalizada.
-
No es una invasión –contrapuso Huangh–. Estamos
ayudando a todo el Mundo.
-
¿Ayudando? La verdad es que estáis desconocidos;
y eso que no podemos quejarnos: ya estaríamos muertos sin vuestra ayuda, pero
últimamente nos habéis tenido aislados y ajenos a toda esta movida; y, la
verdad, nos preguntamos qué pintamos nosotros en todo esto –me sinceré.
-
Todos tenemos una misión que cumplir –afirmó,
poniéndose en plan Confucio de pacotilla; y añadió muy serio–: la vuestra es
dar esperanza a estos niños.
-
¡Venga ya! ¿Esperanza? ¿Qué clase de
esperanza les podemos dar? No son tontos, saben que tienen los días contados –sentenció
Raquel con lágrimas en los ojos, y protegiéndose la barriga con ambas manos.
-
Eso ya no será así –corrigió Huangh, sonriente.
-
¿Ah, no? –preguntamos los cuatro al unísono.
-
No. Los chinos hemos encontrado una forma de
evitar que la Tierra siga frenando su giro.
-
¡Huy! ¡Qué miedo me dan! –me confesó Raquel
desconfiada, y en español para que no la entendiera–: éstos van a tirar una
bomba atómica.
Huangh, destapándose por primera vez de que entendía español
perfectamente, soltó una fuerte carcajada, y nos dijo como cualquier chino del
“todo a cien” en nuestro idioma:
-
¿Creéis que somos como amelicanos que todo aleglan
con bomblas atómicas? –Raquel y yo quedamos atónitos. El cabronazo hablaba
español con soltura, y no nos lo había dicho. ¡La de cosas feas que nos habría
oído decir de él ante su jeta sonriente!–. Nadie no loco haría cosa así
–sentenció–. Antes norteamelicanos existieran, chinos dominábamos mapa
estrellas; los árabes y otros, sólo han copiado chinos; por eso en secreto
solución. Esta vez el éxito será sólo chinos. ¿Entendido?
-
Eres una auténtica caja de sorpresas –confesé,
mientras seguía observando cómo llegaban más y más barcazas, llenas de tropas y
maquinaria pesada.
-
Esto, amigo “Yil”, no es una invasión, es el
desembarco de dos millones de voluntarios chinos –afirmó Huangh orgulloso.
-
¿Qué vienen a…? –inquirió Raquel, todavía más
desconfiada.
-
… a construir una carretera –concluyó Huangh.
Ahora, la que rompió a reír fue Raquel, luciendo su aún
preciosa sonrisa en su cara escuálida.
-
¡Venga ya! ¿Una carretera? ¿Para qué? –pregunté
perplejo.
-
Dejadme que os lo explique –nos suplicó Huangh
en inglés, como un profesor que reclama la atención de sus estúpidos alumnos–:
¿supongo que conocéis el principio de acción-reacción?
-
Ya te digo yo que éstos la van a liar con una
bomba atómica –rumió Raquel, y Huangh
volvió a reírse de nuestra supuesta ignorancia.
-
La aproximación del meteorito a nuestro planeta
fue una carambola de las que ocurren una vez cada mil trillones de años –nos
informó Huangh con la firmeza de quien presume de conocer el dato exacto, y
continuó–: fue un auténtico milagro que
no chocase con nosotros. Pero su aproximación tangencial ocurrió a contra giro
con el de la Tierra, es decir, de Este a Oeste; lo que produjo una deceleración
de la rotación que todavía dura; y además supuso una modificación de la
distancia de la Luna, lo que mantiene la deceleración, que, con los medios
actuales, no se puede saber bien hasta donde llegará. El resultado a corto
plazo lo podéis imaginar: temporadas cada vez más largas de calor y frío cada
vez más extremos; a medio-largo plazo, será el colapso de la órbita terrestre
hasta su precipitación sobre el Sol.
-
¡Vámos! ¡El Apocalipsis! Pero… ¿Qué tiene que
ver la construcción de una carretera con eso? –inquirió de nuevo Raquel.
Los Nako, especialmente Tumaini, aunque no comprendían nada
en inglés, escuchaban con atención nuestra animada conversación
-
Ya veo que sois de letras –se burló el chino
aprendiz de sabio–. Si conocierais la física sabríais que para acelerar un
cuerpo es necesaria una fuerza.
-
Yo también estudié ingeniería –advertí a Huangh
con la esperanza de que no me pusiera en algún aprieto, y Raquel se me quedó
mirando como si la estuviera marginando, luego añadí–: no tenemos una fuerza
suficiente para devolver a la Tierra a su velocidad inicial.
-
Sí la tenemos –afirmó Huangh con rotundidad, y
su novia, que acababa de entrar, sonrió complaciente con una leve inclinación
de su mentón.
-
¿Enormes cohetes colocados horizontalmente en el
Ecuador? –sugirió Raquel, herida en su orgullo, y haciendo alarde de su magnífica
formación polivalente, añadió–: ¿Para eso queréis la carretera? ¿Vais a
construir una especie de enorme “Cabo Cañaveral” en el África Ecuatorial? ¿Te
has parado a pensar la de combustible que será necesario? Por no decir de la
cimentación sobre la deberá ejercer su fuerza. Para cuando acabéis, la Tierra
se habrá detenido, y con ella todos nuestros corazones –concluyó desesperada
sin dejar acariciar con ternura su barriga prominente, qué más que un embarazo
parecía la de una niña raquítica.
-
Has acertado en el concepto. Muy inteligente
–reconoció Huangh, provocándome de reojo, aunque la corrigió inmediatamente–:
pero no en el origen de la fuerza.
-
Entonces, eso nos lleva de nuevo a la solución
de la bomba atómica.
-
¡Que no! –insistió rotundo el chino, harto de
nuestra desconfiada ignorancia.
-
¿Nos lo vas a decir, o no? –le exigí exasperado.
-
Con una condición.
-
¿Nos ves en disposición de negarnos a
condiciones? Hagáis lo que hagáis, estamos todos perdidos. Quizá una explosión
nos ahorre sufrimientos –admití desesperanzado.
-
Os lo diré si prometéis revelar exactamente cómo
surgió la idea.
-
¿Contarlo? Qué raro. Por favor Huangh, deja ya
de torturarnos, que no tenemos fuerzas ni humor para adivinanzas –le suplicó
Raquel.
-
Está bien –dijo en Francés, y dirigiéndose a
Raquel y los Nako, comenzó a confesar en ese idioma para que ellos también le
comprendieran, especialmente Tumaini–: ya sabéis que a los chinos nos encantan
los cuentos.
-
Eso, ahora cuéntanos un cuento chino –murmuró
Raquel, aburrida y aborrecida.
-
Una noche, cuando nos encontrábamos en
Kisangani, tuve la fortuna de escucharos hablar mientras estabais sentados
junto al río Congo. Tú contabas una leyenda –dijo, refiriéndose a Raquel, que
se mostró algo escandalizada, por lo que yo miré con reprobación a Huangh.
-
No me mires así, Gil; tú no me viste, pero
estabas apenas a unos metros de mí, espiándoles también.
-
Vaya par de cotillas –protestó Raquel con un
hilo de voz, castigándonos a ambos con su mirada, y añadió–: ¿Y bien?
-
¡Lonchinos! –interrumpió entonces Tumaini dando
un respingo
Evidentemente, la muchacha había estado comprendiendo
bastante bien toda nuestra conversación anterior en inglés.
-
¡¿Queeeé?! –coreamos Raquel, Mizelede y yo.
-
¡¡EXACTO!! –reconoció Huangh volviéndose hacia
la muchacha, y añadió–: ¡Lonchinos! El viejo de la Luna, castigado a caminar
eternamente dando vueltas al Satélite para que éste no se parara. El relato me
impresionó.
-¡Ah! Pero… ¿No tenéis un cuento chino a su altura? ¡Qué raro –bromeé.
-¡Ah! Pero… ¿No tenéis un cuento chino a su altura? ¡Qué raro –bromeé.
-
Seguramente sí, pero no lo conozco –asintió con
una mezcla de orgullo y modestia china–. En el confucionismo creemos que cuando
se altera el orden natural de las cosas, siempre hay graves consecuencias. El
hombre debe armonizarse con el Cosmos. Aquél que altera el orden es castigado,
como le ocurrió al viejo Lonchinos, castigado a reparar el daño causado. Nada
ocurre por casualidad. Cuando llegamos aquí, y supe el problema de la rotación
de la Tierra, comprendí la razón por la que yo había escuchado vuestra extraña
leyenda. Del modo menos imaginado me había sido revelada una fórmula magistral
que daría a la Humanidad la oportunidad de redimirse de tanto daño como había
causado al Medio Ambiente. Así me convertí en un Junzi, un hombre
superior, cuya moral le obligaba hacer cumplir un mandato del Cielo.
Parecía mentira que estuviera hablando el mismo ingeniero de minas histérico a quien estuvo a punto de estrangular Seña en defensa propia.
Parecía mentira que estuviera hablando el mismo ingeniero de minas histérico a quien estuvo a punto de estrangular Seña en defensa propia.
-
¿Qué mandato? –preguntó Raquel escéptica.
-
Conseguir que la Humanidad acepte el mismo
castigo que había recibido Lonchinos: caminar alrededor de la Tierra para que
ésta no detenga su giro.
-
¡Venga ya! –dijimos incrédulos todos, menos
Tumaini–. Tantos días de niebla te han nublado la mente, Juanjo.
-
Es curioso, cuando se lo conté a nuestro
Embajador, en chino, pero más o menos, esa fue su misma expresión –confesó.
-
No me extraña. ¿Cómo se te ocurrió algo así? Es
sólo un cuento para niños –le dije.
-
¡Él tiene razón! –salió Tumaini en su defensa
con rotundidad, y añadió–: se puede hacer. No hay otra solución, debemos
cumplir nuestro castigo –asumió con
resignación, como si la pobre tuviera culpa de algo.
-
¡Gracias Tumaini! –le agradeció Huangh, como lo
haría un científico a otro colega reconocido, y continuó–: La fuerza y la masa
de la mayoría de los Seres Humanos
caminando alrededor del ecuador del Planeta, acompañada de sus máquinas,
barcos, animales grandes, todo moviéndose en sentido contrario al giro de la
Tierra, generará una fuerza de reacción contraria que mantendrá y acelerará el
giro hasta recuperar su ritmo original. Será como si la Tierra se diera cuerda
a sí misma aprovechando todo lo que tiene a su alcance.
La habitación quedó en silencio. El sol entraba por las
rendijas de los tableros colocados sobre la ventana, trazando unos rayos
transversales que dividían la estancia en dos, dejando de un lado a Huangh, Wen
y Tumaini; y del otro, nuestro escepticismo.
Nos costó siquiera imaginar semejante empresa. Al fin en mi
cabeza de ingeniero fracasado empezaron a encajar las piezas: técnicamente
podría resultar, pero no podía ni imaginarme la logística necesaria, ésta
dejaría al nivel del suelo la construcción de las Pirámides de Egipto, de la
Muralla china, de... El esfuerzo sumado de toda la Humanidad hasta la fecha no
sería semejante.
-
<<Sería una labor de… ¡Chinos!>>
–pensé en voz alta.
Entonces, atravesando la reja de rayos de luz polvorienta,
me acerqué a la ventana y observé de nuevo el desembarco. ¿Chinos? Venían
cientos de miles, quizá millones de chinos, Huangh no bromeaba. Alguien creía
que el plan podía funcionar.
-
¿Te parecen suficientes? –me preguntó Huangh
observando mi asombro.
-
Pero… Para traer tantas personas y maquinaria al
ecuador no se mantendrá ese mismo esfuerzo tangencial, puede ser incluso
contradictorio.
-
No, si todas las rutas se hacen siempre
Norte-Sur, Este-Oeste.
-
Será agotador, nadie soporta tanto tiempo
caminando –repuse.
-
Está todo pensado. Se renovarán las personas. El
plan es que cada individuo camine hasta cruzar el continente cargado con una
mochila que suponga el 20% de su peso, y luego transportarlo en barco lo más al
norte o sur que pueda llevarse, tiempo que aprovechará para recuperarse,
descansar y ganar todo peso que pueda. Luego se le llevará al continente
americano para lo mismo, así sucesivamente.
-
¿Porque al Norte y al Sur? –pregunté intrigado.
-
Por la misma razón por la que un patinador se
pone de puntillas y alza sus brazos para aumentar su giro sobre el hielo: para
disminuir su momento de inercia, será necesario desplazar a toda la población
“inerte” lo más cerca posible de los Polos –me aclaró el chino, dando
evidencias de su experiencia como profesor universitario.
-
Pero… Luanda está al oeste de África y bastante
al sur del ecuador, comenzar por aquí no es lo mejor –corrigió acertadamente
Tumaini, que no dejaba de asombrarnos.
-
¡Qué lista es esta muchacha! –insistió Huangh,
para gran orgullo de Raquel, y puntualizó–: así como el Atlántico se ha metido
casi un kilómetro en esta costa, el Índico, que es menos profundo, se ha
retirado varios kilómetros de la costa este de África. Actualmente, tratar de
llegar a las costas de Somalia, es imposible –aclaró Huangh, y prosiguió–: se
estudió la ruta óptima, y lo mejor es atravesar África partiendo desde aquí,
subiendo hacia el ecuador cruzando Angola, República Del Congo, Tanzania,
Kenia, hasta llegar a Somalia. Librando así la selva, los volcanes. los grandes
lagos y la guerrilla. En diez días estaremos sobre el ecuador en las costas de
Somalia. Allí comenzaremos de inmediato a construir la carretera ecuatorial, de
este a oeste. Para cuando el Índico recupere los puertos orientales, ya
llevaremos tres semanas construyéndola; a partir de entonces nuestros barcos
podrán llegar a la costa este de África, y todo será más fácil.
El plan era tan majestuoso que nos quedamos sin palabras,
hasta que Raquel, desalentada, protestó:
-
Yo no puedo hacer semejante cosa, y menos en mi
estado. Quiero volver a España, necesito volver –y rompió a llorar
desconsoladamente.
Tumaini y Wen, se acercaron a ella. La china la abrazó para
animarla, y le dijo con su voz melosa:
-
Por supuesto que volveréis a España, esa es
vuestra misión.
-
¡¿Nuestra misión?! –reaccionó Raquel perpleja.
-
Sí, vuestra misión. No todos ven este plan tan
claro como nosotros. La escasa convicción de la HOPE no acaba de calar en una
población convencida de que los Chinos estamos invadiendo el Planeta. La
mayoría de nuestras embajadas han sido atacadas, y hemos perdido contacto con
el personal. Necesitamos que volváis a Europa y nos acompañéis a contarles a
todos lo que aquí está ocurriendo, que no se trata de una invasión, que si no
reaccionamos a tiempo, será demasiado tarde, y que es necesaria la
participación de toda la Humanidad –nos suplicó Huangh.
Sin reflexionar más sobre tan buenas intenciones, extrañas
para un pueblo en plena euforia hegemonista, la noticia nos infló de ilusión.
-
¿Cuándo volvemos? –pregunté loco de alegría.
-
Mañana –sentenció Huangh– embarcaréis en un
portahelicópteros del ejército, desde el que os llevarán hasta el puerto de
Algeciras. No descartéis tengáis que mediar para evitar problemas con vuestra
marina, si es que está operativa.
-
¿Embarcaréis? ¿No vendréis vosotros? –pregunté
extrañado a la pareja china.
-
No, amigo “Yil”. No os lo he dicho, pero han
nombrado a Wen máxima responsable de la operación Xiwàng, y yo soy su
principal ayudante –añadió orgulloso Huangh–. Vuestra misión es hacer de
mensajeros de nuestra buena voluntad. Seréis nuestros embajadores, para ello se
os darán Cartas de Naturaleza de la República Popular China.
-
¿Me estás diciendo que seremos ciudadanos
chinos? –exclamó Raquel asombrada.
-
Los seis –le concretó Wen, culta y refinada –: Erika,
la primogénita de “Yil”, y la pequeña “Tao-Yil”, también lo será –vaticinó
apuntando a su barriga como si supiera que iba a ser una niña, a la que
llamaríamos Tao.
-
¿Para qué? –le inquirí.
-
En cuanto os hayáis reunido con Erika, deberéis
presentaos todos en nuestra embajada de Madrid, que gracias a vuestro famoso
gobierno “frankestein”, todavía existe. Deberéis acompañar al embajador a Paris
para entrevistaros con Madame Binoche. En calidad de embajadores del pueblo
chino le contaréis cuales son nuestros planes y requeriréis su apoyo para
conseguir la ayuda de toda la HOPE. Tendréis que ser muy convincentes. Recordad
que de la colaboración de todo el mundo depende la suerte del Planeta.
-
Si vais toda la familia será más fácil –añadió
Wen.
-
Sí, la verdad es que acompañados de algún
funcionario chino pareceremos la “Familia Benetton” –bromeé, invadido por la
euforia.
-
No te burles cariño, por favor –me suplicó
Raquel.
-
Perdona, pero es que no puedo reprimir mi
alegría. ¡Vamos a volver a
casa! –grité jubiloso–. ¿No te parece todo esto una locura? ¡Nosotros
embajadores de china! ¡A París para hablar con Juliette Binoche! Que ahora es…
¡¡Joder!! ¿Quién es? ¡¡¿La Presidenta de Europa?!! ¿No es increíble? A veces
pienso que la palmamos la noche que abandonamos Beni, y esto es sólo un sueño
en nuestra inmortalidad.
- Lo veré cuando lo crea –admitió Raquel, aún escéptica,
mientras se me entregaba en un abrazo al que Mizelede y Tumaini, temerosos
quizá de que en el último momento nos arrepintiéramos de llevarlos con
nosotros, también se unieron. Éramos una familia unida, que permanecería unida.
-
No seas incrédula, más –le reconvino Huangh–. Vais a volver a casa. Es
importante que vayáis todos a Paris, y no olvidéis contar detalladamente el
origen de la idea, por estrafalaria que parezca debéis utilizarla. No os dé
vergüenza. Lo habéis prometido.
-
Los franceses son muy románticos, y más
tratándose de una actriz. Para Madame Binoche la leyenda de Lonchinos contada
en una noche estrellada a orillas del río Congo, a unos huérfanos africanos por
una reportera europea asilvestrada, espiada por un agente chino, y por un
paparachi que luego resultó ser su amante, le resultará irresistible. Ninguna
de las legaciones de científicos cargados de cálculos que hemos enviado ha
conseguido convencer a la HOPE de que nuestra propuesta de despoblar América y
Europa no es para invadirlas. Aunque parezca mentira, sois nuestra última esperanza.
La última esperanza para la Humanidad
–suplicó Wen que cada vez parecía ser la que más llevaba la voz principal en
este asunto.
-
Eso suena fatal –admitió Raquel sentándose
agotada al pie de la cama, y añadió–. No puede ser que tanto dependa de tan
pocos, y tan débiles. No es justo. Yo bastante tengo con lo mío. No puedo
asumir esa responsabilidad, no me corresponde.
-
Has dicho que sois responsables de la Operación
“Chiguan”, ¿qué significa?
-
Significa esperanza
–puntualizó Wen, y añadió–. Por favor, creed en vuestra misión. Es
importantísimo que convenzáis a todo el mundo de que aún existe esperanza para
devolver el Planeta a su pulso normal, y que ello depende, más que nunca, de
todos y cada uno de sus habitantes. Hacedlo por esa criatura que pronto nacerá.
Raquel rompió entonces a llorar desconsoladamente, y con
ella Tumaina en cuyo hermoso rostro brotaron por primera vez las fuentes del
Congo. Viéndola incapaz de recoger sus propias lágrimas, mi esposa la trajo
hacia sí, se recompuso como pudo, le secó la cara con sus dedos huesudos,
levantó la cabeza hasta que un haz de luz inundó la selva de uno de sus ojos, y
con su mejor voz de locutora de televisión, me ordenó:
-
Gil, prepara la maleta.
-
…
No fuimos los únicos embajadores eventuales, junto con
nosotros, el 5 de febrero embarcamos en el
buque portahelicópteros “Changbaishan”: tres portugueses, dos monjas
italianas de origen etíope, un croata y un cubano; que, por avatares similares
a los nuestros, también habían naufragado en las costas de Mâo-Miguel; perdón,
de Sâo Miguel.
Con ropa azul de la marina china, abrochada hasta el cuello,
aunque sin divisas, parecíamos la camarilla de Kim Jong-il. Nuestra mayor
sorpresa, que emocionó muchísimo a Raquel, fue que a Tumaini le prepararon unos
brazos de muñeca de trapo, con manos sintéticas de color moreno, que a nosotros
nos parecieron inútiles y algo irreverentes, pero que ella aceptó encantada.
La travesía, debido a que el océano estaba atestado de
basura flotando, fue muy, muy lenta. El principio del viaje fue un calvario:
los pequeños Nako estuvieron vomitando dos días seguidos, luego se
acostumbraron y su estado mejoró; pero Raquel persistía y se estaba debilitando
peligrosamente, así que el magnífico equipo médico de a bordo decidió
provocarle el parto al cuarto día de
navegación. Así se cumplieron los tres vaticinios de Wen: fue una
niña, nació en territorio nacional chino; diminuta, con su piel aterciopelada,
sonrojada en sus mejillas, aunque ligeramente amarillenta en el resto debido a
la ictericia provocada por la desnutrición de Raquel, parecía un melocotoncito;
por lo que el nombre propuesto por Wen nos pareció de lo más apropiado; así que
la pusimos de nombre Tao (melocotón en chino): Tao Gil Monreal: Tao-Yil.
Tras dar a luz, Raquel, ayudada por los médicos, recuperó el
apetito y el tono casi de inmediato. Su maternidad rumbo a casa puso fin a
meses de debilidad provocada por la angustia y la desesperación. Con nuestra
pequeña “melocotón” en brazos se la veía sana, feliz y hermosa. Yo ya había
visto a una mujer…, bueno en realidad mi ex aún era casi una niña cuando fue
madre, pero ahora la diferencia era que con Raquel pude tomarme el tiempo y el
sosiego necesarios para observar el prodigio. No hacía ni un año que la conocía
y la había visto sufrir un cambio radical: de una mujer solitaria obsesionada
por su imagen y su éxito profesional; sin compromiso personal bien definido;
caprichosa, irresponsable, sin empatía y mandona hasta la mala educación; se
había convertido en una madre coraje, cariñosa y comprometida, que luchaba por
sacar adelante una familia ecléctica en el peor momento, y peor lugar imaginables.
Un milagro, de la Naturaleza que no
la convertía en santa, a no ser porque ella había obrado otro tanto en mí.
Sí, Raquel había conseguido el milagro de cambiarme. Al
contrario que el meteorito con la Tierra, que, haciendo gala de un arte marcial
propio de un viajero experto en carambolas cósmicas, el pedrusco había sabido
aprovechar la atracción excesiva de nuestro planeta transformándola en el
último momento en repulsión suficiente como para salir huyendo salvando así su
fama de galán solitario que deja a las féminas aturdidas; yo, que partía de una
actitud de misógino resentido por mi mala fortuna con las mujeres, había mudado
mi rechazo inicial por una fuerte admiración provocada por su catarsis
personal, y me había dejado atraer por ella hasta el impacto, dinamitando en
mil pedazos mi coraza de egoísmo.
Juntos, los cinco, formábamos una joven familia unida por el
amor. Éste era un buen principio, estábamos convencidos de ello. La vida
seguía, y parecía hacerlo con fuerza y decisión reflejada en nuestra pequeña
Tao, pero sabíamos que estábamos en un mundo que tenía las horas contadas y
tendríamos que infundirnos de grandes dosis de valentía para seguir adelante.
Nos aferramos al plan “Lonchinos” como nuestra última oportunidad. Para mí fue
un acto de fe, algo a lo que nunca pensé que llegaría a recurrir, pero ansiaba
llegar a Madrid para encontrarme con Erika, deseoso de que estuviera bien, y de
que quisiera sumarse de buena gana a nuestra aventura vital.
Si el nacimiento de la pequeña Tao supuso para todos un
“chute” de optimismo, para Tumaini fue un regalo divino. La alegría y la
emoción de la muchacha eran tan evidentes como su fastidio por no poder cogerla
con sus brazos de muñeca de trapo; pero Raquel encontró el modo de que pudiera
sentirla: poniéndose detrás de Tumaini, cogía a la pequeña, y haciendo que sus
brazos parecieran los suyos la acercaba al pecho de la joven, que se inflaba de
amor, creo que más maternal que fraternal.
Pasada la euforia inicial, y puesto que la pequeña Tao
acaparaba toda la atención de Raquel, los Nako, especialmente Tumaini, comenzaron
a quedarse un poco en segundo plano; sin embargo, la muchacha, lejos de
cohibirse comenzó a mostrarse más abierta que nunca. Ahora pienso que
contribuyó a ello en cierto modo sentirse liberada de África. Pensar en un
Continente devastado del que se alejaba para enfrentarse a otro mundo, le
refrescó la memoria, y en largos ratos sentados en cubierta, tapados con una
manta, y escuchada en silencio por su hermano, me contó cuanto recordaba de
todo lo que su abuela, haciendo gala de su gusto por la transmisión oral, le
había contado de la historia de su familia, y que yo me he permitido completar
encajándolo con mis conocimientos como reportero.
Oficialmente, los abuelos de Tumaini habían pertenecido a la
supuesta etnia Hutu, no porque fueran más bajos o altos que los Tutsi, de piel
más oscura, labios más prominentes, pelo más rizado, de religión o lengua
diferente, no; lo eran porque en 1.926 sus padres no tenían más de 10 cabezas
de ganado; ese fue el diferencial que establecieron los invasores colonialistas
belgas para abrir, interesadamente, un cisma profundo y sangrante entre estos
dos pueblos de raza bantú que, hasta entonces, convivían con cierta armonía,
repartiéndose su especialización: ganadera, o agrícola, respectivamente.
Se ha visto que las mayores atrocidades propias de las
guerras civiles son fruto de criminales enfermos de envidia terminal. En
África, donde todo es aún bastante ancestral, los sentimientos más retorcidos
afloraron con facilidad, y los Nako no escaparon a aquella locura civil.
Considerados arbitrariamente Tutsi, habían llegado al entonces denominado
Zaire, ahora RDC, huyendo de los radicales de su propia etnia Hutu, sólo porque
cuando estalló la guerra en Ruanda tenían cierta posición social,
condescendencia con los Tutsi, un pedazo de tierra, gallinas y media docena de
vacas, conseguidas gracias al trabajo duro y el ahorro de toda la familia; lo
que había despertado la envidia de algunos vecinos, digamos… “menos capaces“,
que no tardaron en presionarles para que lo abandonaran todo, con el malicioso
propósito de apropiárselo. Sin embargo, cuando acabó la guerra en Ruanda, los
Nako no volvieron para vengarse como hicieran otros; decidieron quedarse en
Zaire haciendo lo que mejor sabían: trabajar duro y ahorrar.
Tras
pasar varios años en el infierno de los campos de refugiados de Goma, ya
entrado el siglo XXI, un joven miliciano vigilante del campo de refugiados, se
enamoró de la madre de Tumaini. Se casaron y fueron todos acogidos en Malinde
por sus suegros. Una vez integrados en la aldea, ayudaron a instalarse como
vecinos a Hutus que, como ellos años atrás, habían tenido que huir a Zaire
alejándose de la ira de los supervivientes del genocidio. Así fue como sus
compatriotas refugiados volvieron a considerarles nuevamente como Hutu. A ello
contribuyó que el abuelo paterno de Tumaini se hubiera alistado en el Frente
Democrático para la Liberación del Congo-Zaire, combatiendo en la “Primera
Guerra del Congo“, junto a milicianos Hutu que se levantaron contra el dictador
Mobutu quien, curiosamente, apenas un año antes los acogiera para satisfacer
sus intereses políticos, y ahora los obligaba a volver a sus países de origen
bajo pena de muerte; en fin: una puta locura.
Cuando
Mobutu huyó de las garras de Kabila, y éste fundó la República Democrática del
Congo (RDC), los Nako pudieron vivir en Malinde algunos años con cierta…
“tranquilidad”; momento que muchos aprovecharon para tratar de aumentar las
familias diezmadas por la guerra; en concreto los padres de Tumaini, para
engendrar dos hijos varones.
La
bonanza duró poco. El fracaso del régimen socialista de Kabila pronto les
pasaría factura. El posicionamiento del padre de Tumaini en la lucha contra Mobutu
había despertado el recelo de algunos vecinos Hutu aún favorables al dictador
huido, lo que, poco a poco, devolvió nuevamente y a los Nako al estatus de privilegiados
por el régimen de Kabila y, paradójicamente, a recordar su falsamente atribuido
origen Tutsi. Con la llegada del nuevo
milenio, y la excusa de la “Segunda Guerra del Congo”, ni el buen corazón de
los Nako pondría freno a que la fiera voraz de la envidia, y la miseria humana
que conlleva, hundiera sus colmillos afilados en su carne. Sin saber muy bien
de dónde les venían las dentelladas, acabaron asesinados, muriendo en la guerra,
desapareciendo, o mutilados: primero sus tres tíos paternos, luchando; luego
sus abuelos paternos y su abuelo materno, asesinados en Malinde durante un
ataque nocturno de los guerrilleros Mai-Mai; y poco antes de acabar la guerra,
los hermanos mayores de Tumaini, sin ayuda médica que lo evitara, murieron
víctimas de la malaria con apenas una semana de diferencia.
Finalizada
la segunda guerra, pareció que por fin los Nako supervivientes podrían
reiniciar sus vidas; entonces nacieron Tumaini y poco después Mizelede,
el ansiado varón tras sus malogrados hermanos. Pero la Paz fue sólo un
espejismo, su padre, que para entonces era policía militar, fue acribillado por
un grupo guerrillero que trató de saltarse un control de carretera, y cuatro
años después su madre y sus tres tías viudas, desprotegidas y obligadas a
trabajar como recolectoras para poder subsistir, marcharon juntas a las
plantaciones de caña de azúcar en Kivu Sur, de dónde nunca volvieron.
Finalmente, la propia Tumaini que, si pudo sobrevivir a los peores mordiscos
del monstruo de la barbarie, fue gracias a que su abuela la cuidó, no sin la
ayuda de alguna ONG.
De su trágico episodio con Jerôme no me contó nada, tal vez
porque tenía la memoria cauterizada por el dolor, o porque aún no estaba
preparada para ello, quizá porque nunca lo estará.
Capítulo 8, Lisboa.
El viaje, comparado con lo que habíamos vivido, fue bastante
bien, y nos sirvió para serenar nuestros espíritus, a ello contribuyó que el
programa “chino” de actividades a bordo no nos dejara ni un momento para el
hastío, la preocupación, el temor, ni el remordimiento. Tras largas noches, que
debían tener al menos diez horas de las de antes del “evento”, todos los que no
estaban de servicio, incluida Raquel, a toque de silbato nos levantábamos al
amanecer y durante una jornada de al menos dieciocho horas de “las de antes”:
hacíamos Tai-Chí, desayunábamos, cantábamos a coro sin tener ni puta
idea de lo que decíamos, corríamos por cubierta y por dentro, subiendo y
bajando escaleras (de las que Raquel y Tumaina quedaban exentas pues podían utilizar
atajos habilitados a tal efecto), después nos quitábamos la ropa de gimnasia,
nos poníamos unos buzos de color amarillo y hacíamos instrucción militar, tras
una ducha colectiva que no distinguía espacios por sexos, comíamos por turnos
usando la mitad del comedor y cuando terminábamos, pasábamos a la otra mitad
del comedor, y mientras comía el turno siguiente, hacíamos unos minutos de
siesta sentados y apoyando la cabeza sobre la mesa de chapa. Todo un lujo.
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