'El castigo de Lonchinos' Capítulo VII: Luanda


Nuestro viaje por la N7 fue un tormento, nada que ver con la carretera vigilada y cuidada que yo recorriera años atrás pagando 3 dólares cada doscientos kilómetros. Manadas de elefantes huidos del Parque Nacional de Lomami, desorientados y nerviosos tenían ahora preferencia, y la ejercían con total impunidad cortándonos el paso durante largos ratos en los que, de no haberse tratado de vehículos acorazados, habrían acabado volcándolos y aplastándolos para sacarnos de dentro como maní de su cáscara.

Al principio nuestros encuentros con los paquidermos nos hicieron cierta gracia; los españoles incluso bromeábamos con símiles taurinos, pero cuanto más al sur íbamos, más grandes y violentos eran. Al final nos acojonábamos cada vez que nos interceptaban. El peor momento fue cuando nos topamos con un grupo de hembras velando algunos de sus congéneres machos, todos ellos con sus cabezas brutalmente mutiladas para arrancarles los colmillos. El olor era nauseabundo, y no podíamos avanzar ni retroceder. ¿Quién podría ser tan descabezado como para tratar de vender marfil en semejante situación mundial? Y, no digamos para comprarlo. Sus ataques fueron tan violentos que hubo que hacer uso de botes de humo para ahuyentarlas.

Tardamos doce horas en llegar a Kananga, allí repostamos y luego, por la N1, marchamos hasta Tshikapa; desde esta pequeña ciudad, para evitar encontrarnos con las fuerzas del ejército congoleño que podrían estar viniendo desde la capital, en lugar de ir al oeste hacia Kinshasa, por la mejor ruta, tomamos dirección sur por la regional R706; Esta tenebrosa vía, salpicada de cadáveres en las cunetas, sin más signo de vida que los cuervos y buitres, acabaría llevándonos hasta la aldea de Mwasuakenge que estaba totalmente desierta; de allí, la frontera con Angola quedaba a muy pocos kilómetros.

Dos días después de salir de Kisangani, hechos un cuatro, con los culos totalmente aplastados por los asientos, llegamos a un puesto fronterizo; allí tampoco había nadie, así que el convoy, tras dudarlo unos minutos que aprovechamos para hacer nuestras escasas necesidades, cruzó la frontera y prosiguió hasta Dundo. A las afueras de aquella ciudad nos esperaba un exiguo destacamento del ejército angoleño, que nos recibió con frialdad, y nos escoltó al sur de la ciudad, para confinarnos en un enorme solar rectangular, situado frente a la terminal del aeropuerto.

La sola idea de vernos otra vez “concentrados” en un aeropuerto nos inquietó muchísimo; y las cinco horas que pasamos a la intemperie, esperando novedades bajo un sol de justicia; se nos hicieron interminables.

Al fin, el Teniente Coronel “Simba”; quien, junto a su colega “Sandokan”, habían permanecido reunidos con militares angoleños en un hangar, salió e hizo formar a todos los cascos azules; entonces, les dijo en inglés:

- Ésta es la situación: siguiendo las órdenes de la HOPE, deberemos esperar aquí hasta que lleguen nuestros refuerzos, luego volveremos a Kisangani para garantizar la paz, y recuperar la normalidad en Kivu Norte hasta nueva orden.

La noticia quebró la disciplina de los soldados. Éstos rompieron la formación, y fue necesario que los sargentos indios se emplearan a fondo con sus varas de bambú para mantener el orden, gritando “at attention” al tiempo que aproximaban sus manos a la cubierta de sus revólveres.

Cuando se tranquilizó la tropa, los “civiles” aprovechamos para exigir noticias sobre qué iba a ser de nosotros.

- No podemos volver al norte. ¡Nos matarán a todos! – se oía gritar en diversos idiomas.

Entonces, el Teniente Coronel Indio, dirigiéndose al medio centenar de civiles expectantes y silenciosos, nos dijo:

- Las Autoridades de Angola les dan la bienvenida a su país, y les acogerán debidamente mientras dure su estancia, pero de momento no pueden llevarles a todos hasta Luanda, pues no disponen de medios de transporte suficientes. Aquellos de Ustedes que no puedan ir a Luanda, podrán elegir entre procurarse un medio de trasporte por su cuenta, o esperar con nosotros a que lleguen los refuerzos, entonces, de camino a Kisangany, quizá podamos dejarles en Kinshasa.
- ¿A cuántos nos pueden llevar? –gritó un canadiense.
- A unos veinte. –espetó “Simba”.

Entre los civiles las reacciones fueron variadas: a diferencia de los mineros pakistaníes, a sus jefes chinos les traía sin cuidado el futuro de nuestros ángeles de la guarda, y les importaba una mierda si eran cascos azules, o negros angoleños quienes les llevaran a Luanda, su interés era llegar allí cuanto antes; los geólogos italianos, como de costumbre, gritaban y hacían grandes aspavientos con los brazos sin aclarar si estaban de acuerdo, o en contra de algo; los (seguíamos sin saber qué cojones hacían allí) ingleses, junto con los madereros canadienses, hicieron corro alrededor de los diplomáticos israelíes que, presumiblemente parecían ofrecer otra alternativa. ¿Y los españoles? La posición de los españoles, como siempre, contradictoria: a unos nos parecía mal, pero si no quedaba otro remedio… lo echaríamos a suertes.

Iker, Andrés y Koldo, se subieron a una tanqueta, luego les acompañaron David y Seña; éste último, aprovechando que todo el mundo se callaba para ver qué mosca les picaba a los españoles subidos en la tanqueta, le gritó a “Simba” en inglés:

- Si ellos no vienen –refiriéndose a la leva de “Indis” y “Pakis”–, nadie de nosotros irá.

Los soldados, atentos a la reacción de sus mandos, ni pestañearon. “Sandokan” y “Simba”, haciendo alarde de su flemático estoicismo anglo-oriental, hicieron como que no fuera la cosa con ellos y dirigieron simultáneamente sus miradas al comandante Angoleño; éste, que se “moría de ganas” por resolver nuestra situación dijo en mal inglés:

- Diez minutos –dicho esto, con un leve movimiento de una ceja sobresaliendo por encima de sus gafas de espejo impoluto, activó la retirada su plana mayor, y, sin decir ni media, se metieron todos en el pabellón, dejando que deliberáramos.

Ante la mirada atónita y desesperada de los cascos azules, la discusión entre civiles fue patética. Los comerciantes indios, los mineros pakistaníes, los franceses, la mitad de los italianos, los vascos, David y Raquel, parecían conformes con la decisión de quedarnos con los cascos azules, y se enfrentaron a los chinos que amenazaban a grito pelado sin entenderles ni “papa”. Los hermanos Nako, que no comprendían que estaba ocurriendo, y menos por qué Raquel discutía ahora con un chino que hasta hacía unos minutos había sido un tío súper simpático, se refugiaron aterrorizados detrás de mí. Entonces, cogí del brazo a Raquel y, arrancándola del chino, la advertí:

- Ahora no te entiendo. Será muy noble, pero no podemos hacer algo así. Debemos llegar a Luanda y embarcar rumbo a España lo antes posible. Se lo hemos prometido.
- Pero no sería justo… –repuso– Estos pobres han puesto en peligro sus vidas por salvar las nuestras, y a estos “hijos de puta”, que a la vista está que tienen transporte para todos, no les da la gana llevarnos, porque así se garantizan que los Cascos Azules se quedan aquí, para el caso de que milicias del Norte traten de cruzar la frontera.
- Razón de más para marcharnos. Hacia el norte es un auténtico polvorín, por no hablar de los volcanes, y a Kinshasa no querrás ir, seguramente el ébola está haciendo estragos allí. Tenemos que salir de aquí hacia Luanda, es nuestra única oportunidad Tenemos que sacarlos de aquí. Por favor. –le advertí suplicante.

Raquel se quedó mirando a Tumaini, y pareció reaccionar de inmediato.

- ¡Joder! Tienes razón –exclamó arrepentida.
- Trata de convencer a tu equipo –le rogué, mientras ella acariciaba a la muchacha para disculparse.

Al tiempo que yo soportaba con sonriente estoicismo la bronca ininteligible del chino al que había robado su púgil, Raquel, respiró hondo, cerró los ojos e hizo un “reset” en su software interno. Unos segundos después, cuando volvió a abrirlos, había mutado de “modo reportera solidaria dicharachera”, a “modo madre responsable”.

Se dirigió a hablar con su equipo, pero sus súplicas fueron un desastre, ya nadie la reconocía como jefa pues el puesto se lo había arrebatado, quien sabe si desde el principio, Koldo. No consiguió convencer ni a David, que ya se había entregado en cuerpo y alma a los deseos revolucionarios de los vascos.

- ¿Cómo podéis ser tan egoístas? –nos censuró entonces David.
- Te recuerdo que tengo una hija esperándome, y dos más aquí. ¿Acaso lo has olvidado? –me defendí, mientras Seña me liberaba del chino protestón, agarrándole por el cuello.
- Todos tenemos familia –me corrigió–. Los soldados también.
- Pero es su profesión. A ellos les pagan por hacer esto –afirmé con subjetivo egoísmo.
- ¿Qué salario puede pagar tu vida? Si vuelven a Butembo les matarán a todos. Debemos quedarnos con ellos, seremos su seguro de vida –repuso David, seguro de su decisión.
Iba a decirle que ellos y los Cascos Azules, secuestrados, serían el seguro de vida de los Angoleños en Dundo, cuando irrumpió en el campo un camión militar angoleño y se detuvo junto a nosotros envuelto en una polvareda, sin parar el motor.
- Partimos para Luanda en tres minutos –gritó en portugués un sargento Angoleño, y añadió–: vayan subiendo, podemos llevar a quince.

Aún dudamos pero no podíamos hacer otra cosa. David, con lágrimas en los ojos se resignó a separarse de Raquel; abrazándola muy fuerte nos deseó mucha suerte, y, antes de que nos fuéramos, apoyado en su ya inseparable amigo Andrés, trató de conciliarse con nosotros:

- Ya veréis como en cuanto venga el nuevo convoy, se acojonarán y nos dejarán llevar por los “paquis”. En pocos días nos encontraremos en Luanda y volveremos juntos a España. Si no, nos acantonaremos aquí y formaremos de nuevo nuestra PREC hasta que nos echen por pesados –afirmó gracioso, tratando de quitar dramatismo a la situación.
- Por favor, David, ven con nosotros. Tenemos sitio –insistía Raquel.
- Lo siento, pero mi lugar está aquí –concluyó David.

Qué extraño es el comportamiento humano. Los ingleses y los israelíes, inexplicables designios de la política, también decidieron quedarse, lo cual nos hizo dudar de lo acertado de nuestra decisión; tampoco Koldo, a quien insistimos que era mejor que viniera con nosotros para reencontrarse con su hermano, quiso venir, aduciendo que los chinos siempre le habían traído mala suerte, y que prefería quedarse en manos de la ONU, que de milicianos Angoleños, y quizá tuviera razón. Los ocho chinos no se lo pensaron ni un momento y subieron en tropel; con nosotros cuatro éramos doce, pero nadie más subió. El chino gritón no tuvo reparo en sentarse a nuestro lado; todavía con el cuello colorado por las caricias de Seña, volvió a ser amable con Raquel, y simpático con los Nako. Huangh-John, dijo llamarse el fulano.

No esperaron ni un minuto más. El camión sin toldo salió dejando tras de sí una polvareda que le siguió decenas de metros incluso después de que tomase la carretera asfaltada, impidiendo que volviéramos a ver, ni por última vez, a nuestros queridos conciudadanos de la PREC y su ejército paquistaní. Fue uno de los momentos más tristes de mi vida, y aunque sabía que estaba haciendo lo correcto, no podía dejar de sentirme como un miserable que huía dejando atrás a sus compañeros.

Raquel, que aún se sentía más culpable y en deuda con David que yo, lloró hasta quedarse sin lágrimas, y permaneció prácticamente en silencio los dos días y una noche de viaje agotador, que nos costó llegar a Luanda.

Amanecía cuando divisamos la ciudad a lo lejos, y nos pareció estar entrando en el atardecer de cualquier ciudad del levante español, pues, a excepción de algunos daños superficiales, y la casi total ausencia de tráfico rodado, ésta presentaba un aspecto aceptable: con sus rascacielos modernos con algunas luces, autovías, y bulevares vacíos pero aparentemente intactos. A medida que el sol asomaba a nuestras espaldas, y nos acercábamos al puerto, nos dimos cuenta que sólo era un espejismo: la mayoría de los edificios de una planta estaban derruidos. Solares y calles salpicados erráticamente de cientos de contenedores de barco; otros, que en su rodar, habían dejado rastros de destrucción y muerte hasta empotrarse en los bajos de los edificios más altos; en éstos, las luces que habíamos visto no eran otra cosa que hogueras prendidas por miles de ciudadanos sin casa que habían ocupado las oficinas en los edificios de las multinacionales huyendo de las decenas de tsunami que luego supimos habían estado arrasando la costa durante semanas. Nos sorprendió sobre todo uno de los rascacielos, el del BIC Bank que, golpeado de frente por un enorme petrolero, estaba inclinado como un árbol a medio caer. Era evidente que la parte oeste de Luanda había sido arrasada por un gran tsunami.

Hacia el sureste, una columna de humo blanco que salía de las afueras de la ciudad, se extendía al Sur hasta perderse en el horizonte. Más tarde supimos que era una pira funeraria en la que llevaban dos meses incinerándose decenas de miles de víctimas del evento.

 Serpenteando por una ruta abierta entre contenedores, ruinas, vertederos, autos aplastados y barcos de todos los tamaños, llegamos a un control militar donde nos dejaron pasar sin problemas, luego recorrimos lo que luego supe fue el Paseo Marítimo del Comandante Kima Kienda, que ahora estaba totalmente arrasado. A nuestra izquierda cientos de contenedores amontonados contra los muros de la terminal de un puerto que me recordó al de Valencia, pero completamente destruido y desierto. Pudimos ver el muelle, y, para gran sorpresa de los Nako, ¡el Océano Atlántico! Que se había alejado al menos doscientos metros de la línea costera, dejando la dársena del puerto prácticamente seca y putrefacta. Para Raquel y para mí una gran decepción, pues no había barco alguno en el puerto, ni en el horizonte.

- ¿Se ha alejado el océano por el meteorito? –me preguntó Raquel muy extrañada.
- Supongo que habrá alterado las mareas –contesté decepcionado–. Es una gran putada porque ahora no pueden entrar los barcos en el puerto.

A nuestra derecha se extendía un campo de refugiados no africanos; con total seguridad todos ellos querrían embarcar los primeros para regresar a casa. De la MONUSCO, y del barco de la ONU, ni rastro.

Llegamos a nuestro destino: un carguero varado entre el campo de refugiados y la valla arrancada de la ruinosa estación de carga de PETRANGOL. Entonces comprendí porqué ingleses, canadienses y judíos no habían querido venir a Luanda; seguramente ellos habían negociado otra salida mucho mejor.

Huangh-John volvió a entrar en cólera cuando vio dónde pretendían dejarnos, y aunque gritó a los militares en francés, inglés y portugués, que debían llevarnos a la embajada china, aquellos no entendieron, o no quisieron entender nada de lo que les dijo; así que, en cuanto hubimos bajado todos, los militares se largaron sin la menor explicación.

Allí quedamos doce personas, todos orientales, excepto nosotros cuatro; todos hombres, excepto Raquel y Tumaini; todos mayores de edad, excepto los Nako. Éramos la única familia, rodeados de orientales desconcertados. Evidentemente nos habían engañado a todos como a “chinos”.

Al barco varado, de nombre, juro que no miento: “Esperamos Mar II”, se accedía por una gran brecha que el tsunami había abierto en su popa al hacerlo chocar contra una enorme roca que emergía del suelo, y que ahora nos servía de escalera. El casco permanecía desierto, quizá por el excesivo olor a gasoil que desprendía, y que imposibilitaba permanecer dentro por mucho tiempo.

- Me equivoqué obligándoos a dejar la protección de la ONU. Lo siento muchísimo –reconocí enseguida arrepentido.
- Creímos que llegar aquí era lo mejor. Ya ves que hay miles de personas que pensaron lo mismo –contestó Raquel para consolarme, y añadió–: en cuanto llegue el barco de la ONU nos repatriarán.
- ¡¿Es que no te has dado cuenta?! –le grité desesperado– El puerto ha desaparecido; además, aunque vinieran tres transatlánticos, no cabría toda esta gente. En el mejor de los casos, ¿dónde nos llevarán? ¡¿A Hong-Kong?! Aquí no creo que haya más españoles que nosotros. ¿Cómo he podido ser tan tonto? –me lamenté desolado.
- Españoles, quizá no, pero portugueses seguro que hay.
- ¿Portugueses? ¡¿Aquí?! No creo. Si tuviéramos dinero, podríamos buscar alguien que nos llevara de nuevo a la frontera, los nuestros todavía estarán allí –repuse.
- ¡Eso nunca! Encontraremos la manera de salir de aquí, pero rumbo a España, no volviendo sobre nuestros pasos –sentenció Raquel con decidida rotundidad, y pensando con más claridad que yo, añadió–: Luanda es la capital del país, aquí tiene que haber embajada de España.
- Eso es. Tenemos que ir a nuestra embajada –combine ilusionado.
A mediodía, vino un vehículo de la Cruz Roja Angoleña y nos trajo ropa, colchones, agua, algunas cacerolas, arroz, chicharro y plátanos extremadamente maduros. Volvíamos a la dieta de Beni, sólo que en lugar de murciélago asado, comeríamos pescado desecado y salado, un gran disgusto para los Nako, que nunca lo habían probado.

Preguntamos a los voluntarios si sabían dónde estaba la embajada de España; no tenían ni idea, pero le preguntaron al conductor, él si parecía saberlo, nos dijo que no quedaba lejos, estaba en la Avenida 4 de Febreiro, en primera línea de la playa, pero que al igual que la mayoría de los edificios públicos, incluida la embajada China, había quedado totalmente arrasada. Sobre todo nos advirtieron que era muy peligroso salir del campo, algo que no nos extrañó en absoluto.

Gracias a la gentileza de nuestros vecinos orientales, Raquel y Tumaini se ubicaron en el mejor camarote, el de capitán del barco que, a juzgar por los cientos de papeles que cubrían su suelo, debió ser de una antigua compañía maderera portuguesa. En cualquier caso, la situación era pésima, pero donde hay niños hay alegría, y el descubrimiento del océano fue un acontecimiento inolvidable para los Nako, y eso que la zona portuaria donde podíamos acceder era un auténtico vertedero bajo farallones de roca, hormigón y acero en los que capturábamos abundantes cangrejos.

No estábamos como en Kisangani, pero tampoco era el infierno en que se convirtió Beni. Lo peor era la sensación de encontrarnos en dique seco. ¡Si al menos hubiéramos podido acercarnos hasta nuestra embajada! Pero alejarse del Campo era imposible; todos los accesos estaban, o controlados por la milicia angoleña, o peor aún, por grupos de delincuentes oportunistas. Huangh-John y otro ingeniero chino lo habían intentado; de eso hacía dos noches, y aún no habían regresado. Nos sentíamos atrapados, temiéndonos que lo peor no tardaría en llegar.

Llevábamos en aquella estacada otros dos días más cuando, acompañado por tres camionetas de la policía militar Angoleña, aparcó frente a nuestro barco un Pontiac de los años cincuenta, negro y sorprendentemente reluciente. Sus cristales tintados no permitían ver quien viajaba dentro; y así, como si fuera la primera vez en nuestras vidas que veíamos un coche clásico, permanecimos expectantes hasta que un chófer chino bajó y, escenificando una leve inclinación de su cabeza, se apresuró a abrir la puerta de sus distinguidos viajeros.

El primero en bajar del auto fue Huangh-John. Nos costó reconocerlo; ataviado con unas bermudas tan negras como sus zapatos limpios, y una camisa tan blanca e impoluta como los calcetines. Huangh estaba ridículamente elegante. Alzó sus brazos y sonrió a todo el mundo como si fuera un astronauta que acabara de regresar de la Luna en una nave espacial. Bajaron dos chinos más, ambos vestidos de igual modo. Eran el Agregado Comercial del Embajador de China en Angola, y su Secretario.

El regreso de Huangh-John supuso un giro inesperado de los acontecimientos, que cambiaría drásticamente nuestra suerte.

Subimos todos en los camiones y dejamos al carguero que siguiera “esperando” a su querido océano.
Nos llevaron por la línea de costa y pasamos por la avenida 4 de Febreiro, entonces vimos las ruinas desiertas de lo que debió ser la embajada de España. Lo supimos porque estaba nuestra bandera hecha girones y atada a los hierros desnudos de una columna de hormigón partida.

Forzamos a parar al camión, y bajamos corriendo en busca de alguna señal de nuestros compatriotas. No había nadie, ni nada en pie. Alguien había escrito sobre la única pared que quedaba en pie: S.O.S-Españoles telef: 639213509. Qué ironía, seguramente cuando lo escribieron pensaron que pronto funcionaría todo.

Nos convertimos en protegidos de los chinos. Éstos, con el objeto de tener controlado el puerto, habían decidido abandonar el edificio de su embajada y oficinas en la “City”, para montar un nuevo barrio “chino” en la parte más elevada de la costa no afectada por los tsunamis: una especie de Peñíscola africana tras los límites del Paseo Marítimo, 4 de Febreiro y la Avenida Agostino Neto, que cerraban un montículo coronado por el fuerte de Sâo Miguel, que ahora era la sede del maltrecho gobierno angoleño. Allí habían formado los chinos su “china-town”, situando su centro de operaciones en el apart-hotel “Naquele Lugar”. Era evidente que éstos contaban con la colaboración de la policía y la milicia local… Así que, después de todo, parecía que habíamos apostado a la mejor carta. Si existía alguna posibilidad de salir de allí era con los chinos, de eso ya no tenía duda, la cuestión era: cuándo y hacia dónde.

Nos alojaron en un apartamento del hotel. Huangh-John, su novia, que le había estado esperando en Luanda (cómo podría saber ella que acabarían juntándose allí, era un misterio), y otra joven pareja de Beijing, eran nuestros vecinos; y aunque la mitad del tiempo no teníamos electricidad ni agua corriente, comparando con las vicisitudes por las que habíamos pasado, aquello era un auténtico paraíso.

Abusando de la amabilidad de los chinos, no me fue difícil convencer a Huangh de que quería volver a la frontera para ver si nuestros compañeros aún estaban allí, o habían dejado algún rastro del lugar al que se dirigían, así que accedió a llevarme. Una vez en Dundo, con la antipatía acostumbrada, los militares angoleños nos dijeron que el convoy había esperado durante una semana, pero que al no llegar relevo habían emprendido viaje de vuelta a Kisangani. También nos dijeron que algunos civiles, no supieron concretar si entre ellos estaban los españoles, les habían comprado un par de autos y se habían dirigido hacia la capital, Kinshasa. Mis esperanzas de reencontranos con David, se vieron frustradas en aquel punto.

Con el transcurrir de los días el océano fue recuperando su terreno, y cuando llevábamos dos semanas de “vacaciones chinas”, éste ya había alcanzado su orilla habitual; entonces aprovechamos para pasar un día de playa.

En cuanto llegó al agua, Mizelede, que obviamente no sabía nadar, ni parecía importarle, se metió en cueros más allá de donde podía hacer pie. Tapado sólo con mis calzoncillos, que de paso se lavaron, le seguí apresurado para evitar que se ahogara. Tumaini rogó a Raquel con la mirada que la despojara de su vestido, e ignorando sus limitaciones, corrió detrás de nosotros. Raquel, apenas tuvo tiempo de quedarse en ropa interior antes de que la muchacha, azotada por una ola, perdiera el equilibrio y despareciera bajo el agua enturbiada con la arena fina.

- ¡Tumai! –la llamó Raquel sorprendida–. ¡¿Tumai?! –insistió asustada– ¡Tumainiii! –repitió alarmada.
- ¡Tumaini! –grité yo mientras corría hacia ellas arrastrando a Mizelede por un brazo, y sin que éste dejara de chapotear en el agua.
- ¡Tumaini! –boceó Raquel desesperada, pues la muchacha no emergía.

Transcurrieron los cinco segundos más largos de nuestras vidas antes de que yo viera asomar un pie por encima de las olas. La agarré con fuerza y tiré de ella hasta ver asomar una de las antenitas de su cabello rizado, entonces Raquel la agarró por las axilas y la hizo emerger.

Tumaini tenía los ojos y la boca cerrados a cal y canto. Estaba tensa, como agarrotada, quizá muerta de miedo, y nosotros muy asustados. De pronto, abrió los ojos y la boca tanto como pudo, y dio un grito desgarrador:

- ¡Máaas! –gritó la muy alocada, mientras trataba de zafarse de nosotros para darse otra zambullida.
- ¡Máaas! ¡Más! –la imitó su hermano, que de pronto parecía haber aprendido a flotar sacudiendo todas sus extremidades con rapidez y violencia.
- ¡Tumai…! ¡Que no puedes nadar! –le gritamos al unísono.

Poco le importó, agarrada de la cintura por Raquel, no paró de darse zambullidas. Nos costó muchísimo sacar a los Nako del océano, sólo la amenaza de que si estaban demasiado rato gritando así podrían venir tiburones a devorarnos, les convenció y al fin convinieron en salir.

- ¿Qué son tiburones? –preguntó después Mizelede extrañado.
Permanecimos allí hasta bien entrada la noche. Si les había gustado bañarse, lo mejor estaba por venir: para Tumaini el Atlántico fue el cómplice perfecto para su auscultación estelar, pues nunca había podido observar todo el firmamento limpio hacia el Oeste, de Norte a Sur y hasta el mismísimo horizonte. Estaba alucinada.

¡Qué cielo el de Luanda! Sentados en la playa, sin otra luz que la de las brasas de una hoguera, mientras Tumaini nos deleitaba con sus explicaciones estelares, pescábamos algún pez con unas cañas que Huangh-John, el ingeniero chino gritón pero simpático, improvisó con las varillas de una sombrilla rota. ¡Qué ricos estaban aquellos peces asados!

Transcurrieron días de playa interminables bajo un sol abrasador, sardinas asadas, carreras hasta el faro roto; inolvidables atardeceres rojos y ardientes como las hogueras que no cesaban de arder hacia el interior, durante noches cada vez más largas y frías, con miles de estrellas fugaces, luceros y cuentos españoles y chinos que duraban hasta amaneceres neblinosos y heladores. Parecía que nos íbamos a convertir en una especie de campistas de playa permanentes. Medio en cueros, todos: negros y blancos, ya del mismo color, una familia africana más en estado cuasi aborigen. A pesar de todo, no conseguíamos ser del todo felices. Yo no dejaba de recordar a Erika, y Raquel se preguntaba qué habría sido de sus compañeros. El tiempo transcurría muy lentamente, y pasaron dos semanas, que nos parecieron cuatro, sin noticias del mar, ni de la tierra. Gastábamos horas y horas oteando el horizonte en busca de algún barco, pero nada.

Para entretenerme y dejar de sentirme un parásito, les pedí trabajo a los chinos, éstos me pusieron al cargo del mantenimiento de los grupos electrógenos, lo que me tenía ocupado buena parte del día, y si fallaba el del embajador, alguna que otra noche. Aquello me recordó mis tiempos de operador de centrales.

Los chinos pueden ser los tíos más simpáticos y acogedores del mundo, pero a la vez son los más reservados y egocéntricos que te puedas encontrar, rayando a veces en la crueldad. No escuchaban Radio HOPE, o no nos  lo decían. Ellos seguían las instrucciones en chino de su propia emisora intercontinental, a la que Huangh-John llamaba “Radio Pei”; y de la que lo único que se nos filtraba era que todo el Mundo estaba peor que China.

Me llamaba mucho la atención que no paraban de decir “Chin-shao”. Casualmente, de la media docena de palabras que yo conocía entonces del chino, esa era una de ellas. Sabía que significaba “desacelerar” o “reducir” porque la había aprendido ayudando a conducir a un amigo chino que tuve en Madrid y que, cada vez que me preguntaba: “¿reducir?”, a veces se le escapaba en chino, y era un cachondeo, pues yo le decía:

-  “Chino chao”, no. Chino aquí; y frena que nos la damos.

A falta de más datos supuse que nuestros chinos estaban obsesionados por la desaceleración económica que supuestamente sufría China por la situación global. Al parecer los muy egoístas sólo se preocupaban por su economía. La verdad es que, aunque estábamos muy agradecidos de su hospitalidad, nos parecía muy prepotente que cuando casi todo el Mundo había vuelto, trágica y súbitamente, al siglo XIX, sufriendo millones de muertos, heridos y desaparecidos; ellos, anduvieran preocupados por su mala economía, supuestamente derivada de la desaparición de sus exportaciones. Así pensábamos hasta que un día, harto del chovinismo de Huangh-John, le dije:

- Tuvisteis mucha suerte de que el meteorito no sobrevolase vuestro país. Ahora no hay quien os haga sombra. Con vuestro poder intacto, vais a liderar la economía mundial; entonces, no entiendo que os preocupe tanto que vuestro desarrollo económico se desacelere a nivel de toda la tierra.

Huangh se me quedó mirando tan serio que temí que hubiera metido tanto la pata que iban a expulsarnos del paraíso. Entonces, me llevó a un lugar apartado, y me dijo:

- Veo que nos has estado escuchando. No es la desaceleración económica lo que nos preocupa –hizo una breve pausa antes seguir, como pensándose si debía ser indiscreto–. Hemos detectado que desde el contacto con el meteorito, los días han aumentado casi dos horas, y siguen aumentando al mismo ritmo.

- ¿Cómo podéis saber eso? Si todos los relojes se pararon.
- Nuestro reloj atómico no se detuvo.
- Tenéis vuestro propio reloj atómico. Creía que sólo había uno en el Mundo.
- Es evidente que era necesario otro –puntualizó orgulloso.
- Ya me parecía a mí que los días y las noches eran más largos de lo normal –reconocí, y proseguí–: entonces eso significa…
- Eso significa que es la Tierra quién está desacelerando su giro.
- ¡Hostia! –exclamé aterrado–. ¿Esa era la desaceleración que andabas nombrando? Claro, por eso el océano está tan raro.
- Todos los mares y océanos sufrieron tsunamis que han ido amortiguándose poco a poco. Esto supone un cambio drástico en toda la climatología y la biología del Planeta. Si no se pone remedio, será el final.
- ¿Poner remedio? ¿Cómo se puede poner remedio a algo así? –le pregunté estupefacto.
- Estamos en ello, me contestó con los ojos prácticamente cerrados, y una sonrisa entre pícara y cínica.
- ¿Tenéis un plan?
- Sí, pero es secreto.

Y, aunque supliqué, no le saqué nada más.

No tenía ni idea de cómo se lo diría, pero debía decírselo a Raquel cuanto antes. La encontré sentada sobre una roca observando el atardecer con los muchachos jugando en la playa. Me arrodillé frente a ella, y me la quedé mirando a los ojos. Entonces, mientras buscaba palabras para decírselo, ella, armándose de valor con más celeridad que yo, con aplomo en sus palabras y gravedad en su mirada, me dijo:

- Cariño, tengo algo importante que decirte.
- ¿Ya lo sabes? –Le pregunté entre sorprendido y aliviado.
- ¿Qué es lo que tengo que saber? –preguntó ella, ahora sorprendida.
- ¿Te lo ha contado Wen? –Wen era la novia de Huangh.
- ¿Wen? Ella no me ha contado nada especial, ¿qué tenía que contarme?

Entonces la puse al corriente de las malas noticias.

- ¡Mierda! –exclamó angustiada–. ¿Es que no hemos tenido ya bastante?
- No te preocupes, Huangh dice que tienen un plan.
- ¿Un plan? ¡Vamos, no me hagas reír! Esto es el fin. Mejor dicho, el fin empezó hace meses, pero estamos gozando del privilegio de disfrutarlo a fuego lento –afirmó con rabia.
- Tendremos que confiar en el ingenio de los chinos, son muchos, y muy listos –le dije tratando de consolarla, y continué para distraerla–: Por cierto, ¿qué era eso tan importante que tenías que contarme?

Raquel bajó la mirada, suspiró, la volvió a levantar, clavó sus ojos en los míos, y me dijo:

- Estoy embarazada.



El Océano siguió subiendo con cada marea, al menos dos centímetros cada día; así hasta que sobrepasó el paseo marítimo e inundó la ciudad en ruinas. La línea de costa se fue alejando hasta que se hizo inalcanzable. Llegó un momento en que ya no vivíamos en el continente africano, sino en una isla, mejor dicho, un islote; el islote de Sâo Miguel, sobre cuya fortaleza ya no ondeaba la bandera de Angola, sino la de la República Popular China. El océano lamía con ansia la calle del hotel, y cubría la ciudad de la que sólo emergían las ruinas de los edificios más altos. Con la subida del Océano llegó la niebla y con ella, ante la ausencia de viento alguno, la humareda del tanatorio se desparramó sobre la ciudad desbordando nuestros sentidos con aún más horror y desesperación, pues al olor nauseabundo a pescado podrido, se sumó el del crematorio.

Raquel se sentía culpable hasta de seguir viva, así que los pequeños Nako y yo hicimos un pacto para entretenerla, y no dejarla sola ni un momento. Nos obsesionamos tanto con ello que al final acabamos prácticamente enclaustrados en el hotel, es más, acantonados en nuestra habitación. El tiempo pareció congelarse en una especie de purgatorio neblinoso del que cada vez teníamos mayor convicción de que era la antesala de un infierno en el que no sabíamos si acabaríamos ahogados, o asados.

El hastío y la desesperación siguieron haciéndonos mella. La comida comenzó a escasear, pero no parecía importarnos demasiado. Inapetentes y cada vez más deprimidos, Raquel y yo comenzamos a buscar un plan para acabar los cinco del modo menos traumático. No lo encontramos, pues, a pesar de todo deseábamos vivir: los Nako porque eran tan jóvenes y acostumbrados a vivir a límite, que todo les parecía posible, incluso cotidiano; Raquel porque ahora era una madre que debía cuidar a sus dos hijos y al que venía en camino, y yo porque les amaba tanto como a mi pequeña Erika; y si me moría de algo, era por no poder abrazarla.

No tardaron en oírse en el exterior tumultos y disparos. Como los demás inquilinos chinos, nos atrincheramos en el apartamento, tapamos las ventanas con puertas y colchones de otros apartamentos vacíos, y nos dispusimos a resistir hasta el final.

Días interminables sin noches, o noches eternas sin días, que pasamos en casi absoluto silencio. Cuasi aislados voluntariamente de nuestros anfitriones, a quienes, por su reservada actitud, apenas veíamos sólo cuando bajábamos al comedor. No soy capaz de decir cuánto duró aquella situación, pero el día que el Sol volvió a brillar en Luanda el embarazo de Raquel, sobresaliendo con exageración desde su extrema delgadez, parecía estar en su último mes.

Incapaces por pura debilidad, y resignados a no poder luchar ante la siguiente amenaza, tardamos varias horas en levantarnos de la cama donde ni dormíamos, ni soñábamos. Taciturnos, por turnos, los niños fueron los primeros en acercarse a la ventana para mirar por las rendijas. Animado por su curiosidad me levanté y la despojé de algunas tablas. Tras un rato cegados por el Sol, después de acostumbrarnos a su luz, descubrimos con gran sorpresa algo que nos sobrecogió: una enorme flota militar se encontraba fondeada a poca distancia de la costa y centenares de barcazas se dirigían a tierra abarrotadas de soldados. Era el 4 de febrero, el día “C”, el día en que Ejército Popular de Liberación Chino, invadió África.

Nos quedamos petrificados ante el inverosímil espectáculo que teníamos ante nuestros ojos. Raquel rompió el silencio indignada:

- ¿Éste era el plan secreto a que se refería Huangh? ¿Invadir África? Para eso no era necesario que se inventara la “bola” del Planeta que se está parando.
- Supongo –concluí: perplejo, incrédulo y también decepcionado.
- Vaya jeta que tienen nuestros anfitriones. Me pregunto qué papel jugamos nosotros en todo esto –insistió Raquel.
- ¿Qué quieres decir? –le pregunté.
- Pues que…  A la vista de sus maquiavélicos planes, no entiendo las molestias que se están tomando con nosotros.
- La verdad es que yo tampoco lo comprendo –reconocí.
- Algo me dice que pronto sabremos algo al respecto.
Raquel no había terminado de decir esto, cuando Huangh-John irrumpió en nuestra habitación sin previo aviso. Estaba exultante.
- ¡Éste sí es un gran paso para la Humanidad! –exclamó en inglés, parodiando sin complejos a Neil Armstrong.
- Al menos os podíais cortar un poquito –le reconvino Raquel, muy contrariada.
- ¿Por qué? –repuso Huangh, extrañado.
- No os da… –iba a decir vergüenza, pero dijo–: reparo, invadir un continente después de verse diezmado por un cataclismo.
- ¿Invasión? Esto no es una invasión –la corrigió serio.
- ¿A no? –pregunté.
- No –negó él rotundo.
- Entonces… ¿A qué viene todo esto? ¿Venís de camping, y esa bandera roja es la de los Scout? –inquirió Raquel, con sarcasmo.
- ¡Ah! ¿Lo decís por la bandera? Dada la importancia de nuestra misión, el gobierno Luandés nos ha cedido este islote como embajada.
- ¿Misión? ¿Qué misión, si puede saberse? –pregunté.
- Es una misión de orden global.
- ¡¿Estáis invadiendo todo el Planeta?! –exclamó Raquel, escandalizada.
- No es una invasión –contrapuso Huangh–. Estamos ayudando a todo el Mundo.
- ¿Ayudando? La verdad es que estáis desconocidos; y eso que no podemos quejarnos: ya estaríamos muertos sin vuestra ayuda, pero últimamente nos habéis tenido aislados y ajenos a toda esta movida; y, la verdad, nos preguntamos qué pintamos nosotros en todo esto –me sinceré.
- Todos tenemos una misión que cumplir –afirmó, poniéndose en plan Confucio de pacotilla; y añadió muy serio–: la vuestra es dar esperanza a estos niños.
- ¡Venga ya! ¿Esperanza? ¿Qué clase de esperanza les podemos dar? No son tontos, saben que tienen los días contados –sentenció Raquel con lágrimas en los ojos, y protegiéndose la barriga con ambas manos.
- Eso ya no será así –corrigió Huangh, sonriente.
- ¿Ah, no? –preguntamos los cuatro al unísono.
- No. Los chinos hemos encontrado una forma de evitar que la Tierra siga frenando su giro.
- ¡Huy! ¡Qué miedo me dan! –me confesó Raquel desconfiada, y en español para que no la entendiera–: éstos van a tirar una bomba atómica.

Huangh, destapándose por primera vez de que entendía español perfectamente, soltó una fuerte carcajada, y nos dijo como cualquier chino del “todo a cien” en nuestro idioma:

- ¿Creéis que somos como amelicanos que todo aleglan con bomblas atómicas? –Raquel y yo quedamos atónitos. El cabronazo hablaba español con soltura, y no nos lo había dicho. ¡La de cosas feas que nos habría oído decir de él ante su jeta sonriente!–. Nadie no loco haría cosa así –sentenció–. Antes norteamelicanos existieran, chinos dominábamos mapa estrellas; los árabes y otros, sólo han copiado chinos; por eso en secreto solución. Esta vez el éxito será sólo chinos. ¿Entendido?
- Eres una auténtica caja de sorpresas –confesé, mientras seguía observando cómo llegaban más y más barcazas, llenas de tropas y maquinaria pesada.
- Esto, amigo “Yil”, no es una invasión, es el desembarco de dos millones de voluntarios chinos –afirmó Huangh orgulloso.
- ¿Qué vienen a…? –inquirió Raquel, todavía más desconfiada.
- … a construir una carretera –concluyó Huangh.
Ahora, la que rompió a reír fue Raquel, luciendo su aún preciosa sonrisa en su cara escuálida.
- ¡Venga ya! ¿Una carretera? ¿Para qué? –pregunté perplejo.
- Dejadme que os lo explique –nos suplicó Huangh en inglés, como un profesor que reclama la atención de sus estúpidos alumnos–: ¿supongo que conocéis el principio de acción-reacción?
- Ya te digo yo que éstos la van a liar con una bomba atómica –rumió Raquel, y Huangh  volvió a reírse de nuestra supuesta ignorancia.
- La aproximación del meteorito a nuestro planeta fue una carambola de las que ocurren una vez cada mil trillones de años –nos informó Huangh con la firmeza de quien presume de conocer el dato exacto, y continuó–:  fue un auténtico milagro que no chocase con nosotros. Pero su aproximación tangencial ocurrió a contra giro con el de la Tierra, es decir, de Este a Oeste; lo que produjo una deceleración de la rotación que todavía dura; y además supuso una modificación de la distancia de la Luna, lo que mantiene la deceleración, que, con los medios actuales, no se puede saber bien hasta donde llegará. El resultado a corto plazo lo podéis imaginar: temporadas cada vez más largas de calor y frío cada vez más extremos; a medio-largo plazo, será el colapso de la órbita terrestre hasta su precipitación sobre el Sol.
- ¡Vámos! ¡El Apocalipsis! Pero… ¿Qué tiene que ver la construcción de una carretera con eso? –inquirió de nuevo Raquel.
Los Nako, especialmente Tumaini, aunque no comprendían nada en inglés, escuchaban con atención nuestra animada conversación
- Ya veo que sois de letras –se burló el chino aprendiz de sabio–. Si conocierais la física sabríais que para acelerar un cuerpo es necesaria una fuerza.
- Yo también estudié ingeniería –advertí a Huangh con la esperanza de que no me pusiera en algún aprieto, y Raquel se me quedó mirando como si la estuviera marginando, luego añadí–: no tenemos una fuerza suficiente para devolver a la Tierra a su velocidad inicial.
- Sí la tenemos –afirmó Huangh con rotundidad, y su novia, que acababa de entrar, sonrió complaciente con una leve inclinación de su mentón.
- ¿Enormes cohetes colocados horizontalmente en el Ecuador? –sugirió Raquel, herida en su orgullo, y haciendo alarde de su magnífica formación polivalente, añadió–: ¿Para eso queréis la carretera? ¿Vais a construir una especie de enorme “Cabo Cañaveral” en el África Ecuatorial? ¿Te has parado a pensar la de combustible que será necesario? Por no decir de la cimentación sobre la deberá ejercer su fuerza. Para cuando acabéis, la Tierra se habrá detenido, y con ella todos nuestros corazones –concluyó desesperada sin dejar acariciar con ternura su barriga prominente, qué más que un embarazo parecía la de una niña raquítica.
- Has acertado en el concepto. Muy inteligente –reconoció Huangh, provocándome de reojo, aunque la corrigió inmediatamente–: pero no en el origen de la fuerza.
- Entonces, eso nos lleva de nuevo a la solución de la bomba atómica.
- ¡Que no! –insistió rotundo el chino, harto de nuestra desconfiada ignorancia.
- ¿Nos lo vas a decir, o no? –le exigí exasperado.
- Con una condición.
- ¿Nos ves en disposición de negarnos a condiciones? Hagáis lo que hagáis, estamos todos perdidos. Quizá una explosión nos ahorre sufrimientos –admití desesperanzado.
- Os lo diré si prometéis revelar exactamente cómo surgió la idea.
- ¿Contarlo? Qué raro. Por favor Huangh, deja ya de torturarnos, que no tenemos fuerzas ni humor para adivinanzas –le suplicó Raquel.
- Está bien –dijo en Francés, y dirigiéndose a Raquel y los Nako, comenzó a confesar en ese idioma para que ellos también le comprendieran, especialmente Tumaini–: ya sabéis que a los chinos nos encantan los cuentos.
- Eso, ahora cuéntanos un cuento chino –murmuró Raquel, aburrida y aborrecida.
- Una noche, cuando nos encontrábamos en Kisangani, tuve la fortuna de escucharos hablar mientras estabais sentados junto al río Congo. Tú contabas una leyenda –dijo, refiriéndose a Raquel, que se mostró algo escandalizada, por lo que yo miré con reprobación a Huangh.
- No me mires así, Gil; tú no me viste, pero estabas apenas a unos metros de mí, espiándoles también.
- Vaya par de cotillas –protestó Raquel con un hilo de voz, castigándonos a ambos con su mirada, y añadió–: ¿Y bien?
- ¡Lonchinos! –interrumpió entonces Tumaini dando un respingo
Evidentemente, la muchacha había estado comprendiendo bastante bien toda nuestra conversación anterior en inglés.
- ¡¿Queeeé?! –coreamos Raquel, Mizelede y yo.
- ¡¡EXACTO!! –reconoció Huangh volviéndose hacia la muchacha, y añadió–: ¡Lonchinos! El viejo de la Luna, castigado a caminar eternamente dando vueltas al Satélite para que éste no se parara. El relato me impresionó.
-¡Ah! Pero… ¿No tenéis un cuento chino a su altura? ¡Qué raro –bromeé.
- Seguramente sí, pero no lo conozco –asintió con una mezcla de orgullo y modestia china–. En el confucionismo creemos que cuando se altera el orden natural de las cosas, siempre hay graves consecuencias. El hombre debe armonizarse con el Cosmos. Aquél que altera el orden es castigado, como le ocurrió al viejo Lonchinos, castigado a reparar el daño causado. Nada ocurre por casualidad. Cuando llegamos aquí, y supe el problema de la rotación de la Tierra, comprendí la razón por la que yo había escuchado vuestra extraña leyenda. Del modo menos imaginado me había sido revelada una fórmula magistral que daría a la Humanidad la oportunidad de redimirse de tanto daño como había causado al Medio Ambiente. Así me convertí en un Junzi, un hombre superior, cuya moral le obligaba hacer cumplir un mandato del Cielo.

Parecía mentira que estuviera hablando el mismo ingeniero de minas histérico a quien estuvo a punto de estrangular Seña en defensa propia.

- ¿Qué mandato? –preguntó Raquel escéptica.
- Conseguir que la Humanidad acepte el mismo castigo que había recibido Lonchinos: caminar alrededor de la Tierra para que ésta no detenga su giro.
- ¡Venga ya! –dijimos incrédulos todos, menos Tumaini–. Tantos días de niebla te han nublado la mente, Juanjo.
- Es curioso, cuando se lo conté a nuestro Embajador, en chino, pero más o menos, esa fue su misma expresión –confesó.
- No me extraña. ¿Cómo se te ocurrió algo así? Es sólo un cuento para niños –le dije.
- ¡Él tiene razón! –salió Tumaini en su defensa con rotundidad, y añadió–: se puede hacer. No hay otra solución, debemos cumplir  nuestro castigo –asumió con resignación, como si la pobre tuviera culpa de algo.
- ¡Gracias Tumaini! –le agradeció Huangh, como lo haría un científico a otro colega reconocido, y continuó–: La fuerza y la masa de la mayoría de los Seres Humanos caminando alrededor del ecuador del Planeta, acompañada de sus máquinas, barcos, animales grandes, todo moviéndose en sentido contrario al giro de la Tierra, generará una fuerza de reacción contraria que mantendrá y acelerará el giro hasta recuperar su ritmo original. Será como si la Tierra se diera cuerda a sí misma aprovechando todo lo que tiene a su alcance.

La habitación quedó en silencio. El sol entraba por las rendijas de los tableros colocados sobre la ventana, trazando unos rayos transversales que dividían la estancia en dos, dejando de un lado a Huangh, Wen y Tumaini; y del otro, nuestro escepticismo.

Nos costó siquiera imaginar semejante empresa. Al fin en mi cabeza de ingeniero fracasado empezaron a encajar las piezas: técnicamente podría resultar, pero no podía ni imaginarme la logística necesaria, ésta dejaría al nivel del suelo la construcción de las Pirámides de Egipto, de la Muralla china, de... El esfuerzo sumado de toda la Humanidad hasta la fecha no sería semejante.

- <<Sería una labor de… ¡Chinos!>> –pensé en voz alta.
Entonces, atravesando la reja de rayos de luz polvorienta, me acerqué a la ventana y observé de nuevo el desembarco. ¿Chinos? Venían cientos de miles, quizá millones de chinos, Huangh no bromeaba. Alguien creía que el plan podía funcionar.
- ¿Te parecen suficientes? –me preguntó Huangh observando mi asombro.
- Pero… Para traer tantas personas y maquinaria al ecuador no se mantendrá ese mismo esfuerzo tangencial, puede ser incluso contradictorio.
- No, si todas las rutas se hacen siempre Norte-Sur, Este-Oeste.
- Será agotador, nadie soporta tanto tiempo caminando –repuse.
- Está todo pensado. Se renovarán las personas. El plan es que cada individuo camine hasta cruzar el continente cargado con una mochila que suponga el 20% de su peso, y luego transportarlo en barco lo más al norte o sur que pueda llevarse, tiempo que aprovechará para recuperarse, descansar y ganar todo peso que pueda. Luego se le llevará al continente americano para lo mismo, así sucesivamente.
- ¿Porque al Norte y al Sur? –pregunté intrigado.
- Por la misma razón por la que un patinador se pone de puntillas y alza sus brazos para aumentar su giro sobre el hielo: para disminuir su momento de inercia, será necesario desplazar a toda la población “inerte” lo más cerca posible de los Polos –me aclaró el chino, dando evidencias de su experiencia como profesor universitario.
- Pero… Luanda está al oeste de África y bastante al sur del ecuador, comenzar por aquí no es lo mejor –corrigió acertadamente Tumaini, que no dejaba de asombrarnos.
- ¡Qué lista es esta muchacha! –insistió Huangh, para gran orgullo de Raquel, y puntualizó–: así como el Atlántico se ha metido casi un kilómetro en esta costa, el Índico, que es menos profundo, se ha retirado varios kilómetros de la costa este de África. Actualmente, tratar de llegar a las costas de Somalia, es imposible –aclaró Huangh, y prosiguió–: se estudió la ruta óptima, y lo mejor es atravesar África partiendo desde aquí, subiendo hacia el ecuador cruzando Angola, República Del Congo, Tanzania, Kenia, hasta llegar a Somalia. Librando así la selva, los volcanes. los grandes lagos y la guerrilla. En diez días estaremos sobre el ecuador en las costas de Somalia. Allí comenzaremos de inmediato a construir la carretera ecuatorial, de este a oeste. Para cuando el Índico recupere los puertos orientales, ya llevaremos tres semanas construyéndola; a partir de entonces nuestros barcos podrán llegar a la costa este de África, y todo será más fácil.

El plan era tan majestuoso que nos quedamos sin palabras, hasta que Raquel, desalentada, protestó:

- Yo no puedo hacer semejante cosa, y menos en mi estado. Quiero volver a España, necesito volver –y rompió a llorar desconsoladamente.
Tumaini y Wen, se acercaron a ella. La china la abrazó para animarla, y le dijo con su voz melosa:
- Por supuesto que volveréis a España, esa es vuestra misión.
- ¡¿Nuestra misión?! –reaccionó Raquel perpleja.
- Sí, vuestra misión. No todos ven este plan tan claro como nosotros. La escasa convicción de la HOPE no acaba de calar en una población convencida de que los Chinos estamos invadiendo el Planeta. La mayoría de nuestras embajadas han sido atacadas, y hemos perdido contacto con el personal. Necesitamos que volváis a Europa y nos acompañéis a contarles a todos lo que aquí está ocurriendo, que no se trata de una invasión, que si no reaccionamos a tiempo, será demasiado tarde, y que es necesaria la participación de toda la Humanidad –nos suplicó Huangh.
Sin reflexionar más sobre tan buenas intenciones, extrañas para un pueblo en plena euforia hegemonista, la noticia nos infló de ilusión.
- ¿Cuándo volvemos? –pregunté loco de alegría.
- Mañana –sentenció Huangh– embarcaréis en un portahelicópteros del ejército, desde el que os llevarán hasta el puerto de Algeciras. No descartéis tengáis que mediar para evitar problemas con vuestra marina, si es que está operativa.
- ¿Embarcaréis? ¿No vendréis vosotros? –pregunté extrañado a la pareja china.
- No, amigo “Yil”. No os lo he dicho, pero han nombrado a Wen máxima responsable de la operación Xiwàng, y yo soy su principal ayudante –añadió orgulloso Huangh–. Vuestra misión es hacer de mensajeros de nuestra buena voluntad. Seréis nuestros embajadores, para ello se os darán Cartas de Naturaleza de la República Popular China.
- ¿Me estás diciendo que seremos ciudadanos chinos? –exclamó Raquel asombrada.
- Los seis –le concretó Wen, culta y refinada –: Erika, la primogénita de “Yil”, y la pequeña “Tao-Yil”, también lo será –vaticinó apuntando a su barriga como si supiera que iba a ser una niña, a la que llamaríamos Tao.
- ¿Para qué? –le inquirí.
- En cuanto os hayáis reunido con Erika, deberéis presentaos todos en nuestra embajada de Madrid, que gracias a vuestro famoso gobierno “frankestein”, todavía existe. Deberéis acompañar al embajador a Paris para entrevistaros con Madame Binoche. En calidad de embajadores del pueblo chino le contaréis cuales son nuestros planes y requeriréis su apoyo para conseguir la ayuda de toda la HOPE. Tendréis que ser muy convincentes. Recordad que de la colaboración de todo el mundo depende la suerte del Planeta.
- Si vais toda la familia será más fácil –añadió Wen.
- Sí, la verdad es que acompañados de algún funcionario chino pareceremos la “Familia Benetton” –bromeé, invadido por la euforia.
- No te burles cariño, por favor –me suplicó Raquel.
- Perdona, pero es que no puedo reprimir mi alegría. ¡Vamos a volver a casa! –grité jubiloso–. ¿No te parece todo esto una locura? ¡Nosotros embajadores de china! ¡A París para hablar con Juliette Binoche! Que ahora es… ¡¡Joder!! ¿Quién es? ¡¡¿La Presidenta de Europa?!! ¿No es increíble? A veces pienso que la palmamos la noche que abandonamos Beni, y esto es sólo un sueño en nuestra inmortalidad.

- Lo veré cuando lo crea –admitió Raquel, aún escéptica, mientras se me entregaba en un abrazo al que Mizelede y Tumaini, temerosos quizá de que en el último momento nos arrepintiéramos de llevarlos con nosotros, también se unieron. Éramos una familia unida, que permanecería unida.
- No seas incrédula, más –le reconvino Huangh–. Vais a volver a casa. Es importante que vayáis todos a Paris, y no olvidéis contar detalladamente el origen de la idea, por estrafalaria que parezca debéis utilizarla. No os dé vergüenza. Lo habéis prometido.
- Los franceses son muy románticos, y más tratándose de una actriz. Para Madame Binoche la leyenda de Lonchinos contada en una noche estrellada a orillas del río Congo, a unos huérfanos africanos por una reportera europea asilvestrada, espiada por un agente chino, y por un paparachi que luego resultó ser su amante, le resultará irresistible. Ninguna de las legaciones de científicos cargados de cálculos que hemos enviado ha conseguido convencer a la HOPE de que nuestra propuesta de despoblar América y Europa no es para invadirlas. Aunque parezca mentira, sois nuestra última esperanza. La última esperanza para la Humanidad –suplicó Wen que cada vez parecía ser la que más llevaba la voz principal en este asunto.
- Eso suena fatal –admitió Raquel sentándose agotada al pie de la cama, y añadió–. No puede ser que tanto dependa de tan pocos, y tan débiles. No es justo. Yo bastante tengo con lo mío. No puedo asumir esa responsabilidad, no me corresponde.
- Has dicho que sois responsables de la Operación “Chiguan”, ¿qué significa?
- Significa esperanza –puntualizó Wen, y añadió–. Por favor, creed en vuestra misión. Es importantísimo que convenzáis a todo el mundo de que aún existe esperanza para devolver el Planeta a su pulso normal, y que ello depende, más que nunca, de todos y cada uno de sus habitantes. Hacedlo por esa criatura que pronto nacerá.

Raquel rompió entonces a llorar desconsoladamente, y con ella Tumaina en cuyo hermoso rostro brotaron por primera vez las fuentes del Congo. Viéndola incapaz de recoger sus propias lágrimas, mi esposa la trajo hacia sí, se recompuso como pudo, le secó la cara con sus dedos huesudos, levantó la cabeza hasta que un haz de luz inundó la selva de uno de sus ojos, y con su mejor voz de locutora de televisión, me ordenó:
- Gil, prepara la maleta.
-

No fuimos los únicos embajadores eventuales, junto con nosotros, el 5 de febrero embarcamos en el buque portahelicópteros “Changbaishan”: tres portugueses, dos monjas italianas de origen etíope, un croata y un cubano; que, por avatares similares a los nuestros, también habían naufragado en las costas de Mâo-Miguel; perdón, de Sâo Miguel.

Con ropa azul de la marina china, abrochada hasta el cuello, aunque sin divisas, parecíamos la camarilla de Kim Jong-il. Nuestra mayor sorpresa, que emocionó muchísimo a Raquel, fue que a Tumaini le prepararon unos brazos de muñeca de trapo, con manos sintéticas de color moreno, que a nosotros nos parecieron inútiles y algo irreverentes, pero que ella aceptó encantada.

La travesía, debido a que el océano estaba atestado de basura flotando, fue muy, muy lenta. El principio del viaje fue un calvario: los pequeños Nako estuvieron vomitando dos días seguidos, luego se acostumbraron y su estado mejoró; pero Raquel persistía y se estaba debilitando peligrosamente, así que el magnífico equipo médico de a bordo decidió provocarle el parto al cuarto día de navegación. Así se cumplieron los tres vaticinios de Wen: fue una niña, nació en territorio nacional chino; diminuta, con su piel aterciopelada, sonrojada en sus mejillas, aunque ligeramente amarillenta en el resto debido a la ictericia provocada por la desnutrición de Raquel, parecía un melocotoncito; por lo que el nombre propuesto por Wen nos pareció de lo más apropiado; así que la pusimos de nombre Tao (melocotón en chino): Tao Gil Monreal: Tao-Yil.

Tras dar a luz, Raquel, ayudada por los médicos, recuperó el apetito y el tono casi de inmediato. Su maternidad rumbo a casa puso fin a meses de debilidad provocada por la angustia y la desesperación. Con nuestra pequeña “melocotón” en brazos se la veía sana, feliz y hermosa. Yo ya había visto a una mujer…, bueno en realidad mi ex aún era casi una niña cuando fue madre, pero ahora la diferencia era que con Raquel pude tomarme el tiempo y el sosiego necesarios para observar el prodigio. No hacía ni un año que la conocía y la había visto sufrir un cambio radical: de una mujer solitaria obsesionada por su imagen y su éxito profesional; sin compromiso personal bien definido; caprichosa, irresponsable, sin empatía y mandona hasta la mala educación; se había convertido en una madre coraje, cariñosa y comprometida, que luchaba por sacar adelante una familia ecléctica en el peor momento, y peor lugar imaginables. Un milagro, de la Naturaleza que no la convertía en santa, a no ser porque ella había obrado otro tanto en mí.

Sí, Raquel había conseguido el milagro de cambiarme. Al contrario que el meteorito con la Tierra, que, haciendo gala de un arte marcial propio de un viajero experto en carambolas cósmicas, el pedrusco había sabido aprovechar la atracción excesiva de nuestro planeta transformándola en el último momento en repulsión suficiente como para salir huyendo salvando así su fama de galán solitario que deja a las féminas aturdidas; yo, que partía de una actitud de misógino resentido por mi mala fortuna con las mujeres, había mudado mi rechazo inicial por una fuerte admiración provocada por su catarsis personal, y me había dejado atraer por ella hasta el impacto, dinamitando en mil pedazos mi coraza de egoísmo.

Juntos, los cinco, formábamos una joven familia unida por el amor. Éste era un buen principio, estábamos convencidos de ello. La vida seguía, y parecía hacerlo con fuerza y decisión reflejada en nuestra pequeña Tao, pero sabíamos que estábamos en un mundo que tenía las horas contadas y tendríamos que infundirnos de grandes dosis de valentía para seguir adelante. Nos aferramos al plan “Lonchinos” como nuestra última oportunidad. Para mí fue un acto de fe, algo a lo que nunca pensé que llegaría a recurrir, pero ansiaba llegar a Madrid para encontrarme con Erika, deseoso de que estuviera bien, y de que quisiera sumarse de buena gana a nuestra aventura vital.

Si el nacimiento de la pequeña Tao supuso para todos un “chute” de optimismo, para Tumaini fue un regalo divino. La alegría y la emoción de la muchacha eran tan evidentes como su fastidio por no poder cogerla con sus brazos de muñeca de trapo; pero Raquel encontró el modo de que pudiera sentirla: poniéndose detrás de Tumaini, cogía a la pequeña, y haciendo que sus brazos parecieran los suyos la acercaba al pecho de la joven, que se inflaba de amor, creo que más maternal que fraternal.

Pasada la euforia inicial, y puesto que la pequeña Tao acaparaba toda la atención de Raquel, los Nako, especialmente Tumaini, comenzaron a quedarse un poco en segundo plano; sin embargo, la muchacha, lejos de cohibirse comenzó a mostrarse más abierta que nunca. Ahora pienso que contribuyó a ello en cierto modo sentirse liberada de África. Pensar en un Continente devastado del que se alejaba para enfrentarse a otro mundo, le refrescó la memoria, y en largos ratos sentados en cubierta, tapados con una manta, y escuchada en silencio por su hermano, me contó cuanto recordaba de todo lo que su abuela, haciendo gala de su gusto por la transmisión oral, le había contado de la historia de su familia, y que yo me he permitido completar encajándolo con mis conocimientos como reportero.

Oficialmente, los abuelos de Tumaini habían pertenecido a la supuesta etnia Hutu, no porque fueran más bajos o altos que los Tutsi, de piel más oscura, labios más prominentes, pelo más rizado, de religión o lengua diferente, no; lo eran porque en 1.926 sus padres no tenían más de 10 cabezas de ganado; ese fue el diferencial que establecieron los invasores colonialistas belgas para abrir, interesadamente, un cisma profundo y sangrante entre estos dos pueblos de raza bantú que, hasta entonces, convivían con cierta armonía, repartiéndose su especialización: ganadera, o agrícola, respectivamente.

Se ha visto que las mayores atrocidades propias de las guerras civiles son fruto de criminales enfermos de envidia terminal. En África, donde todo es aún bastante ancestral, los sentimientos más retorcidos afloraron con facilidad, y los Nako no escaparon a aquella locura civil. Considerados arbitrariamente Tutsi, habían llegado al entonces denominado Zaire, ahora RDC, huyendo de los radicales de su propia etnia Hutu, sólo porque cuando estalló la guerra en Ruanda tenían cierta posición social, condescendencia con los Tutsi, un pedazo de tierra, gallinas y media docena de vacas, conseguidas gracias al trabajo duro y el ahorro de toda la familia; lo que había despertado la envidia de algunos vecinos, digamos… “menos capaces“, que no tardaron en presionarles para que lo abandonaran todo, con el malicioso propósito de apropiárselo. Sin embargo, cuando acabó la guerra en Ruanda, los Nako no volvieron para vengarse como hicieran otros; decidieron quedarse en Zaire haciendo lo que mejor sabían: trabajar duro y ahorrar.

Tras pasar varios años en el infierno de los campos de refugiados de Goma, ya entrado el siglo XXI, un joven miliciano vigilante del campo de refugiados, se enamoró de la madre de Tumaini. Se casaron y fueron todos acogidos en Malinde por sus suegros. Una vez integrados en la aldea, ayudaron a instalarse como vecinos a Hutus que, como ellos años atrás, habían tenido que huir a Zaire alejándose de la ira de los supervivientes del genocidio. Así fue como sus compatriotas refugiados volvieron a considerarles nuevamente como Hutu. A ello contribuyó que el abuelo paterno de Tumaini se hubiera alistado en el Frente Democrático para la Liberación del Congo-Zaire, combatiendo en la “Primera Guerra del Congo“, junto a milicianos Hutu que se levantaron contra el dictador Mobutu quien, curiosamente, apenas un año antes los acogiera para satisfacer sus intereses políticos, y ahora los obligaba a volver a sus países de origen bajo pena de muerte; en fin: una puta locura.

Cuando Mobutu huyó de las garras de Kabila, y éste fundó la República Democrática del Congo (RDC), los Nako pudieron vivir en Malinde algunos años con cierta… “tranquilidad”; momento que muchos aprovecharon para tratar de aumentar las familias diezmadas por la guerra; en concreto los padres de Tumaini, para engendrar dos hijos varones.

La bonanza duró poco. El fracaso del régimen socialista de Kabila pronto les pasaría factura. El posicionamiento del padre de Tumaini en la lucha contra Mobutu había despertado el recelo de algunos vecinos Hutu aún favorables al dictador huido, lo que, poco a poco, devolvió nuevamente y a los Nako al estatus de privilegiados por el régimen de Kabila y, paradójicamente, a recordar su falsamente atribuido origen Tutsi.  Con la llegada del nuevo milenio, y la excusa de la “Segunda Guerra del Congo”, ni el buen corazón de los Nako pondría freno a que la fiera voraz de la envidia, y la miseria humana que conlleva, hundiera sus colmillos afilados en su carne. Sin saber muy bien de dónde les venían las dentelladas, acabaron asesinados, muriendo en la guerra, desapareciendo, o mutilados: primero sus tres tíos paternos, luchando; luego sus abuelos paternos y su abuelo materno, asesinados en Malinde durante un ataque nocturno de los guerrilleros Mai-Mai; y poco antes de acabar la guerra, los hermanos mayores de Tumaini, sin ayuda médica que lo evitara, murieron víctimas de la malaria con apenas una semana de diferencia.

Finalizada la segunda guerra, pareció que por fin los Nako supervivientes podrían reiniciar sus vidas; entonces nacieron Tumaini y poco después Mizelede, el ansiado varón tras sus malogrados hermanos. Pero la Paz fue sólo un espejismo, su padre, que para entonces era policía militar, fue acribillado por un grupo guerrillero que trató de saltarse un control de carretera, y cuatro años después su madre y sus tres tías viudas, desprotegidas y obligadas a trabajar como recolectoras para poder subsistir, marcharon juntas a las plantaciones de caña de azúcar en Kivu Sur, de dónde nunca volvieron. Finalmente, la propia Tumaini que, si pudo sobrevivir a los peores mordiscos del monstruo de la barbarie, fue gracias a que su abuela la cuidó, no sin la ayuda de alguna ONG.

De su trágico episodio con Jerôme no me contó nada, tal vez porque tenía la memoria cauterizada por el dolor, o porque aún no estaba preparada para ello, quizá porque nunca lo estará.

Capítulo 8, Lisboa.
El viaje, comparado con lo que habíamos vivido, fue bastante bien, y nos sirvió para serenar nuestros espíritus, a ello contribuyó que el programa “chino” de actividades a bordo no nos dejara ni un momento para el hastío, la preocupación, el temor, ni el remordimiento. Tras largas noches, que debían tener al menos diez horas de las de antes del “evento”, todos los que no estaban de servicio, incluida Raquel, a toque de silbato nos levantábamos al amanecer y durante una jornada de al menos dieciocho horas de “las de antes”: hacíamos Tai-Chí, desayunábamos, cantábamos a coro sin tener ni puta idea de lo que decíamos, corríamos por cubierta y por dentro, subiendo y bajando escaleras (de las que Raquel y Tumaina quedaban exentas pues podían utilizar atajos habilitados a tal efecto), después nos quitábamos la ropa de gimnasia, nos poníamos unos buzos de color amarillo y hacíamos instrucción militar, tras una ducha colectiva que no distinguía espacios por sexos, comíamos por turnos usando la mitad del comedor y cuando terminábamos, pasábamos a la otra mitad del comedor, y mientras comía el turno siguiente, hacíamos unos minutos de siesta sentados y apoyando la cabeza sobre la mesa de chapa. Todo un lujo.
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