'El castigo de Lonchinos' Capítulo III: Butembo


Después de hora y media recorriendo una carretera malísima, cruzamos la bulliciosa ciudad de Butembo y nos dirigimos hacia el oeste. Avanzamos unos tres kilómetros, y al fin llegamos al punto indicado por el confidente: la carcasa vacía y oxidada de una tanqueta reventada muchos años atrás por una mina.

Permanecíamos esperando aparcados en la cuneta. Dentro del coche, el conductor ruandés, anhelando impaciente el momento de volver a cruzar la frontera hacia su país, no paraba de mirar el reloj. Raquel, a su lado, acariciaba el rostro digital de su mascota. En el asiento trasero, a la derecha, el Ranger parecía estar durmiendo tras sus gafas negras, lo que me producía cierta tranquilidad. David, en medio, observaba a Raquel por el retrovisor, y yo sacaba fotos por la ventanilla a las personas y a los escasos vehículos que transitaban: aparte de la miseria acostumbrada, nada relevante. De repente, Raquel abrió la puerta del coche, agarró su mochila, su móvil, y salió corriendo hacia la selva.

- ¡¿Dónde vas?! __gritó David, sobresaltado.

El grito de David activó al Ranger, quién, al ver que la mujer era devorada por la vegetación, salió corriendo tras ella como una exhalación verde y armada.  David les siguió a la carrera. Por un momento pensé que el conductor también huiría, pero estaba tan agarrado al volante, que ni se movió.

 Desaparecieron los tres.

Di por sentado que el motivo de la urgencia era la indisposición intestinal de Raquel, y estuve tentado de salir a documentar la escena: famosa agazapada entre frondosos matojos, con su culo blanco refulgente al Sol, escoltada en retaguardia por metro noventa y nueve de paramilitar armado, y en vanguardia por su mozo de cámara de dudosa tendencia; ambos mirando para otro lado; bueno, el soldado seguramente no. Toni, “El Cabrón”, me daría 18.000 euros por el reportaje. Una vez más ganó mi angelito bueno, y decidí esperar a que volvieran sólo los tíos, diciendo que a la “Monro” se la había llevado King-Kong.

El lugar donde nos encontrábamos estaba en una cuesta por la que ascendía un grupo numeroso de transeúntes desganados, cerrado, a poca distancia, por Tumaini seguida de sus tres compañeros. En sentido contrario no venía nadie. Desde el primer momento que la vi quedé atrapado por la fuerza de su imagen. Con la misma urgencia que Raquel, pero por diferente necesidad, bajé del coche y comencé a hacerle fotos.

Cuando el grupo que precedía a los muchachos me sobrepasó y desapareció tras del cambio de rasante, me puse frente a ella para tomarle primeros planos. Tumaini ni se inmutó, tenía fija la mirada en el confín del camino que le quedaba por andar, como si estuviera dispuesta a dar la vuelta al Mundo por su ecuador. Ni siquiera cuando estuvo a mi altura se dio por aludida. 

<<__¡Qué carácter!>> __pensé.

Al ver que la acribillaba a fotos, Celine apuró el paso, se puso delante de ella, y estropeó la mejor foto sacando la lengua con una mueca.

Mizelede y Athanase en cambio, se mostraron de lo más extrovertidos, posaron simpáticos para una foto y luego me preguntaron de qué país veníamos.

- De España __les informé.
- Espagna ¡Bargsa! __gritó Mizelede en perfecto catalán.
- ¡Real Maddriddt! ¡Mbappé! __le replicó Athanase, apartándole de un codazo.

Mientras bromeaba con los muchachos, apareció por la rasante de la cuesta una pick-up blanca destartalada cargada de jóvenes armados. A pesar de que venía marcha atrás, se movía con destreza y a gran velocidad. Se detuvieron en seco cortando el paso de las chicas. De la caja trasera bajaron cuatro “niños soldado” armados con machetes, y de la cabina un joven con un Kalashnikov en ristre. Nos rodearon y nos agruparon.

En aquel momento prometí no volver a burlarme nunca más de quien padeciera incontinencia. A puntito estuve de cagarme encima. Sólo lo impidió que, para sorpresa mía, mostraron cierta cortesía al pedir a Tumaini y sus compañeros que posasen junto a ellos para que yo les hiciera fotos: los guerrilleros, blandiendo amenazadores sus armas y los niños completamente acongojados. Luego incluyeron en la pose una foto tamaño doble folio de su líder: un militar africano obeso de mediana edad, en cuyo rostro destacaban sobre todo sus gafas de espejo y abundantes dientes de oro que lucía en su sonrisa amplia. Era evidente que aquél era el posado por el que tanto se había esforzado Raquel, y que se lo estaba perdiendo por culpa de un apretón. Cumpliendo con mi deber, con el estómago encogido, saqué fotos y grabé en vídeo cuanto pude.

El sainete duró poco y acabó mal. Acabadas las fotos, comenzaron a incordiar a las muchachas y no tardaron mucho en manosearlas, lo que enfadó muchísimo a Mizelede y Athanase que, medio en broma, medio en serio, enseguida acabaron en el suelo bajo el brillo amenazador de los machetes. De las burlas y la tensión contenida, se pasó a los insultos, las amenazas y los puntapiés. Me quedé paralizado sin saber qué hacer, pero la Monro me mataría si no grababa aquellas escenas, así que, convenciéndome a mí mismo de que formaban parte del guión, me puse a grabar. Mientras el joven armado posaba apuntándome a la barriga, con gran violencia trataron de subir a los muchachos a la caja de la pick-up. Tumaini se negó en redondo resistiéndose y, de un empujón con su hombro atlético, tiró al suelo a uno de los jovencísimos asaltantes, entonces, otro “niño soldado” mucho más crecido, alzó su machete con intención inequívoca de partir en dos la cabeza de la muchacha. Se me cortó la respiración, pero seguí grabando. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Un sonido seco y atronador congeló para siempre en mi cámara la imagen de un muchacho desplomándose hacia el suelo blandiendo flácido un machete enorme al tiempo que la vida le salía a chorro de su cabeza rapada y agujereada. El Ranger le había atravesado la frente de un disparo.

La contundente y sorpresiva respuesta del Ranger, hizo cundir el pánico entre los asaltantes quienes, abandonando a su compañero tendido en el barro, corrieron a subirse en el coche tan rápido como Celine se tiraba de él.

Entonces comprendí porqué habían llegado marcha atrás: sin entretenerse en dar la vuelta, marcharon a toda prisa por donde habían venido.

El incidente no acabó ahí, antes de desaparecer al final de la cuesta, el asaltante armado nos ametralló disparando al bulto desde la distancia. Sin contemplaciones, ni por mi cámara, me tiré cuerpo a tierra.

Pasó al menos medio minuto desde que dejaron de oírse los disparos hasta que me atreví a levantar la cabeza.

Al incorporarme vi que Mizelede, sentado en el suelo, lloraba desconsoladamente; en sus brazos, Celine agonizaba. Athanase, agachado, consolaba a su amigo y también lloraba, Tumaini, de pie, observaba estoica la escena. Los inmortalicé.

Los “adultos”, incluidos David y Raquel, que salían corriendo de la selva, nos acercamos a los muchachos arrastrando los pies como zombis. David, dirigiéndose a Raquel, estalló:

- ¡¿Ésta era la fabulosa escena bélica por la que hemos pagado mil dólares?! ¡¡¿El secuestro de unos niños?!!

Raquel, desbordada, pálida y enferma, no lo soportó más y se desmayó desplomándose sobre el lodo rojo.

Enajenándome de cualquier responsabilidad, me dediqué a lo que había venido, entonces, ante nuestra ineptitud, el Ranger tomó las riendas de la situación: ordenó al chofer que diera la vuelta, vació sin contemplaciones todo el valioso contenido del maletero, metió a los tres muchachos ilesos dentro, sentó a Celine en el asiento trasero, la aseguró con el cinturón, se sentó junto a ella, la abrazó, y ordenó al chófer que arrancara.

- Está viva. ¡A Butembo! ¡Rápido! __gritó el Ranger.

Con el coche arrancando, David, con Raquel inerte en sus brazos, se acomodó como pudo en el asiento delantero y, gracias a que el conductor hizo una parada de dos segundos, no me quedé abandonado en la carretera.

Traté de hacer balance de la situación: Celine tenía una herida de bala en el hombro izquierdo, estaba semiconsciente, sudaba en abundancia pero no sangraba porque el Ranger presionaba con fuerza su pañuelo blanco sobre la herida. Entre lamentos, la niña llamaba a Tumaini y ésta, desde el maletero, la consolaba besándole en la cabeza. Ésa fue la primera vez que oí sus nombres.

Raquel, sentada sobre David y abrazada a él, miraba hacia atrás por encima de su hombro. Había despertado pero se la veía francamente mal. Incapaz de mirar a Celine, tenía los ojos clavados en mí, con tal persistencia que ni parpadeaba. Para animarla, le sonreí varias veces con la intención de que se sintiera exculpada. No sirvió de nada; me miraba pero no me veía. Estaba en estado de shock

Yo también me sentía muy mal, la ansiedad por lo ocurrido me atenazaba el estómago. No me podía quitar de la cabeza la imagen del “niño soldado” con el cráneo reventado tendido en el suelo. ¡Qué horror! Se me nubló la vista tanto que pensé que iba a perder el conocimiento; pero no era eso: el sol, que brillaba intenso apenas un minuto atrás, se había esfumado. El ambiente era tan abrumador que pareció hacerse de noche. Era evidente que de un momento a otro iba a descargar una gran tormenta.

Tal vez fuera la urgencia por salvar la vida de una niña; quizá, lo más seguro, que encaraba dirección a su patria, pero lo cierto es que nuestro chófer corría tanto que parecía volar. Tardé un poco en percatarme de que en el camino que media hora antes era un hormiguero de gente, ahora no encontrábamos absolutamente a nadie. Todo el mundo se había apartado antes de que llegáramos. 

<<__Se habrán escondido de los forajidos>> __pensé al principio. Pero entonces, alcanzamos un par de vehículos abandonados que tuvimos que esquivar. Sus propietarios se asomaban temerosos entre los árboles y miraban al cielo con cara de espanto.

-  ¿Qué ocurre? __preguntó el Ranger al conductor, que tenía mejor visión.
- No sé, y no pienso parar a preguntar __le respondió en francés.
- Parece que va a caer una buena __dije yo, observando cómo se oscurecía el cielo.
- Sigue, sigue. Vite! Vite! __ordenó el Ranger.

Entonces, Celine, que tenía la cabeza apoyada contra el cristal del coche, para extrañeza de todos suspiró delirando:

- Mira Tumaini. Tu estrella __y se desmayó.
- ¡Corre! ¡Corre! __insistió el Ranger mientras levantaba la cabeza de la muchacha.

De repente:

- ¡Ostia! ¡Mira Raquel! ¡Mira! ¡Los iraníes tenían razón! __gritó David sorprendido, pero ella, en estado de shock, ni se inmutó.
- ¿A qué te refieres? __le pregunté alarmado.
- ¡El meteorito! ¡Es el meteorito, tío! –gritó, señalando al cielo.
- ¿El meteorito? ¿Dónde? __ pregunté de nuevo, pues no veía nada.
- ¡¡Los putos iraníes lo dijeron!! ¡¡Va a chocar!! ¡¡Es el fin!! ¡¡No te lo pierdas!! ¡¡Despierta Raquel, es el fin!! __gritó David, cada vez más fuera de sí.

Alarmado por los gritos de David, busqué la raja de cielo gris que se veía a lo largo de los muros de vegetación frondosa. Incorporándome, al fin pude verlo. No nos cubría una tormenta. 

Una patata enorme y negra había comenzado a tapar el Sol. No era la típica escena de un meteorito en llamas cruzando el cielo a toda ostia; éste, delante de una estela de humo negro, apenas se movía, en realidad más que desplazarse, que también, parecía un agujero negro irregular que estuviera creciendo por momentos, devorando la luz.

- ¿Eso es el meteorito? Pero, si apenas se mueve __pregunté ingenuo.
- Un meteorito, no ¡Es el puñetero Armageddon! __gritó David, paradójicamente más entusiasmado que asustado__. Apareció en el espacio hace cinco días. ¡Los iraníes lo dijeron! ¡Dijeron que chocaría con la Tierra! Todos los demás lo desmintieron. ¡Cabrones!
- ¡¿Me estás diciendo que sabíais que hoy es el jodido día del fin del mundo, y en lugar de quedaos en casa con los vuestros, os habéis metido en esta mierda?! ¡Y a mí con vosotros! __protesté, indignado.
- ¡No lo sabíamos!  __dijo David, y continuó__. La NASA, la ONU, los “yanquis”, los rusos; todos lo han estado desmintiendo rotundamente. Decían que era una maniobra disuasoria de los persas y los chinos para amedrentar a la cultura occidental, que pasaría a millones de kilómetros, que sólo sentiríamos leves efectos, por eso recomendaron parar las nucleares.
- Ya, y también dijeron que sólo afectaría a Siberia ¡Serán cabrones! __blasfemé.
- ¿Qué hago? __inquirió aterrorizado el conductor, que no alcanzaba a entender nuestro español, ni a comprender lo que estaba ocurriendo.
- ¡Tú, corre al hospital! __le amenazó el Ranger, decidido a salvar la vida de Celine, quizá a cambio de la que acababa de arrebatar al niño soldado.

En lo primero que pensé fue en mi pequeña Erika. Tenía que llamarla. Conecté el móvil ¡Oh! ¡Milagro! Había cobertura. Marqué su número, pero no llegó la llamada. Insistí sin parar. Nada, la línea ocupada. ¡Mierda! Al momento la cobertura se esfumó. <<__¿Dónde estará ahora?>> __pensé. <<__Estará en clase, ahí les obligan a tener el móvil apagado. Espero que las monjas la pongan a cubierto. ¡¿A cubierto?! ¡¿Cómo puede uno ponerse a cubierto de eso?! >>

Aterrorizado, adopté una vieja estrategia de autoprotección, típica de los reporteros de guerra: salir del plano donde se estaba escenificando el Fin del Mundo, para ponerme a salvo detrás de la cámara que lo podría filmar. Con calma, bajé la ventanilla, conecté la cámara y, con el móvil pitando en el oído derecho y el visor en el ojo izquierdo, me puse de nuevo a grabar. A partir de aquél momento dejé de sentir pánico. Era un reportero en acción.

Sin más obstáculos que una horrible lluvia de pájaros e insectos desorientados que chocaban contra el parabrisas, y monos que saltaban por encima de nosotros, llegamos a Butembo. La ciudad aparecía casi a oscuras y paralizada, lo que facilitó nuestra carrera. Grupos numerosos, sólo de hombres, señalaban con sus manos al halo dorado que delataba en la noche la silueta del meteorito. Molestos por nuestro paso y extrañados de nuestra precipitación indiferente, algunos nos hacían señas para que nos paráramos a mirar. Los ignoramos. Al pasar frente a un cuartel de la MONUSCO (Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en la RDC), una patrulla de cascos azules pakistaníes nos echó el alto; tan pronto como comprendieron nuestra situación, nos escoltaron el resto del camino, pero, en cuanto llegamos al Hospital, se largaron.

Entramos en el hospital Wanamahika de Butembo en estampida. El Ranger, con Celine en brazos y seguido por los muchachos, avanzaba dos metros cada paso que daba. David, detrás, abrazaba a Raquel ayudándole a caminar desganada; yo, el último, seguía grabando. Nadie esperaba en el modesto recibidor de urgencias. Alumbrado por el foco de mi cámara, me adelanté buscando alguna enfermera por las habitaciones.

Dentro, la mayoría de los enfermos, demasiado débiles como para interesarse por lo que ocurría fuera, permanecían en sus camas dolientes, e indiferentes. Otros, los menos graves, acompañados por los escasos familiares que no se habían largado, observaban boquiabiertos el espectáculo celestial: eran las diez de la mañana y en el cielo ecuatorial ya brillaban las estrellas.

Gritamos pidiendo ayuda; nadie respondía. Finalmente, en un cuarto amplio lleno de velas encendidas y que parecía ser la capilla, encontramos varias personas rezando: monjas, enfermeras, enfermos, y algunas madres con niños muy pequeños en brazos, mamando.

- ¡Cielo Santo! ¿Qué les ha pasado? __preguntó la mayor de las monjas, una anciana encantadora y africana; al ver a Celine en brazos del guardia, y a Raquel descompuesta y casi desmayada.
- Está herida. ¡Llamen al doctor! __exigió el Ranger.
- Los doctores se han ido. __respondió seca, otra monja adusta y europea.
- Hagan ustedes algo __suplicó el Ranger.
- Llévenlas al CHFEPSI (Centre Hospitalier de Femme Engagée pour la Promotion de la Santé Intégrale), allí atienden a las mujeres violadas __añadió la monja jefa.
- No las han violado. Nos han disparado en la carretera de Malinde. ¡La muchacha se está muriendo! __exclamó finalmente el Ranger, muy enfadado.
- ¿Y qué pretende que hagamos nosotras? __le replicó la monja, autoritaria__ ¿Acaso no se ha dado cuenta de que ya nada tiene remedio? No hay salvación para nuestros cuerpos. Es hora de ocuparse de nuestras almas.
- Algo podrán hacer por ésta pobre muchacha. ¿No? __suplicó David.
- No sufre. Rezaremos por ella __concluyó la monja fanática.
- Madre Dominique __le interrumpió una enfermera africana, joven y atrevida__. Creo que el doctor Nzanzu está todavía en su despacho.
- ¿Ese? No me extraña. Estará durmiendo la mona __dijo Madre Dominique con desprecio; y acto seguido hizo lo que mejor parecía saber hacer, dar órdenes__: está bien, Amandine vaya a buscarle; Edith, atienda a las muchachas; vosotras, acompañadme en la oración; usted, apague eso, hombre, ¿no le da vergüenza? __ pero no le hice caso.

El maduro doctor africano, torpe por la edad pero evidentemente sobrio, acompañado de Amandine, bajó tan rápido como pudo. Celine, que se encontraba en una camilla y ya le habían colocado un gotero a la luz de una linterna, tenía los labios pálidos y secos, y los ojos abiertos y amarillos. Pobrecilla. Estaba convencido de que no lo contaría.

Las enfermeras nos dijeron que se había ido la luz nada más empezar a oscurecerse el cielo. El grupo electrógeno no arrancaba, y al mozo que se debía encargar de él, no había forma de encontrarlo. Sin pensarlo dos veces, apagué la cámara y pedí que me acompañaran hasta el cuarto del generador.

- Vamos, deja que se ocupen de ellas. Necesito que me ayudes __pedí a David, que me siguió reticente.
- ¿Sabes algo de electricidad? __me preguntó, desconfiado.
- Bastante. Trabajé en una central eléctrica hasta que me harté de arreglar averías.
- ¿Eres ingeniero?
- No hace falta ser ingeniero para poner en marcha este trasto.

Al generador no le pasaba nada, ni siquiera le faltaba combustible. El relé detector de falta de tensión estaba reventado. Lo puenteé y de inmediato el motor Deutz rugió con sus doscientas “kaveas” de potencia eléctrica, que convirtieron al hospital en un transatlántico refulgente en la extraña noche del mediodía ecuatorial.

Las enfermeras, exultantes de alegría, me aplaudían tan rápido como subían las escaleras camino del quirófano. No había tiempo que perder.

Las seguimos hasta la típica puerta abatible con dos ventanas circulares que limitaba la zona estéril de cirugía y a la que, obviamente, no nos dejaron pasar. Ahí comenzó nuestra espera. Sentados en el suelo del pasillo, los amigos de Celine, el conductor y yo, permanecíamos junto a la puerta del quirófano. De vez en cuando, ante la mirada inquisitiva de Tumaini, me levantaba y escudriñaba por los ventanos redondos, a la vez que insistía en llamar a mi hija. Sin noticias de una ni de otra, desesperado, buscando cobertura, me fui hasta la camilla donde David, observado por el Ranger, vigilaba el gotero de Raquel. Por cada gota de suero que entraba en su cuerpo, salían dos lágrimas de sus ojos verdes. <<__Así no se reanimará nunca>> __pensé. David trataba de calmarla diciéndole que no había sido culpa suya, pero ella estaba tan afligida que sólo hacía que negar con la cabeza, y repetir aturdida:

- No me lo perdonaré jamás. ¿Cómo he podido ser tan egoísta? –nada que ver con la reportera engreída que acababa de conocer un par de horas atrás.
- No te mortifiques. No ha sido culpa nuestra __la consolaba David.
- David, por favor,  ve a ver cómo está la chica __insistía, ella.
- Ahora voy; pero antes procura calmarte __le rogó él.
- Déjame. Estoy bien. Anda, ve a ver.
- Todavía está en el quirófano __les informé__. Es normal que tarden; si no tardaran, sería porque las cosas no han ido bien.

Mis palabras no la tranquilizaron nada. A pesar de su debilidad, Raquel estaba tan nerviosa que forcejeaba con David por levantarse; entonces, vino una enfermera y le administró un calmante por el gotero. Casi de inmediato, Raquel se durmió, y sus mejillas fueron recuperando color gradualmente con cada gota de suero que recibía.

Algo más sosegados, dejamos a Raquel bajo la atenta mirada del mercenario, y nos acercamos hasta la ventana. Saqué el brazo para buscar cobertura, pero nada.

- ¡Jo, la cosa esa sigue ahí! __dijo David; quien, preocupado por Raquel, se había olvidado por completo del meteorito.

Incapaces de asimilar la magnitud de la amenaza que se cernía sobre todos nosotros nos quedamos embobados observando el espectáculo más grandioso de toda la historia de la Humanidad. El enorme objeto celestial ya había ocultado completamente al Sol. En completa oscuridad vimos cómo en su superficie se producían pequeños destellos. David exclamó ingenuo:

- ¡Mira, lo están bombardeando los americanos!
- No creo __disentí.
- Entonces… ¿Qué son esos flashes? __me preguntó.
- Eso, deben ser nuestros queridos satélites de comunicaciones reducidos a polvo estelar cuando chocan contra él __le dije, mostrándole mi móvil sin cobertura.
- ¡Mierda! Entonces ya está muy cerca. Va a acabar con todo, ¿Verdad? __me preguntó más resignado que aterrorizado.
- Me temo que sí, pero ya verás, será muy rápido. Bueno, puede que alguna criatura asquerosa se salve al principio para morir luego lentamente __contesté sarcástico, mientras fijaba mi pensamiento en Toni, “El Cabrón”.
- Pues a mí, después de lo ocurrido esta mañana, ya no sé si me importará morir; la verdad __dijo David, derrotado.
- Aquí ocurren tragedias como esa a diario, pero qué más da ya; si en el castigo está la redención, estamos a puntito de redimirnos. __dije con un hilo de sarcasmo y señalando al meteorito.
David se giró, miró a su jefa para asegurarse de que dormía, y tragó una buena bocanada de silencio antes de volver a hablar:
- A mí no me da igual. Me siento culpable de lo que ha ocurrido a los muchachos, y Raquel… Nunca imaginé que llegaría a verla así.
- Veo que sientes gran admiración por… __esa arpía, iba a decir, pero me contuve y dije__: Ella.
- ¿Te sorprende verdad? Raquel es una persona muy especial para mí. Le debo tanto que no creo que tenga tiempo de contártelo.
- Ahórrate el esfuerzo. Ahora mismo no está entre mis prioridades __le previne, tratando una vez más de llamar por teléfono, pero David necesitaba hablar para distraer su propio pánico.
- Reconozco que odia a los fotógrafos, cree que sois todos unos oportunistas despiadados, y quizá no le faltan razones para pensarlo. Pero no es mala persona. Créeme __afirmó, apesadumbrado.
- Sí. Bueno, hay personas que tienen gran facilidad para despertar admiración, pero cuando se las conoce te llevas una gran decepción. Y no creo que sea sólo con los fotógrafos ¿Has visto cómo trata a todo el mundo? Hay que ser “masoca” para aguantarla a diario.
- No siempre se comporta así. Hoy estaba muy nerviosa, enferma y asustada.
- Pues sigo creyendo que no es excusa. Además, no te ofendas, pero ha sido muy irresponsable trayéndonos hasta aquí, y más aún sin un equipo apropiado.
- En eso estoy de acuerdo contigo, pero es que ha estado muy mal aconsejada.
- ¿Mal aconsejada? ¿No será que es un poquito ambiciosa y maleducada?
- Para nada. Lleva años deseando dar un giro a su carrera, y éste iba a ser el reportaje que la ayudaría a cambiar de registro para demostrar la gran periodista que es. Por fin se libraría del asfixiante mundillo de la frivolidad en el que tanto tiempo se ha visto inmersa, y que ahora aborrece. Quiere dedicarse a escribir en serio.
- Pues para odiar la frivolidad lo ha venido haciendo muy bien.
- Pura interpretación profesional. Las mujeres y los gays todavía lo tenemos más difícil a la hora de desenvolvernos en el mundo del periodismo de élite dominado por machotes.
- Y machotas __añadí, arrancándole un gesto de: “ya tenemos aquí otro que no soporta a las lesbianas”.
- Raquel necesitaba su oportunidad, y reconozco que yo la deseo tanto como ella. Juntos hacemos un gran equipo, pero después de esto no levantaremos cabeza.
- Y que lo digas __ reafirmé, sin quitar mis ojos del meteorito.
-  Pero lo que más rabia me da es que, en realidad, la culpa es del tipo con el que está liada. Él no desea que abandone  el “famoseo” porque le reporta grandes beneficios, por eso le viene poniendo todo tipo de trabas.
- No te paga por ayudarla, ¿cómo es que no se lo impediste?
- Te juro que lo intenté, pero Raquel desoyó mis consejos y dejó que fuera él quien eligiera el equipo, y lo preparó a conciencia para que intencionadamente fracasara y volviéramos desde Ruanda con las manos vacías, por eso se acantonaron todos en el hotel con la excusa de encontrarse enfermos. Fue un sabotaje.
- Todos, menos tú,
- Todos menos yo, sí __dijo David, orgulloso de su fidelidad a la diva.
- Ya. Y digo yo: ¿no hubiera sido más fácil que le hubieras dado dos hostias a ese fulano?  __inquirí, mientras analizaba la abundante musculatura del muchacho.
- Si supieras de quién te hablo, no me dirías eso.
- ¿El capo de los Tigres del Cáucaso? __exageré a conciencia.
David sonrió algo escandalizado antes de bajar la voz para decirme atemorizado:
- Peor: el Secretario de Estado para la Comunicación.
- ¡¿El puto amo?! –pregunté muy sorprendido.
- El mismo __susurró, quizá temeroso de que pudiera haber algún micrófono abierto.
- Entonces, amigo mío, si Raquel ha tocado el Olimpo de la política, ya no tiene remedio. Un consejo te doy: si por la más remota casualidad salimos de ésta, aléjate de ellos; no tienen remedio. En la carrera del mal están a sólo un cuerpo de ser “lo peor de lo peor”, sólo otro colectivo les supera.
- No lo comprendes, éste es nuestro mundo. Ella se debe a su profesión, y yo me debo a ella.
- No sé, tío, debes tener razones de peso, pero te aseguro que he conocido algunos casos parecidos y siempre acaban igual: en cuanto se les caen las tetas, esos cabrones pasan de ellas y las dejan tiradas, adictas a fama y drogas, que nunca más podrán alcanzar. En cuanto a los gays, lo mismo, ¿acaso has olvidado el batacazo de aquél efímero ministro de cultura? Resulta patético. Lo mejor es ir por libre. Créeme.

Convencido en el fondo de que tenía razón y tocado en su orgullo, David bajó la cabeza y se quedó en silencio. Enseguida cambió de asunto:

- ¿Y tú? ¿Acaso no sueñas con ser un fotógrafo famoso? __me preguntó con cierto tono acusador.
- Hace años quizá, pero a estas alturas… No. Ya no le pido mucho a la vida, sólo independencia. Hace tiempo que todo lo que hago es por mi hija __respondí, mientras le mostraba mi móvil con su foto.
- Es preciosa. ¿Cómo se llama?
- Erika. Tiene quince años.
- ¿Nadie más?
- No.
- Me da la impresión que también guardas una historia triste.
- Bastante, pero poco pueden importar ahora mis miserias y las tuyas frente lo que nos amenaza. A ese pedrusco se la suda la Humanidad entera. Vamos perdiendo por goleada y se está acabando el tiempo del partido.

¡¿Tiempo?! Miré mi reloj: faltaba poco para las doce del mediodía. Mi corazón se disparó. Me acordé del famoso reloj del Apocalipsis Nuclear. <<__Estúpidos Humanos, había llegado nuestra hora. Estábamos a pocos segundos de la extinción total. Y yo, ¿qué podía hacer?>> __Me preguntaba. Incapaz de otra cosa. Entonces miré a mi alrededor y sentí una especie de llamada interior al deber que como siempre, no fue por altruismo, si no por puro egoísmo: si cuidaba de estos niños, alguien cuidaría de mi hija en Madrid. Al fin y al cabo velar por los más débiles en tiempos difíciles es un instinto noble y por lo tanto digno de recompensa. Sin embargo, había visto tantas veces obrar bien y aun así recibir los castigos más crueles, que me dejé caer en la desesperación. La rabia contenida y la impotencia hicieron brotar lágrimas de mis ojos. Abandoné mis buenas intenciones he hice lo que siempre en momentos más difíciles, esconderme. Tomé la cámara y me puse a grabar el halo dorado de nuestro verdugo.

<<Adelante, pedrusco de mierda, llévatelo todo por delante; pero que sea rápido. Capullo>>

Entonces, los sonidos de la ciudad: voces, animales furiosos, motocicletas, coches a toda velocidad, llantos de bebés, algún disparo; a los que, afanados por nuestra propia suerte, ya nos habíamos acostumbrado, comenzaron a desaparecer absorbidos por un viento súbito.

- ¿Lo oyes? __me preguntó David, apuntando al cielo.
- Parece el rumor lejano de cien aviones __contesté.
- Se está acercando… __gritó, antes de volverse a mí con cara de espanto.
El sonido fue creciendo hasta hacerse insoportable, con él, paredes y suelos comenzaron a vibrar cada vez más fuerte.
- ¡Es un terremoto! ¡Vamos a morir! __boceó David, aunque apenas pude oírle.
- ¡Es el meteorito! ¡Va a caer aquí! __grité, aterrado.

Aterrorizado, se abrazó a mí con la fuerza de un gimnasta. Eso me hizo sentir incómodo, pues el roce de su barba poblada en mi cuello me resultaba muy extraño; y para colmo se puso a llorar. La verdad es que nunca hubiera imaginado que mis últimos momentos los pasaría con un desconocido fornido y barbudo lloriqueándome en la nuca; así que le di unas palmaditas en la espalda como para consolarle y lo separé un poco de mí. Con una mirada tierna, atraje su atención hacia Raquel que dormía sedada y ajena a la situación. David, me comprendió enseguida y, tras liberarme de su abrazo de oso, corrió a protegerla abrazándose a ella.

Pensando en Erika, volví a sentir la llamada de la responsabilidad, esta vez sincera. Bajo el escudo impenetrable de mi cámara, salí al encuentro de los muchachos que ya venían hacia nosotros con los ojos desorbitados, gritando aunque sin apenas emitir sonido. Inexplicablemente, al poco, el viento se detuvo en seco y el ruido desapareció casi por completo, no así la vibración que se mantenía intensa y muda, rodeándonos. Con el viento, el aire pareció esfumarse; en pocos segundos se volvió tan liviano que comenzó a no notarse en los pulmones, y enseguida no hubo modo de llenarlos. Se apagaron todas las velas.

Era el fin; nada de un bombazo y se acabó, no. Íbamos a morir asfixiados lentamente. Histéricos, tratábamos de hablar pero, sin apenas aire, o no podíamos articular palabra, o los pocos sonidos que emitíamos eran devorados por la bestia del apocalipsis.

Desesperados, nos agrupamos todos en torno a la camilla de Raquel: Athanase y Mizelede abrazaban a Tumaini cubriéndola hasta dejarla prácticamente invisible. David, abrazado a la bella durmiente, parecía gritarle una confesión inaudible. El Ranger, con los ojos en blanco y un rigor mortis prematuro, apretaba su Kalashnikov contra su corpachón con tanta fuerza como yo, a los pies de la camilla, y observado por el ojo inquisitivo y sereno de Tumaini, apretaba la foto de Erika contra mi corazón. Las resistencias de las linternas y las bombillas, tras un par de intentos por mantenerse luciendo, se extinguieron también. Nos quedamos completamente a oscuras.

Pensaba en Erika. Buscaba su cara de niña inocente en el móvil. Todo se movía, pero en mis oídos no había otro sonido que el palpitar de mi corazón desbocado.

- Enseguida nos vemos cariño. ¡No tengas miedo! __grité, sin palabras, cuando su imagen se esfumó bajo el negro de la pantalla.

Lo siguiente que ocurrió fue una sacudida descomunal que zarandeó todo el edificio; una explosión que, sin onda expansiva por la falta de aire, se transmitió por el suelo; no la oí, pero la sentí bien dentro del pecho. Caí desplomado sin soltar la cámara ni el móvil. Después, una quietud absoluta que se me hizo eterna. Ya no oía ni mi corazón. ¿Había muerto? ¿Lo sabría si abría los ojos? Pues, no los abriría y, como el gato de Erwin Schrödinger, ni vivo ni muerto, permanecería eternamente recordando la cara de mi hija; lo único que realmente me importaba.

No pude contenerme, abrí los ojos. No había luz, no oía, no veía, no podría moverme. Volví a formularme la pregunta: ¿estoy muerto? No tuve tiempo de responderme, una segunda sacudida aún más brutal e insonora, me zarandeó como un guiñapo. No, no había muerto. Sentía dolor a cada golpe anónimo que recibía y fueron muchos. Instintivamente solté la cámara y el móvil para llevarme las manos a la cabeza. Por un momento creí estar levitando en una nube de polvo negro y enseres. Así hasta que perdí el conocimiento, o quizá esa vez sí morí.

No sé cuánto tiempo después, de repente me despertó mi corazón que galopaba coceando como un corcel al salir de la cuadra en una mañana fresca de verano. La vibración, ahora menos intensa, persistía de fondo, y sentí de nuevo un viento que enseguida se hizo muy fuerte; con él volvieron el aire polvoriento, pero vital, y el sonido. Había resucitado.

Tras nuestra muerte súbita, colectiva y breve, lo primero en oírse fueron nuestras toses y cientos de ventanas, tejados de hojalata y ramas, sacudidos o arrastrados por un huracán. No puedo decir cuánto duró, pero me pareció muchísimo tiempo. Inmóvil, creí que si no había muerto asfixiado lo haría aplastado por el tejado que en cualquier momento nos caería encima. No lo hizo. Aguantó. Poco a poco el viento fue amainando permitiendo notar de nuevo el sonido de la vibración de fondo, que también se fue apagando lentamente. Al fin, todo el espectáculo apocalíptico pareció terminar. Por la ventana entraron de nuevo los rayos del Sol filtrados por una densa niebla roja. Estaba amaneciendo.

Elegidos para la Resurrección, tirados por el suelo, hinchamos varias veces nuestros pechos llenándolos de vida. Nadie habló durante un buen rato y tardé bastante en reunir fuerzas suficientes para poder moverme. Al fin me incorporé y me senté en el suelo, la cabeza me daba vueltas y veía borroso. Los muchachos, que ya se habían levantado, se inspeccionaban unos a otros sacudiéndose el polvo y buscando lesiones que no encontraron.

David, todavía reposado sobre el pecho de Raquel, lloraba desconsoladamente. Ella, que parecía haberse despertado, le preguntaba con insistencia desconcertada y alarmada:

- ¿Es la niña? Dime David ¿Se ha muerto la niña? ¡Dime!

David la miró, pero profundamente emocionado por verla viva, no le contestó. Raquel lo apartó de sí, y se incorporó de un salto dispuesta a comprobarlo. Esta mujer, ni medio muerta dejaba de sorprender.

- ¿Dónde vas?  __repuso él.

Apenas recuperados del ensayo del Apocalipsis, nos apresuramos tras ella para ver qué había sucedido en el quirófano. De camino, nos tropezamos con Amandine que, inexplicablemente impoluta, avanzaba dando tumbos que amortiguaba apoyándose con sus manos en las paredes del pasillo.

-  ¡Cielo Santo! ¿Han sentido eso? __preguntó desencajada.
- ¿Y la muchacha? __le preguntó el Ranger.
- ¡Ha sido un milagro! __grito ella__, creíamos que la habíamos perdido, luego nos hemos desmayado todos y cuando hemos despertado tenía el pulso estable. ¡Un milagro! __insistió.
- ¿Podemos verla? __le pregunté.
- En la última habitación __dijo señalando con su brazo de ébano, tembloroso y grueso, y nos rogó__: por favor, no la molesten, está muy débil.
- Sólo queremos que sus amigos la vean un momento.
- Comprendo, pero desde la puerta. No se acerquen a ella.
- Descuide __le aseguré.
- Está bien __aceptó.

Celine, con los ojos cerrados e inflamados, respiraba rítmicamente; parecía estar bien. Tal como nos pidió la enfermera, no la molestamos, pero no hubo modo de convencer a sus amigos que salieran de la habitación, donde permanecieron en completo silencio.

Algo aliviada, pero aturdida por el caos reinante, Raquel, nos miró a David y a mí alternativamente, y nos preguntó:

- ¿Se puede saber qué ha ocurrido?
- El meteorito nos ha pasado rozando __le respondió David.
- ¿Rozando? ¿No ha caído?
- Aquí no __dije yo.
- ¿Qué quieres decir? __insistió ella.
- Que si cae, sea donde sea, estamos todos perdidos __le dijo David, tratando de ocultar su emoción.
- Entonces… Tengo que llamar a la redacción __dijo Raquel, que, paradójicamente, parecía haber sacado fuerzas del evento.
- Olvídate, nada funciona __le informé, y me miró perpleja.
- ¿Nada?
- Mira tu i-Phone.

Raquel lo comprobó; al ver que yo tenía razón y que su querida Cuca no aparecía en la pantalla, le saltaron las lágrimas. Por primera vez sentí lástima de ella.

- Necesito un teléfono __afirmó, desesperada.

Raquel salió en búsqueda de la gobernanta dirigiéndose a la sala de oración donde todavía se encontraban acantonadas las religiosas. Abrió la puerta sin llamar. Dentro, rodeadas por decenas de velas apagadas colocadas en el suelo, apenas iluminadas por rayos de sol color ocre que ya se colaban por las persianas bajadas pero rotas, las oblatas rezaban en torno a una mesa, sobre ella, ataviada con su bata blanca, con las manos sobre el pecho y sujetando un gran crucifijo de madera, reposaba el cuerpo sin vida de la Madre Dominique.

Raquel se quedó atónita ante la imagen; y, de no haber sido por David, que no la perdía de vista, se hubiera ido de nuevo directamente al suelo.

- David, por favor, sácame de aquí __suplicó, aturdida.
- Está bien, nos iremos ahora mismo a Goma __le dijo él, y luego me preguntó__: ¿has visto al conductor?
- No desde antes de la explosión. Voy a ver si está fuera __le contesté.
- Gracias Gil. No tardes.

Efectivamente el conductor estaba dentro del coche, parecía haberse quedado aturdido sobre el volante. Le llamé al cristal, pero ni se inmutó; insistí, y nada. Me temí lo peor. Con cierto reparo, abrí la puerta y casi se me vino encima. No había duda, estaba muerto. Con una serenidad de la que no tenía noticia, lo saqué, lo arrastré hasta el pasillo y lo dejé en el suelo. Subí al coche, tenía las llaves puestas, probé a ponerlo en marcha. Nada. El coche también se había muerto.

Salí del coche espantado, entonces me percaté de que no se oían vehículos ni disparos, en su lugar sólo podían oírse lamentos y perros aullando. Numerosas columnas de humo, delataban que la ciudad ardía por los cuatro costados. En el cielo, rosado por la gran cantidad de polvo todavía en suspensión, el Sol pugnaba por dejarse ver tras de un enorme halo rojo.

En ese momento comencé a darme cuenta de la magnitud de mi problema: estaba a decenas de miles de kilómetros de mi único ser querido, en un país en guerra, sin móvil, sin correo electrónico, sin coches, aviones, ni barcos; sin televisión ni radio; y eso no era lo peor, todo parecía indicar que, aunque no llegara a estrellarse, el paso del meteorito sí había causado bajas. Me invadió un sentimiento de desolación, y al igual que Raquel hacía un par de minutos, sentí la necesidad de salir corriendo. Me moría de ganas de volver a Madrid.

Me disponía a entrar de nuevo en el Hospital cuando me topé con el Ranger que salía a mi encuentro. Me preguntó por el conductor:

- ¿Has visto a M’Baru?
- Está muerto __le dije, señalando tras de mí.
- ¿También él? __preguntó, alarmado.
- ¿También? __le pregunté intrigado.
- Dentro hay bastantes personas muertas, sobre todo ancianos, y la monja. ¡Es horrible! __dijo David muy asustado que también venía a mi encuentro.
- Sí, de ella ya lo sabía, pero… ¿Y los otros?
- Se les habrá parado el corazón del susto. Pobre gente __dijo condolido.
- Quién sabe, quizá han tenido más suerte que nosotros __dije, mirando al cielo ensangrentado__. Cualquiera sabe lo que nos llegará si el meteorito finalmente ha chocado.
- ¿Funciona el coche? __preguntó, cambiando a propósito de tema.
- No.
- Me lo temía __repuso decepcionado.

Estábamos atrapados, o, en el mejor de los casos, a pocos minutos de la extinción. Nos reunimos todos en el porche del hospital sin saber qué hacer.

La extinción no llegó. Al menos no en las horas siguientes. El teléfono no sonaba y ninguna de las tres ambulancias disponibles funcionaba, pero enseguida se llenó el hospital de pacientes; vinieron andando taciturnos, o acarreados por sus familiares en camillas improvisadas. Todas las habitaciones, la capilla, los pasillos, el porche, el pequeño jardín, las ambulancias, nuestro coche, se llenaron de heridos y enfermos de toda índole: niños, bebés, mujeres de parto, golpeados o aplastados por mil objetos, suicidas chapuceros, víctimas de asaltos, de ataques al corazón,... y, por fortuna, varios médicos africanos y dos policías muy jóvenes, que junto al Ranger, se ocuparon de mantener el orden. El escaso personal estaba desbordado, así que tuvimos que echar una mano. A mí, tras rendirme en el intento de poner en marcha el grupo electrógeno, me tocó el dudoso honor llevar los cadáveres hasta la morgue improvisada en un almacén. Cuando anocheció de nuevo había 86.

No sabíamos la hora exacta, pero serían en torno a las dos de la madrugada cuando el hospital quedó en silencio. Hacía un buen rato que no se moría nadie. David, Raquel, el Ranger, los muchachos, y yo, unidos para siempre por el extraño e inesperado ritual del Apocalipsis, estábamos sentados en las escaleras de entrada al hospital.

Hacía frío. Butembo, agotada por un día aciago, permanecía en silencio. En la negrura del horizonte nocturno aún refulgían las llamas de numerosos incendios, pero ya no llegaban heridos. La gente, temerosa de que sus casas desvencijadas les cayeran encima, dormía en las calles en torno a pequeñas hogueras.

Incapaces de encontrar un pretexto para hablar, permanecíamos los seis en silencio hasta que Amandine nos trajo un cazo con caldo vegetal que nos supo a gloria bendita. Con ella vino Tumaini, que había estado todo el tiempo acompañando a su amiga. Se le veía contenta: Celine se había despertado, no tenía fiebre, y también había tomado algo de caldo.

Tras aquellas noticias buenas, que todos celebramos, sentimos que un murmullo iba creciendo en todas las direcciones. Le siguieron algunos gritos de admiración, luego otros de miedo y aún más desgarradores, de terror. En pocos segundos, toda la ciudad se convirtió en un grito de desesperación. Algo nuevo y extraordinario estaba ocurriendo. Quizá la onda arrasadora del choque del meteorito ya estaba llegando. Instintivamente, miramos todos al cielo. Entonces, comenzó a soplar un viento suave y fresco que terminó de despejar el polvo y comenzaron a verse las estrellas. Tumaini fue la primera en darse cuenta:

- ¡Mirad! __gritó__. ¡Es la Aurora Boreal!
- ¡¿La Aurora Boreal?! ¡¿Aquí?! ¡Imposible! –coreamos.

En efecto. Si estaba llegando el fin del mundo, éste venía precedido del espectáculo más hermoso que hubiéramos podido imaginar. El último regalo de la Creación.

Yo había visto una vez la Aurora Boreal en Islandia y otra la Austral en Usuaia, y eran a cual más preciosa; como una enorme cortina luminiscente que evolucionaba del mismo modo que una medusa fosforescente pudiera hacerlo en el Océano profundo. Pero ésta inexplicable Aurora “Ecuatorial” era cien veces más amplia, pues cubría con amplios pliegues todo el cielo, diez veces más luminiscente, y no se conformaba con sus acostumbrados tonos verdes, sino que refulgía en su evolución ondulante en tonalidades que iban del añil al rosa, pasando por el rojo y el amarillo. Era un híbrido entre la Aurora Boreal, la Austral y en medio el Arco Iris, pero a lo bestia.

Si para nosotros aquél espectáculo era lo más extraordinario que viéramos jamás, para los africanos, cuya mayoría ni habían oído hablar de este fenómeno, tras aquél enorme telón no podía estar otra cosa que la gran función del Apocalipsis. Los gritos de terror se multiplicaron y comenzaron a oírse disparos, quien sabe si de advertencia, de ira, o de suicidio. Entonces, Tumaini, se acercó a mí y me rogó desesperada que hiciera algo que ella no podía hacer:

- Aplaude. Por favor. Aplaude. Aplaudid todos. ¡Vamos! Aplaudid.

La miré perplejo, pero no podía negarme, ¿cómo podía negarle algo así? Ante su incapacidad y desesperación comencé a aplaudir. David y Raquel, comprendieron enseguida la necesidad y se pusieron a aplaudir también. El personal del hospital, que seguramente conocía el fenómeno, aunque fuera de oídas, nos acompañó con efusividad. El efecto se hizo contagioso y, tras breves silencios de incredulidad, los grupos más cercanos también aplaudieron extasiados. En apenas un minuto, toda Butembo aplaudía clamorosamente. La idea de Tumaini había sido genial, los gritos y los disparos cesaron. En aquél momento no se me ocurrió, pero quizá se contagió a otras aldeas próximas y evitó muchas muertes.

El espectáculo no terminaba, pero los aplausos, que pudieron durar un cuarto de hora, se fueron apagando lentamente. La humanidad de Butembo, quién sabe si la de toda África Ecuatorial, acostumbrada a la inocuidad de su nueva inquilina celestial, se fue apaciguando poco a poco, y el fin del mundo no llegó.

Hipnotizados por la magia del fenómeno, cuasi paranormal, que nos cubría, y hechizados por el embrujo de las hogueras, los españoles entablamos una conversación banal. Como si fuéramos unos críos, David entretuvo a Raquel contándole aventuras de sus acampadas hasta que ésta, abrazada a él, cubierta por su chaqueta y acostada sobre su regazo, se quedó dormida. Él, apoyó satisfecho su cabeza sobre la pared, y se durmió feliz. Los muchachos, acurrucados muy cerca para darse calor, también se durmieron. Entonces el Ranger se fue para relevar de nuevo a Tumaini, así que, cuando ella regresó, se sentó a mi lado y nos quedamos solos, despiertos y observando el firmamento.

Llevábamos horas juntos, habíamos estado varias veces al punto de la muerte, nos habíamos ayudado mutuamente, teníamos interés común por la suerte de Celine, pero todavía no sabíamos absolutamente nada los unos de los otros. Ni siquiera nos habíamos presentado.

- Me llamo Gil __le dije, ofreciéndole mi mano, que ella se quedó mirando sin saber que hacer__. Perdona, es la costumbre. ¿Cómo te llamas? __le pregunté, tratando de disculparme por mi error estúpido.
- Tumaini Nako __dijo sonriendo, y añadió__: Gil es un nombre muy corto, ¿qué significa?
Estuve tentado de decirle: <<__Es el diminutivo de Gilipollas>>, pero me contuve y le dije:
- No significa nada. Los blancos somos muy sosos para los nombres. Tu nombre sí que es bonito.
- Significa “Esperanza__me aclaró en francés.
- Esperanza __repetí como una cotorra, mientras pensaba el modo en que la muchacha había sacado a la gente de la desesperación, con su llamada a los aplausos__. Has estado muy acertada al pedirnos que aplaudiéramos. ¿No has sentido miedo?
- ¿De la Aurora? No __Afirmó rotunda y sonriente, como si yo hubiera dicho una estupidez.
- ¿La conocías?
- Claro. La he estudiado en el colegio. ¿Tú no?

 Dispuesto a no seguir molestándole con preguntas estúpidas y obvias, decidí cambiar de tema y, refiriéndome a los muchachos, le pregunté:

- ¿Quiénes son?
- El más bajo es Mizelede, mi hermano, y el alto es mi… __titubeó__ es mi vecino, Athanase; y Celine es mi amiga.
- ¿Dónde ibais esta mañana? __le interrogué.
- Al Colegio __me contestó__. ¿Y vosotros? __me preguntó ella, entonando cierto reproche.
- ¿Nosotros? Nosotros hacíamos el imbécil en la carretera.
- Desde luego que sí. Los “Kony”, saben que les sacáis fotos y que luego las ve todo el mundo, por eso se ponen tan gallitos. Habéis sido muy irresponsables __me dijo, con una madurez que me sorprendió una vez más.
- Tienes toda la razón. Sentimos muchísimo lo que ha ocurrido, si no hubiera sido por nosotros, Celine no estaría herida y aquél pobre diablo, aún estaría vivo.
- Quizá. Quizás no. Luego han ocurrido muchas cosas, tal vez lo que ha ocurrido esta mañana nos ha salvado la vida a todos.

No daba crédito a mis oídos; para su edad, la muchacha se expresaba con total soltura. Yo, demostrando una vez más mi torpeza, le dije:

- Desde luego que han ocurrido cosas. ¿Comprendes lo que ha sucedido en el cielo?
- __contestó convencida, y añadió__: el meteorito “dos mil veinte, de, a, treinta y tres”, ha rozado la exosfera del Planeta Tierra.

Me sorprendió muchísimo que tuviera noticia del suceso y… ¡Con ese detalle!

- ¿Cómo sabes eso? __le pregunté intrigado.
- Lo leí en la web. En el colegio tenemos Internet. ¿Sabes?
- Vale, vale. Ahora comprendo. Pero, ¿Cómo sabes que sólo ha rozado? Quizá ha chocado en otro lugar.

Tumaini sonrió, y me miró como quien mira a un pobre ignorante.

- Si hubiera chocado, no estaríamos aquí sentados tan plácidamente. Llevaríamos horas muertos. Sólo ha rozado __repitió convencida, y prosiguió__: las trayectorias del meteorito y la Tierra habrán sido yuxtapuestas en un polo de la órbita del asteroide, por eso la atracción máxima se ha debido producir justo en el momento en que éste comenzaba a alejarse, quedando anulada la atracción gravitacional, por efecto del cambio brusco de velocidad tangencial del meteorito. Hemos tenido muchísima suerte. Ha sido un milagro, y además, como consecuencia de la ionización de la capa exterior de la atmósfera al rozar con el polvo del cometa, nos ha dejado de regalo esta preciosidad en el cielo. ¿Sabes? Después de esto no espero ver nada mejor en la vida.

Me dejó de piedra. <<__¿¡Cómo cojones (perdón) podía saber todas esas cosas una muchacha del Tercer Mundo, y sin estudios superiores!?>> __pensé, aunque luego me arrepentí avergonzado de mi reflexión clasista y racista__. Tal vez lo habrían dicho en las noticias; de eso debió ser de lo que trató de avisarme el imbécil de Toni. La muchacha lo había oído, y lo había memorizado. La pondría a prueba:

- No he entendido absolutamente nada __reconocí, sonriendo.
- Es muy sencillo: es como si… Imagina que tienes un péndulo de hierro, que es el meteorito; si cuando está llegando a uno de sus puntos donde deja de subir para volver a bajar, le acercas un imán potente, que es la Tierra, el imán lo atraerá hacia sí pero, si no lo hace lo suficiente como para vencer su tendencia a alejarse, capturándolo; lo atraerá un poco pero acabará escapándosele, alcanzando aún mayor velocidad, porque el imán le habrá hecho subir un poco más, aumentado su energía potencial, antes de dejarlo escapar.

Quedé atónito. Yo esclavizado por el “hijoputa” de Toni para pagarle un buen colegio a Erika, y en el “culo del mundo” Tumaini, yendo a un colegio hecho con poco más que de cañas y barro, no sólo tenía una explicación plausible para lo ocurrido, sino que además había conseguido que yo lo entendiera.

- ¡¿Cómo sabes todo eso?! __le pregunté, realmente sorprendido.
- Me gusta la Astronomía __me dijo, como quien dice que le gusta montar en bicicleta.
- Ya veo, pero todo eso que sabes, ¿dónde lo has aprendido?
- Por “yutube”; además en la biblioteca del colegio tenemos libros, un globo terráqueo, y en casa tengo un mapa de la Vía Láctea de la National Geographic que me regaló una española, como tú __me dijo en mal español y sin perder de vista la Aurora y las estrellas, a las que había estado escrutando todo el rato.

Incapaz de aceptarlo, tal vez celoso de que en los mejores (y más caros) colegios de Madrid, los chavales apenas aprendieran  el nombre de los cuerpos del Sistema Solar, y que en un colegio sin medios, una niña pudiera tener semejantes conocimientos. No sé por qué, me vino a la memoria el nombre de otra africana: Hypatia de Alejandría. Después de un momento en silencio cambié de tema:

- ¿De dónde veníais esta mañana?
- De mi casa. Los Nako vivimos en Malinde __me dijo orgullosa.
- ¿Está muy lejos?
- A unos cuatro kilómetros de Butembo.
- ¿Celine también es tu vecina, como Athanase? ¿son hermanos?
- No __dijo, sonriendo pícara__. Ella vive aquí con sus padres. Ha pasado el fin de semana en mi casa.

Hasta ahora no se me había pasado por la cabeza, pero de repente caí en la cuenta de que, al igual que yo estaba preocupado por Erika, estos muchachos tendrían padres, y debían estar desesperados por saber de ellos.

- ¡Vuestros padres os estarán buscando! __exclamé alarmado.
- Vivo con mi abuela; pensará que, con lo ocurrido, me he quedado a dormir en casa de Celine. Ella no suele pensar que las cosas van mal; y si lo piensa, se lo calla.
- ¿Y Athanase?
- Sus padres están toda la semana trabajando en los campos de caña de azúcar. Se fueron ayer por la tarde y no volverán hasta dentro de dos semanas, y para su tío si no volvemos mejor. Pero lo padres de Celine deben estar buscándola.
- ¿Sabes dónde viven?
- No. Sé que es cerca del colegio, pero nunca hemos estado en su casa.
 <<Qué raro>> –pensé–. Su amiga pasa los fines de semana en su pueblo, y ella no sabe ni donde vive.
- Lástima, si no podríamos ir a avisarles.
- Sí, qué lástima –reconvino Tumaini, con serena tristeza.
- Será mejor que duermas un poco, mañana os llevaremos con tu abuela.
- Tienes razón Gil __dijo, y se acurrucó al lado de su hermano.

Absorta por el espectáculo, se hizo la dormida con los ojos entreabiertos. Amandine, que parecía no cansarse nunca, trajo dos mantas, cubrió a los tres adolescentes y puso otra sobre mis hombros. Le di las gracias, y me correspondió con una sonrisa tan impolutamente blanca como su bata, para seguidamente volver a sus obligaciones interminables disolviéndose en la penumbra del pasillo.

Me quedé solo. Estaba agotado, pero no podía dormir. Embrujado por la irrealidad de la Aurora “Ecuatorial”, mi cerebro acabó convirtiéndola en una pantalla de cine enorme, en la que comencé a imaginar la cara de mi niña. No dejaba de pensar en ella: 

<<__¿Qué habrá pasado en Madrid? ¿Cuánto durará ésa situación? ¿Será global?>> __me preguntaba una y otra vez, jugueteando con mi móvil inerte.

Clareaba el cielo y se atenuaba la Aurora, cuando se acercaron hasta mí un hombre, vestido cuasi de militar y una mujer mucho más joven que él y muy guapa, ambos completamente derrengados. Buscaban a una muchacha; me enseñaron su foto: no había duda, era Celine. La cara de alegría que pusieron sus padres cuando les dije que estaba dentro y que se encontraba bien, compensó casi todos los sufrimientos del día, excepto que seguía sin saber nada de Erika.

<<__Este es un buen augurio. Pronto sabré de ti>>. __pensé.

El reencuentro de Celine con sus padres supuso un gran alivio para ellos y también para todos nosotros, pero azuzó la necesidad de buscar a nuestros seres queridos, hasta el límite de la desesperación.




Capítulo 4, Malinde.

El 6 de abril, en Butembo, República Democrática del Congo, amaneció por tercera vez en veinticuatro horas, justo las que yo llevaba sin dormir. Ese día fue para mí el de los tres milagros: el meteorito 2020-DA33, contra todo pronóstico, no chocó contra la tierra, Celine sobrevivió a una herida mortal, y lo más increíble de todo, Raquel sufrió una metamorfosis moral.

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