'El castigo de Lonchinos' Capítulo III: Butembo
Después de hora y media recorriendo una carretera malísima,
cruzamos la bulliciosa ciudad de Butembo y nos dirigimos hacia el oeste.
Avanzamos unos tres kilómetros, y al fin llegamos al punto indicado por el
confidente: la carcasa vacía y oxidada de una tanqueta reventada muchos años atrás por una mina.
Permanecíamos esperando aparcados en la cuneta. Dentro del
coche, el conductor ruandés, anhelando impaciente el momento de volver a cruzar
la frontera hacia su país, no paraba de mirar el reloj. Raquel, a su lado,
acariciaba el rostro digital de su mascota. En el asiento trasero, a la
derecha, el Ranger parecía estar durmiendo tras sus gafas negras, lo que me
producía cierta tranquilidad. David, en medio, observaba a Raquel por el
retrovisor, y yo sacaba fotos por la ventanilla a las personas y a los escasos
vehículos que transitaban: aparte de la miseria acostumbrada, nada relevante.
De repente, Raquel abrió la puerta del coche, agarró su mochila, su móvil, y
salió corriendo hacia la selva.
-
¡¿Dónde vas?! __gritó David,
sobresaltado.
El grito de David activó al Ranger, quién, al ver que la
mujer era devorada por la vegetación, salió corriendo tras ella como una
exhalación verde y armada. David les
siguió a la carrera. Por un momento pensé que el conductor también huiría, pero
estaba tan agarrado al volante, que ni se movió.
Desaparecieron los tres.
Di por sentado que el motivo de la urgencia era la
indisposición intestinal de Raquel, y estuve tentado de salir a documentar la
escena: famosa agazapada entre frondosos matojos, con su culo blanco refulgente
al Sol, escoltada en retaguardia por metro noventa y nueve de paramilitar
armado, y en vanguardia por su mozo de cámara de dudosa tendencia; ambos
mirando para otro lado; bueno, el soldado seguramente no. Toni, “El Cabrón”, me
daría 18.000 euros por el reportaje. Una vez más ganó mi angelito bueno, y
decidí esperar a que volvieran sólo los tíos, diciendo que a la “Monro” se la
había llevado King-Kong.
El lugar donde nos encontrábamos estaba en una cuesta por la
que ascendía un grupo numeroso de transeúntes desganados, cerrado, a poca
distancia, por Tumaini seguida de sus tres compañeros. En sentido contrario no
venía nadie. Desde el primer momento que la vi quedé atrapado por la fuerza de
su imagen. Con la misma urgencia que Raquel, pero por diferente necesidad, bajé
del coche y comencé a hacerle fotos.
Cuando el grupo que precedía a los muchachos me sobrepasó y
desapareció tras del cambio de rasante, me puse frente a ella para tomarle
primeros planos. Tumaini ni se inmutó, tenía fija la mirada en el confín del
camino que le quedaba por andar, como si estuviera dispuesta a dar la vuelta al
Mundo por su ecuador. Ni siquiera cuando estuvo a mi altura se dio por aludida.
<<__¡Qué carácter!>> __pensé.
<<__¡Qué carácter!>> __pensé.
Al ver que la acribillaba a fotos, Celine apuró el paso, se
puso delante de ella, y estropeó la mejor foto sacando la lengua con una mueca.
Mizelede y Athanase en cambio, se mostraron de lo más
extrovertidos, posaron simpáticos para una foto y luego me preguntaron de qué
país veníamos.
-
De España __les informé.
-
Espagna ¡Bargsa! __gritó Mizelede en
perfecto catalán.
-
¡Real Maddriddt! ¡Mbappé! __le
replicó Athanase, apartándole de un codazo.
Mientras bromeaba con los muchachos, apareció por la rasante
de la cuesta una pick-up blanca destartalada cargada de jóvenes armados. A
pesar de que venía marcha atrás, se movía con destreza y a gran velocidad. Se
detuvieron en seco cortando el paso de las chicas. De la caja trasera bajaron
cuatro “niños soldado” armados con machetes, y de la cabina un joven con un
Kalashnikov en ristre. Nos rodearon y nos agruparon.
En aquel momento prometí no volver a burlarme nunca más de
quien padeciera incontinencia. A puntito estuve de cagarme encima. Sólo lo
impidió que, para sorpresa mía, mostraron cierta cortesía al pedir a Tumaini y
sus compañeros que posasen junto a ellos para que yo les hiciera fotos: los
guerrilleros, blandiendo amenazadores sus armas y los niños completamente
acongojados. Luego incluyeron en la pose una foto tamaño doble folio de su
líder: un militar africano obeso de mediana edad, en cuyo rostro destacaban
sobre todo sus gafas de espejo y abundantes dientes de oro que lucía en su
sonrisa amplia. Era evidente que aquél era el posado por el que tanto se había
esforzado Raquel, y que se lo estaba perdiendo por culpa de un apretón.
Cumpliendo con mi deber, con el estómago encogido, saqué fotos y grabé en vídeo
cuanto pude.
El sainete duró poco y acabó mal. Acabadas las fotos,
comenzaron a incordiar a las muchachas y no tardaron mucho en manosearlas, lo
que enfadó muchísimo a Mizelede y Athanase que, medio en broma, medio en serio,
enseguida acabaron en el suelo bajo el brillo amenazador de los machetes. De
las burlas y la tensión contenida, se pasó a los insultos, las amenazas y los
puntapiés. Me quedé paralizado sin saber qué hacer, pero la Monro me mataría si
no grababa aquellas escenas, así que, convenciéndome a mí mismo de que formaban parte del guión, me puse a grabar. Mientras el joven armado posaba apuntándome
a la barriga, con gran violencia trataron de subir a los muchachos a la caja de
la pick-up. Tumaini se negó en redondo resistiéndose y, de un empujón con su hombro
atlético, tiró al suelo a uno de los jovencísimos asaltantes, entonces, otro
“niño soldado” mucho más crecido, alzó su machete con intención inequívoca de
partir en dos la cabeza de la muchacha. Se me cortó la respiración, pero seguí
grabando. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Un sonido seco y atronador congeló para siempre en mi cámara
la imagen de un muchacho desplomándose hacia el suelo blandiendo flácido un
machete enorme al tiempo que la vida le salía a chorro de su cabeza rapada y
agujereada. El Ranger le había atravesado la frente de un disparo.
La contundente y sorpresiva respuesta del Ranger, hizo
cundir el pánico entre los asaltantes quienes, abandonando a su compañero
tendido en el barro, corrieron a subirse en el coche tan rápido como Celine se
tiraba de él.
Entonces comprendí porqué habían llegado marcha atrás: sin
entretenerse en dar la vuelta, marcharon a toda prisa por donde habían venido.
El incidente no acabó ahí, antes de desaparecer al final de
la cuesta, el asaltante armado nos ametralló disparando al bulto desde la
distancia. Sin contemplaciones, ni por mi cámara, me tiré cuerpo a tierra.
Pasó al menos medio minuto desde que dejaron de oírse los
disparos hasta que me atreví a levantar la cabeza.
Al incorporarme vi que Mizelede, sentado en el suelo,
lloraba desconsoladamente; en sus brazos, Celine agonizaba. Athanase, agachado,
consolaba a su amigo y también lloraba, Tumaini, de pie, observaba estoica la
escena. Los inmortalicé.
Los “adultos”, incluidos David y Raquel, que salían
corriendo de la selva, nos acercamos a los muchachos arrastrando los pies como
zombis. David, dirigiéndose a Raquel, estalló:
-
¡¿Ésta era la fabulosa escena bélica por la que
hemos pagado mil dólares?! ¡¡¿El secuestro de unos niños?!!
Raquel, desbordada, pálida y enferma, no lo soportó más y se
desmayó desplomándose sobre el lodo rojo.
Enajenándome de cualquier responsabilidad, me dediqué a lo
que había venido, entonces, ante nuestra ineptitud, el Ranger tomó las riendas
de la situación: ordenó al chofer que diera la vuelta, vació sin
contemplaciones todo el valioso contenido del maletero, metió a los tres muchachos
ilesos dentro, sentó a Celine en el asiento trasero, la aseguró con el
cinturón, se sentó junto a ella, la abrazó, y ordenó al chófer que arrancara.
-
Está viva. ¡A Butembo! ¡Rápido! __gritó
el Ranger.
Con el coche arrancando, David, con Raquel inerte en sus
brazos, se acomodó como pudo en el asiento delantero y, gracias a que el
conductor hizo una parada de dos segundos, no me quedé abandonado en la
carretera.
Traté de hacer balance de la situación: Celine tenía una
herida de bala en el hombro izquierdo, estaba semiconsciente, sudaba en
abundancia pero no sangraba porque el Ranger presionaba con fuerza su pañuelo
blanco sobre la herida. Entre lamentos, la niña llamaba a Tumaini y ésta, desde
el maletero, la consolaba besándole en la cabeza. Ésa fue la primera vez que oí
sus nombres.
Raquel, sentada sobre David y abrazada a él, miraba hacia
atrás por encima de su hombro. Había despertado pero se la veía francamente mal.
Incapaz de mirar a Celine, tenía los ojos clavados en mí, con tal persistencia
que ni parpadeaba. Para animarla, le sonreí varias veces con la intención de
que se sintiera exculpada. No sirvió de nada; me miraba pero no me veía. Estaba
en estado de shock
Yo también me sentía muy mal, la ansiedad por lo ocurrido me
atenazaba el estómago. No me podía quitar de la cabeza la imagen del “niño
soldado” con el cráneo reventado tendido en el suelo. ¡Qué horror! Se me nubló
la vista tanto que pensé que iba a perder el conocimiento; pero no era eso: el
sol, que brillaba intenso apenas un minuto atrás, se había esfumado. El
ambiente era tan abrumador que pareció hacerse de noche. Era evidente que de un
momento a otro iba a descargar una gran tormenta.
Tal vez fuera la urgencia por salvar la vida de una niña; quizá, lo más seguro, que encaraba dirección a su patria, pero lo cierto es que
nuestro chófer corría tanto que parecía volar. Tardé un poco en percatarme de
que en el camino que media hora antes era un hormiguero de gente, ahora no
encontrábamos absolutamente a nadie. Todo el mundo se había apartado antes de
que llegáramos.
<<__Se habrán escondido de los
forajidos>> __pensé al principio. Pero entonces, alcanzamos un
par de vehículos abandonados que tuvimos que esquivar. Sus propietarios se
asomaban temerosos entre los árboles y miraban al cielo con cara de espanto.
-
¿Qué
ocurre? __preguntó el Ranger al conductor, que tenía mejor visión.
-
No sé, y no pienso parar a preguntar __le
respondió en francés.
-
Parece que va a caer una buena __dije
yo, observando cómo se oscurecía el cielo.
-
Sigue, sigue. Vite! Vite! __ordenó el Ranger.
Entonces, Celine, que tenía la cabeza apoyada contra el
cristal del coche, para extrañeza de todos suspiró delirando:
-
Mira Tumaini. Tu estrella __y se
desmayó.
-
¡Corre! ¡Corre! __insistió el Ranger
mientras levantaba la cabeza de la muchacha.
De repente:
-
¡Ostia! ¡Mira Raquel! ¡Mira! ¡Los iraníes tenían
razón! __gritó David sorprendido, pero ella, en estado de shock, ni
se inmutó.
-
¿A qué te refieres? __le pregunté
alarmado.
-
¡El meteorito! ¡Es el meteorito, tío! –gritó,
señalando al cielo.
-
¿El meteorito? ¿Dónde? __ pregunté de
nuevo, pues no veía nada.
-
¡¡Los putos iraníes lo dijeron!! ¡¡Va a chocar!!
¡¡Es el fin!! ¡¡No te lo pierdas!! ¡¡Despierta Raquel, es el fin!! __gritó
David, cada vez más fuera de sí.
Alarmado por los gritos de David, busqué la raja de cielo
gris que se veía a lo largo de los muros de vegetación frondosa.
Incorporándome, al fin pude verlo. No nos cubría una tormenta.
Una patata enorme y negra había comenzado a tapar el Sol. No era la típica escena de un meteorito en llamas cruzando el cielo a toda ostia; éste, delante de una estela de humo negro, apenas se movía, en realidad más que desplazarse, que también, parecía un agujero negro irregular que estuviera creciendo por momentos, devorando la luz.
Una patata enorme y negra había comenzado a tapar el Sol. No era la típica escena de un meteorito en llamas cruzando el cielo a toda ostia; éste, delante de una estela de humo negro, apenas se movía, en realidad más que desplazarse, que también, parecía un agujero negro irregular que estuviera creciendo por momentos, devorando la luz.
-
¿Eso es el meteorito? Pero, si apenas se mueve __pregunté
ingenuo.
-
Un meteorito, no ¡Es el puñetero Armageddon! __gritó
David, paradójicamente más entusiasmado que asustado__. Apareció en
el espacio hace cinco días. ¡Los iraníes lo dijeron! ¡Dijeron que chocaría con
la Tierra! Todos los demás lo desmintieron. ¡Cabrones!
-
¡¿Me estás diciendo que sabíais que hoy es el
jodido día del fin del mundo, y en lugar de quedaos en casa con los vuestros,
os habéis metido en esta mierda?! ¡Y a mí con vosotros! __protesté,
indignado.
-
¡No lo sabíamos! __dijo David, y continuó__.
La NASA, la ONU, los “yanquis”, los rusos; todos lo han estado desmintiendo
rotundamente. Decían que era una maniobra disuasoria de los persas y los chinos para
amedrentar a la cultura occidental, que pasaría a millones de kilómetros, que
sólo sentiríamos leves efectos, por eso recomendaron parar las nucleares.
-
Ya, y también dijeron que sólo afectaría a
Siberia ¡Serán cabrones! __blasfemé.
-
¿Qué hago? __inquirió aterrorizado el
conductor, que no alcanzaba a entender nuestro español, ni a comprender lo que
estaba ocurriendo.
-
¡Tú, corre al hospital! __le amenazó
el Ranger, decidido a salvar la vida de Celine, quizá a cambio de la que
acababa de arrebatar al niño soldado.
En lo primero que pensé fue en mi pequeña Erika. Tenía que
llamarla. Conecté el móvil ¡Oh! ¡Milagro! Había cobertura. Marqué su número,
pero no llegó la llamada. Insistí sin parar. Nada, la línea ocupada. ¡Mierda!
Al momento la cobertura se esfumó. <<__¿Dónde estará
ahora?>> __pensé. <<__Estará en clase, ahí
les obligan a tener el móvil apagado. Espero que las monjas la pongan a
cubierto. ¡¿A cubierto?! ¡¿Cómo puede uno ponerse a cubierto de eso?! >>
Aterrorizado, adopté una vieja estrategia de autoprotección,
típica de los reporteros de guerra: salir del plano donde se estaba
escenificando el Fin del Mundo, para ponerme a salvo detrás de la cámara que lo
podría filmar. Con calma, bajé la ventanilla, conecté la cámara y, con el móvil
pitando en el oído derecho y el visor en el ojo izquierdo, me puse de nuevo a
grabar. A partir de aquél momento dejé de sentir pánico. Era un reportero en
acción.
Sin más obstáculos que una horrible lluvia de pájaros e
insectos desorientados que chocaban contra el parabrisas, y monos que saltaban por encima de nosotros, llegamos a Butembo.
La ciudad aparecía casi a oscuras y paralizada, lo que facilitó nuestra
carrera. Grupos numerosos, sólo de hombres, señalaban con sus manos al halo
dorado que delataba en la noche la silueta del meteorito. Molestos por nuestro
paso y extrañados de nuestra precipitación indiferente, algunos nos hacían
señas para que nos paráramos a mirar. Los ignoramos. Al pasar frente a un
cuartel de la MONUSCO (Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en la
RDC), una patrulla de cascos azules pakistaníes nos echó el alto; tan
pronto como comprendieron nuestra situación, nos escoltaron el resto del
camino, pero, en cuanto llegamos al Hospital, se largaron.
Entramos en el hospital Wanamahika de Butembo en estampida. El Ranger, con Celine en brazos y seguido por los muchachos, avanzaba dos
metros cada paso que daba. David, detrás, abrazaba a Raquel ayudándole a
caminar desganada; yo, el último, seguía grabando. Nadie esperaba en el modesto
recibidor de urgencias. Alumbrado por el foco de mi cámara, me adelanté
buscando alguna enfermera por las habitaciones.
Dentro, la mayoría de los enfermos, demasiado débiles como
para interesarse por lo que ocurría fuera, permanecían en sus camas dolientes,
e indiferentes. Otros, los menos graves, acompañados por los escasos familiares
que no se habían largado, observaban boquiabiertos el espectáculo celestial:
eran las diez de la mañana y en el cielo ecuatorial ya brillaban las estrellas.
Gritamos pidiendo ayuda; nadie respondía. Finalmente, en un
cuarto amplio lleno de velas encendidas y que parecía ser la capilla,
encontramos varias personas rezando: monjas, enfermeras, enfermos, y algunas
madres con niños muy pequeños en brazos, mamando.
-
¡Cielo Santo! ¿Qué les ha pasado? __preguntó
la mayor de las monjas, una anciana encantadora y africana; al ver a Celine en
brazos del guardia, y a Raquel descompuesta y casi desmayada.
-
Está herida. ¡Llamen al doctor! __exigió
el Ranger.
-
Los doctores se han ido. __respondió
seca, otra monja adusta y europea.
-
Hagan ustedes algo __suplicó el
Ranger.
-
Llévenlas al CHFEPSI (Centre Hospitalier de
Femme Engagée pour la Promotion de la Santé Intégrale), allí atienden a las
mujeres violadas __añadió la monja jefa.
-
No las han violado. Nos han disparado en la
carretera de Malinde. ¡La muchacha se está muriendo! __exclamó
finalmente el Ranger, muy enfadado.
-
¿Y qué pretende que hagamos nosotras? __le
replicó la monja, autoritaria__ ¿Acaso no se ha dado cuenta de que
ya nada tiene remedio? No hay salvación para nuestros cuerpos. Es hora de
ocuparse de nuestras almas.
-
Algo podrán hacer por ésta pobre muchacha. ¿No? __suplicó
David.
-
No sufre. Rezaremos por ella __concluyó
la monja fanática.
-
Madre Dominique __le interrumpió una
enfermera africana, joven y atrevida__. Creo que el doctor Nzanzu
está todavía en su despacho.
-
¿Ese? No me extraña. Estará durmiendo la mona __dijo
Madre Dominique con desprecio; y acto seguido hizo lo que mejor parecía saber
hacer, dar órdenes__: está bien, Amandine vaya a buscarle; Edith,
atienda a las muchachas; vosotras, acompañadme en la oración; usted, apague
eso, hombre, ¿no le da vergüenza? __ pero no le hice caso.
El maduro doctor africano, torpe por la edad pero
evidentemente sobrio, acompañado de Amandine, bajó tan rápido como pudo.
Celine, que se encontraba en una camilla y ya le habían colocado un gotero a la
luz de una linterna, tenía los labios pálidos y secos, y los ojos abiertos y
amarillos. Pobrecilla. Estaba convencido de que no lo contaría.
Las enfermeras nos dijeron que se había ido la luz nada más
empezar a oscurecerse el cielo. El grupo electrógeno no arrancaba, y al mozo
que se debía encargar de él, no había forma de encontrarlo. Sin pensarlo dos
veces, apagué la cámara y pedí que me acompañaran hasta el cuarto del
generador.
-
Vamos, deja que se ocupen de ellas. Necesito que
me ayudes __pedí a David, que me siguió reticente.
-
¿Sabes algo de electricidad? __me
preguntó, desconfiado.
-
Bastante. Trabajé en una central eléctrica hasta
que me harté de arreglar averías.
-
¿Eres ingeniero?
-
No hace falta ser ingeniero para poner en marcha
este trasto.
Al generador no le pasaba nada, ni siquiera le faltaba
combustible. El relé detector de falta de tensión estaba reventado. Lo puenteé
y de inmediato el motor Deutz rugió con sus doscientas “kaveas” de potencia
eléctrica, que convirtieron al hospital en un transatlántico refulgente en la
extraña noche del mediodía ecuatorial.
Las enfermeras, exultantes de alegría, me aplaudían tan
rápido como subían las escaleras camino del quirófano. No había tiempo que
perder.
Las seguimos hasta la típica puerta abatible con dos
ventanas circulares que limitaba la zona estéril de cirugía y a la que,
obviamente, no nos dejaron pasar. Ahí comenzó nuestra espera. Sentados en el
suelo del pasillo, los amigos de Celine, el conductor y yo, permanecíamos junto
a la puerta del quirófano. De vez en cuando, ante la mirada inquisitiva de
Tumaini, me levantaba y escudriñaba por los ventanos redondos, a la vez que
insistía en llamar a mi hija. Sin noticias de una ni de otra, desesperado,
buscando cobertura, me fui hasta la camilla donde David, observado por el
Ranger, vigilaba el gotero de Raquel. Por cada gota de suero que entraba en su
cuerpo, salían dos lágrimas de sus ojos verdes. <<__Así no se
reanimará nunca>> __pensé. David trataba de calmarla
diciéndole que no había sido culpa suya, pero ella estaba tan afligida que sólo
hacía que negar con la cabeza, y repetir aturdida:
-
No me lo perdonaré jamás. ¿Cómo he podido ser
tan egoísta? –nada que ver con la reportera engreída que acababa de conocer un
par de horas atrás.
-
No te mortifiques. No ha sido culpa nuestra __la
consolaba David.
-
David, por favor, ve a ver cómo está la chica __insistía,
ella.
-
Ahora voy; pero antes procura calmarte __le
rogó él.
-
Déjame. Estoy bien. Anda, ve a ver.
-
Todavía está en el quirófano __les
informé__. Es normal que tarden; si no tardaran, sería porque las
cosas no han ido bien.
Mis palabras no la tranquilizaron nada. A pesar de su
debilidad, Raquel estaba tan nerviosa que forcejeaba con David por levantarse;
entonces, vino una enfermera y le administró un calmante por el gotero. Casi de
inmediato, Raquel se durmió, y sus mejillas fueron recuperando color
gradualmente con cada gota de suero que recibía.
Algo más sosegados, dejamos a Raquel bajo la
atenta mirada del mercenario, y nos acercamos hasta la ventana. Saqué el brazo
para buscar cobertura, pero nada.
-
¡Jo, la cosa esa sigue ahí! __dijo
David; quien, preocupado por Raquel, se había olvidado por completo del meteorito.
Incapaces de asimilar la magnitud de la amenaza que se
cernía sobre todos nosotros nos quedamos embobados observando el espectáculo
más grandioso de toda la historia de la Humanidad. El enorme objeto celestial
ya había ocultado completamente al Sol. En completa oscuridad vimos cómo en su
superficie se producían pequeños destellos. David exclamó ingenuo:
-
¡Mira, lo están bombardeando los americanos!
-
No creo __disentí.
-
Entonces… ¿Qué son esos flashes? __me
preguntó.
-
Eso, deben ser nuestros queridos satélites de
comunicaciones reducidos a polvo estelar cuando chocan contra él __le
dije, mostrándole mi móvil sin cobertura.
-
¡Mierda! Entonces ya está muy cerca. Va a acabar
con todo, ¿Verdad? __me preguntó más resignado que aterrorizado.
-
Me temo que sí, pero ya verás, será muy rápido.
Bueno, puede que alguna criatura asquerosa se salve al principio para morir
luego lentamente __contesté sarcástico, mientras fijaba mi
pensamiento en Toni, “El Cabrón”.
-
Pues a mí, después de lo ocurrido esta mañana,
ya no sé si me importará morir; la verdad __dijo David, derrotado.
-
Aquí ocurren tragedias como esa a diario, pero
qué más da ya; si en el castigo está la redención, estamos a puntito de
redimirnos. __dije con un hilo de sarcasmo y señalando al meteorito.
David se giró, miró a su jefa para asegurarse de que dormía,
y tragó una buena bocanada de silencio antes de volver a hablar:
-
A mí no me da igual. Me siento culpable de lo
que ha ocurrido a los muchachos, y Raquel… Nunca imaginé que llegaría a verla
así.
-
Veo que sientes gran admiración por… __esa
arpía, iba a decir, pero me contuve y dije__: Ella.
-
¿Te sorprende verdad? Raquel es una persona muy
especial para mí. Le debo tanto que no creo que tenga tiempo de contártelo.
-
Ahórrate el esfuerzo. Ahora mismo no está entre
mis prioridades __le previne, tratando una vez más de llamar por
teléfono, pero David necesitaba hablar para distraer su propio pánico.
-
Reconozco que odia a los fotógrafos, cree que
sois todos unos oportunistas despiadados, y quizá no le faltan razones para
pensarlo. Pero no es mala persona. Créeme __afirmó, apesadumbrado.
-
Sí. Bueno, hay personas que tienen gran
facilidad para despertar admiración, pero cuando se las conoce te llevas una
gran decepción. Y no creo que sea sólo con los fotógrafos ¿Has visto cómo trata
a todo el mundo? Hay que ser “masoca” para aguantarla a diario.
-
No siempre se comporta así. Hoy estaba muy
nerviosa, enferma y asustada.
-
Pues sigo creyendo que no es excusa. Además, no
te ofendas, pero ha sido muy irresponsable trayéndonos hasta aquí, y más aún
sin un equipo apropiado.
-
En eso estoy de acuerdo contigo, pero es que ha
estado muy mal aconsejada.
-
¿Mal aconsejada? ¿No será que es un poquito
ambiciosa y maleducada?
-
Para nada. Lleva años deseando dar un giro a su
carrera, y éste iba a ser el reportaje que la ayudaría a cambiar de registro
para demostrar la gran periodista que es. Por fin se libraría del asfixiante
mundillo de la frivolidad en el que tanto tiempo se ha visto inmersa, y que
ahora aborrece. Quiere dedicarse a escribir en serio.
-
Pues para odiar la frivolidad lo ha venido
haciendo muy bien.
-
Pura interpretación profesional. Las mujeres y
los gays todavía lo tenemos más difícil a la hora de desenvolvernos en el mundo
del periodismo de élite dominado por machotes.
-
Y machotas __añadí, arrancándole un
gesto de: “ya tenemos aquí otro que no soporta a las lesbianas”.
-
Raquel necesitaba su oportunidad, y reconozco
que yo la deseo tanto como ella. Juntos hacemos un gran equipo, pero después de
esto no levantaremos cabeza.
-
Y que lo digas __ reafirmé, sin
quitar mis ojos del meteorito.
-
Pero lo
que más rabia me da es que, en realidad, la culpa es del tipo con el que está
liada. Él no desea que abandone el
“famoseo” porque le reporta grandes beneficios, por eso le viene poniendo todo
tipo de trabas.
-
No te paga por ayudarla, ¿cómo es que no se lo
impediste?
-
Te juro que lo intenté, pero Raquel desoyó mis
consejos y dejó que fuera él quien eligiera el equipo, y lo preparó a
conciencia para que intencionadamente fracasara y volviéramos desde Ruanda con
las manos vacías, por eso se acantonaron todos en el hotel con la excusa de
encontrarse enfermos. Fue un sabotaje.
-
Todos, menos tú,
-
Todos menos yo, sí __dijo David,
orgulloso de su fidelidad a la diva.
-
Ya. Y digo yo: ¿no hubiera sido más fácil que le
hubieras dado dos hostias a ese fulano? __inquirí, mientras analizaba la
abundante musculatura del muchacho.
-
Si supieras de quién te hablo, no me dirías eso.
-
¿El capo de los Tigres del Cáucaso? __exageré
a conciencia.
David sonrió algo escandalizado antes de bajar la voz para
decirme atemorizado:
-
Peor: el Secretario de Estado para la
Comunicación.
-
¡¿El puto amo?! –pregunté muy sorprendido.
-
El mismo __susurró, quizá temeroso de
que pudiera haber algún micrófono abierto.
-
Entonces, amigo mío, si Raquel ha tocado el
Olimpo de la política, ya no tiene remedio. Un consejo te doy: si por la más
remota casualidad salimos de ésta, aléjate de ellos; no tienen remedio. En la
carrera del mal están a sólo un cuerpo de ser “lo peor de lo peor”, sólo otro colectivo les supera.
-
No lo comprendes, éste es nuestro mundo. Ella se
debe a su profesión, y yo me debo a ella.
-
No sé, tío, debes tener razones de peso, pero te
aseguro que he conocido algunos casos parecidos y siempre acaban igual: en
cuanto se les caen las tetas, esos cabrones pasan de ellas y las dejan tiradas,
adictas a fama y drogas, que nunca más podrán alcanzar. En cuanto a los gays,
lo mismo, ¿acaso has
olvidado el batacazo de aquél efímero ministro de cultura? Resulta
patético. Lo mejor es ir por libre. Créeme.
Convencido en el fondo de que tenía razón y tocado en su
orgullo, David bajó la cabeza y se quedó en silencio. Enseguida cambió de
asunto:
-
¿Y tú? ¿Acaso no sueñas con ser un fotógrafo
famoso? __me preguntó con cierto tono acusador.
-
Hace años quizá, pero a estas alturas… No. Ya no
le pido mucho a la vida, sólo independencia. Hace tiempo que todo lo que hago
es por mi hija __respondí, mientras le mostraba mi móvil con su
foto.
-
Es preciosa. ¿Cómo se llama?
-
Erika. Tiene quince años.
-
¿Nadie más?
-
No.
-
Me da la impresión que también guardas una
historia triste.
-
Bastante, pero poco pueden importar ahora mis
miserias y las tuyas frente lo que nos amenaza. A ese pedrusco se la suda la
Humanidad entera. Vamos perdiendo por goleada y se está acabando el tiempo del
partido.
¡¿Tiempo?! Miré mi reloj: faltaba poco para las doce del
mediodía. Mi corazón se disparó. Me acordé del famoso reloj del Apocalipsis
Nuclear. <<__Estúpidos Humanos, había llegado nuestra hora.
Estábamos a pocos segundos de la extinción total. Y yo, ¿qué podía
hacer?>> __Me preguntaba. Incapaz de otra cosa. Entonces miré
a mi alrededor y sentí una especie de llamada interior al deber que como
siempre, no fue por altruismo, si no por puro egoísmo: si cuidaba de estos
niños, alguien cuidaría de mi hija en Madrid. Al fin y al cabo velar por los
más débiles en tiempos difíciles es un instinto noble y por lo tanto digno de
recompensa. Sin embargo, había visto tantas veces obrar bien y aun así recibir
los castigos más crueles, que me dejé caer en la desesperación. La rabia
contenida y la impotencia hicieron brotar lágrimas de mis ojos. Abandoné mis
buenas intenciones he hice lo que siempre en momentos más difíciles,
esconderme. Tomé la cámara y me puse a grabar el halo dorado de nuestro
verdugo.
<<Adelante, pedrusco de mierda, llévatelo todo por
delante; pero que sea rápido. Capullo>>
Entonces, los sonidos de la ciudad: voces, animales furiosos,
motocicletas, coches a toda velocidad, llantos de bebés, algún disparo; a los
que, afanados por nuestra propia suerte, ya nos habíamos acostumbrado,
comenzaron a desaparecer absorbidos por un viento súbito.
-
¿Lo oyes? __me preguntó David,
apuntando al cielo.
-
Parece el rumor lejano de cien aviones __contesté.
-
Se está acercando… __gritó, antes de
volverse a mí con cara de espanto.
El sonido fue creciendo hasta hacerse insoportable, con él,
paredes y suelos comenzaron a vibrar cada vez más fuerte.
-
¡Es un terremoto! ¡Vamos a morir! __boceó
David, aunque apenas pude oírle.
-
¡Es el meteorito! ¡Va a caer aquí! __grité,
aterrado.
Aterrorizado, se abrazó a mí con la fuerza de un gimnasta.
Eso me hizo sentir incómodo, pues el roce de su barba poblada en mi cuello me resultaba
muy extraño; y para colmo se puso a llorar. La verdad es que nunca hubiera
imaginado que mis últimos momentos los pasaría con un desconocido fornido y
barbudo lloriqueándome en la nuca; así que le di unas palmaditas en la espalda
como para consolarle y lo separé un poco de mí. Con una mirada tierna, atraje
su atención hacia Raquel que dormía sedada y ajena a la situación. David, me
comprendió enseguida y, tras liberarme de su abrazo de oso, corrió a protegerla
abrazándose a ella.
Pensando en Erika, volví a sentir la llamada de la responsabilidad,
esta vez sincera. Bajo el escudo impenetrable de mi cámara, salí al encuentro
de los muchachos que ya venían hacia nosotros con los ojos desorbitados,
gritando aunque sin apenas emitir sonido. Inexplicablemente, al poco, el viento
se detuvo en seco y el ruido desapareció casi por completo, no así la vibración
que se mantenía intensa y muda, rodeándonos. Con el viento, el aire pareció
esfumarse; en pocos segundos se volvió tan liviano que comenzó a no notarse en
los pulmones, y enseguida no hubo modo de llenarlos. Se apagaron todas las
velas.
Era el fin; nada de un bombazo y se acabó, no. Íbamos a
morir asfixiados lentamente. Histéricos, tratábamos de hablar pero, sin apenas
aire, o no podíamos articular palabra, o los pocos sonidos que emitíamos eran
devorados por la bestia del apocalipsis.
Desesperados, nos agrupamos todos en torno a la camilla de
Raquel: Athanase y Mizelede abrazaban a Tumaini cubriéndola hasta dejarla
prácticamente invisible. David, abrazado a la bella durmiente, parecía gritarle
una confesión inaudible. El Ranger, con los ojos en blanco y un rigor mortis
prematuro, apretaba su Kalashnikov contra su corpachón con tanta fuerza como
yo, a los pies de la camilla, y observado por el ojo inquisitivo y sereno de
Tumaini, apretaba la foto de Erika contra mi corazón. Las resistencias de las
linternas y las bombillas, tras un par de intentos por mantenerse luciendo, se
extinguieron también. Nos quedamos completamente a oscuras.
Pensaba en Erika. Buscaba su cara de niña inocente en el
móvil. Todo se movía, pero en mis oídos no había otro sonido que el palpitar de
mi corazón desbocado.
-
Enseguida nos vemos cariño. ¡No tengas miedo! __grité,
sin palabras, cuando su imagen se esfumó bajo el negro de la pantalla.
Lo siguiente que ocurrió fue una sacudida descomunal que
zarandeó todo el edificio; una explosión que, sin onda expansiva por la falta
de aire, se transmitió por el suelo; no la oí, pero la sentí bien dentro del
pecho. Caí desplomado sin soltar la cámara ni el móvil. Después, una quietud
absoluta que se me hizo eterna. Ya no oía ni mi corazón. ¿Había muerto? ¿Lo
sabría si abría los ojos? Pues, no los abriría y, como el gato de Erwin
Schrödinger, ni vivo ni muerto, permanecería eternamente recordando la cara de
mi hija; lo único que realmente me importaba.
No pude contenerme, abrí los ojos. No había luz, no oía, no
veía, no podría moverme. Volví a formularme la pregunta: ¿estoy muerto? No tuve
tiempo de responderme, una segunda sacudida aún más brutal e insonora, me
zarandeó como un guiñapo. No, no había muerto. Sentía dolor a cada golpe
anónimo que recibía y fueron muchos. Instintivamente solté la cámara y el móvil
para llevarme las manos a la cabeza. Por un momento creí estar levitando en una
nube de polvo negro y enseres. Así hasta que perdí el conocimiento, o quizá esa
vez sí morí.
No sé cuánto tiempo después, de repente me despertó mi
corazón que galopaba coceando como un corcel al salir de la cuadra en una
mañana fresca de verano. La vibración, ahora menos intensa, persistía de fondo, y sentí
de nuevo un viento que enseguida se hizo muy fuerte; con él volvieron el aire
polvoriento, pero vital, y el sonido. Había resucitado.
Tras nuestra muerte súbita, colectiva y breve, lo primero en
oírse fueron nuestras toses y cientos de ventanas, tejados de hojalata y ramas,
sacudidos o arrastrados por un huracán. No puedo decir cuánto duró, pero me
pareció muchísimo tiempo. Inmóvil, creí que si no había muerto asfixiado lo
haría aplastado por el tejado que en cualquier momento nos caería encima. No lo
hizo. Aguantó. Poco a poco el viento fue amainando permitiendo notar de nuevo
el sonido de la vibración de fondo, que también se fue apagando lentamente. Al
fin, todo el espectáculo apocalíptico pareció terminar. Por la ventana entraron
de nuevo los rayos del Sol filtrados por una densa niebla roja. Estaba
amaneciendo.
Elegidos para la Resurrección, tirados por el suelo,
hinchamos varias veces nuestros pechos llenándolos de vida. Nadie habló durante
un buen rato y tardé bastante en reunir fuerzas suficientes para poder moverme.
Al fin me incorporé y me senté en el suelo, la cabeza me daba vueltas y veía
borroso. Los muchachos, que ya se habían levantado, se inspeccionaban unos a
otros sacudiéndose el polvo y buscando lesiones que no encontraron.
David, todavía reposado sobre el pecho de Raquel, lloraba
desconsoladamente. Ella, que parecía haberse despertado, le preguntaba con
insistencia desconcertada y alarmada:
-
¿Es la niña? Dime David ¿Se ha muerto la niña?
¡Dime!
David la miró, pero profundamente emocionado por verla viva,
no le contestó. Raquel lo apartó de sí, y se incorporó de un salto dispuesta a
comprobarlo. Esta mujer, ni medio muerta dejaba de sorprender.
-
¿Dónde vas?
__repuso él.
Apenas recuperados del ensayo del Apocalipsis, nos
apresuramos tras ella para ver qué había sucedido en el quirófano. De camino,
nos tropezamos con Amandine que, inexplicablemente impoluta, avanzaba dando
tumbos que amortiguaba apoyándose con sus manos en las paredes del pasillo.
-
¡Cielo
Santo! ¿Han sentido eso? __preguntó desencajada.
-
¿Y la muchacha? __le preguntó el
Ranger.
-
¡Ha sido un milagro! __grito ella__,
creíamos que la habíamos perdido, luego nos hemos desmayado todos y cuando
hemos despertado tenía el pulso estable. ¡Un milagro! __insistió.
-
¿Podemos verla? __le pregunté.
-
En la última habitación __dijo
señalando con su brazo de ébano, tembloroso y grueso, y nos rogó__:
por favor, no la molesten, está muy débil.
-
Sólo queremos que sus amigos la vean un momento.
-
Comprendo, pero desde la puerta. No se acerquen
a ella.
-
Descuide __le aseguré.
-
Está bien __aceptó.
Celine, con los ojos cerrados e inflamados, respiraba
rítmicamente; parecía estar bien. Tal como nos pidió la enfermera, no la
molestamos, pero no hubo modo de convencer a sus amigos que salieran de la
habitación, donde permanecieron en completo silencio.
Algo aliviada, pero aturdida por el caos reinante, Raquel,
nos miró a David y a mí alternativamente, y nos preguntó:
-
¿Se puede saber qué ha ocurrido?
-
El meteorito nos ha pasado rozando __le
respondió David.
-
¿Rozando? ¿No ha caído?
-
Aquí no __dije yo.
-
¿Qué quieres decir? __insistió ella.
-
Que si cae, sea donde sea, estamos todos
perdidos __le dijo David, tratando de ocultar su emoción.
-
Entonces… Tengo que llamar a la redacción __dijo
Raquel, que, paradójicamente, parecía haber sacado fuerzas del evento.
-
Olvídate, nada funciona __le informé,
y me miró perpleja.
-
¿Nada?
-
Mira tu i-Phone.
Raquel lo comprobó; al ver que yo tenía razón y que su
querida Cuca no aparecía en la pantalla, le saltaron las lágrimas. Por primera
vez sentí lástima de ella.
-
Necesito un teléfono __afirmó,
desesperada.
Raquel salió en búsqueda de la gobernanta dirigiéndose a la
sala de oración donde todavía se encontraban acantonadas las religiosas. Abrió
la puerta sin llamar. Dentro, rodeadas por decenas de velas apagadas colocadas
en el suelo, apenas iluminadas por rayos de sol color ocre que ya se colaban
por las persianas bajadas pero rotas, las oblatas rezaban en torno a una mesa,
sobre ella, ataviada con su bata blanca, con las manos sobre el pecho y sujetando
un gran crucifijo de madera, reposaba el cuerpo sin vida de la Madre Dominique.
Raquel se quedó atónita ante la imagen; y, de no haber sido
por David, que no la perdía de vista, se hubiera ido de nuevo directamente al
suelo.
-
David, por favor, sácame de aquí __suplicó,
aturdida.
-
Está bien, nos iremos ahora mismo a Goma __le
dijo él, y luego me preguntó__: ¿has visto al conductor?
-
No desde antes de la explosión. Voy a ver si
está fuera __le contesté.
-
Gracias Gil. No tardes.
Efectivamente el conductor estaba dentro del coche, parecía
haberse quedado aturdido sobre el volante. Le llamé al cristal, pero ni se
inmutó; insistí, y nada. Me temí lo peor. Con cierto reparo, abrí la puerta y
casi se me vino encima. No había duda, estaba muerto. Con una serenidad de la que
no tenía noticia, lo saqué, lo arrastré hasta el pasillo y lo dejé en el suelo.
Subí al coche, tenía las llaves puestas, probé a ponerlo en marcha. Nada. El
coche también se había muerto.
Salí del coche espantado, entonces me percaté de que no se
oían vehículos ni disparos, en su lugar sólo podían oírse lamentos y perros
aullando. Numerosas columnas de humo, delataban que la ciudad ardía por los
cuatro costados. En el cielo, rosado por la gran cantidad de polvo todavía en
suspensión, el Sol pugnaba por dejarse ver tras de un enorme halo rojo.
En ese momento comencé a darme cuenta de la magnitud de mi
problema: estaba a decenas de miles de kilómetros de mi único ser querido, en
un país en guerra, sin móvil, sin correo electrónico, sin coches, aviones, ni barcos;
sin televisión ni radio; y eso no era lo peor, todo parecía indicar que, aunque
no llegara a estrellarse, el paso del meteorito sí había causado bajas. Me
invadió un sentimiento de desolación, y al igual que Raquel hacía un par de
minutos, sentí la necesidad de salir corriendo. Me moría de ganas de volver a
Madrid.
Me disponía a entrar de nuevo en el Hospital cuando me topé
con el Ranger que salía a mi encuentro. Me preguntó por el conductor:
-
¿Has visto a M’Baru?
-
Está muerto __le dije, señalando tras
de mí.
-
¿También él? __preguntó, alarmado.
-
¿También? __le pregunté intrigado.
-
Dentro hay bastantes personas muertas, sobre
todo ancianos, y la monja. ¡Es horrible! __dijo David muy asustado
que también venía a mi encuentro.
-
Sí, de ella ya lo sabía, pero… ¿Y los otros?
-
Se les habrá parado el corazón del susto. Pobre
gente __dijo condolido.
-
Quién sabe, quizá han tenido más suerte que
nosotros __dije, mirando al cielo ensangrentado__.
Cualquiera sabe lo que nos llegará si el meteorito finalmente ha chocado.
-
¿Funciona el coche? __preguntó,
cambiando a propósito de tema.
-
No.
-
Me lo temía __repuso decepcionado.
Estábamos atrapados, o, en el mejor de los casos, a pocos
minutos de la extinción. Nos reunimos todos en el porche del hospital sin saber
qué hacer.
La extinción no llegó. Al menos no en las horas siguientes.
El teléfono no sonaba y ninguna de las tres ambulancias disponibles funcionaba,
pero enseguida se llenó el hospital de pacientes; vinieron andando taciturnos,
o acarreados por sus familiares en camillas improvisadas. Todas las
habitaciones, la capilla, los pasillos, el porche, el pequeño jardín, las
ambulancias, nuestro coche, se llenaron de heridos y enfermos de toda índole:
niños, bebés, mujeres de parto, golpeados o aplastados por mil objetos, suicidas
chapuceros, víctimas de asaltos, de ataques al corazón,... y, por fortuna,
varios médicos africanos y dos policías muy jóvenes, que junto al Ranger, se
ocuparon de mantener el orden. El escaso personal estaba desbordado, así que
tuvimos que echar una mano. A mí, tras rendirme en el intento de poner en
marcha el grupo electrógeno, me tocó el dudoso honor llevar los cadáveres hasta
la morgue improvisada en un almacén. Cuando anocheció de nuevo había 86.
No sabíamos la hora exacta, pero serían en torno a las dos
de la madrugada cuando el hospital quedó en silencio. Hacía un buen rato que no
se moría nadie. David, Raquel, el Ranger, los muchachos, y yo, unidos para
siempre por el extraño e inesperado ritual del Apocalipsis, estábamos sentados
en las escaleras de entrada al hospital.
Hacía frío. Butembo, agotada por un día aciago, permanecía
en silencio. En la negrura del horizonte nocturno aún refulgían las llamas de
numerosos incendios, pero ya no llegaban heridos. La gente, temerosa de que sus
casas desvencijadas les cayeran encima, dormía en las calles en torno a
pequeñas hogueras.
Incapaces de encontrar un pretexto para hablar,
permanecíamos los seis en silencio hasta que Amandine nos trajo un cazo con
caldo vegetal que nos supo a gloria bendita. Con ella vino Tumaini, que había
estado todo el tiempo acompañando a su amiga. Se le veía contenta: Celine se
había despertado, no tenía fiebre, y también había tomado algo de caldo.
Tras aquellas noticias buenas, que todos celebramos,
sentimos que un murmullo iba creciendo en todas las direcciones. Le siguieron
algunos gritos de admiración, luego otros de miedo y aún más desgarradores, de
terror. En pocos segundos, toda la ciudad se convirtió en un grito de
desesperación. Algo nuevo y extraordinario estaba ocurriendo. Quizá la onda
arrasadora del choque del meteorito ya estaba llegando. Instintivamente,
miramos todos al cielo. Entonces, comenzó a soplar un viento suave y fresco que
terminó de despejar el polvo y comenzaron a verse las estrellas. Tumaini fue la
primera en darse cuenta:
-
¡Mirad! __gritó__. ¡Es la
Aurora Boreal!
-
¡¿La Aurora Boreal?! ¡¿Aquí?! ¡Imposible!
–coreamos.
En efecto. Si estaba llegando el fin del mundo, éste venía
precedido del espectáculo más hermoso que hubiéramos podido imaginar. El último
regalo de la Creación.
Yo había visto una vez la Aurora Boreal en Islandia y otra
la Austral en Usuaia, y eran a cual más preciosa; como una enorme cortina
luminiscente que evolucionaba del mismo modo que una medusa fosforescente
pudiera hacerlo en el Océano profundo. Pero ésta inexplicable Aurora
“Ecuatorial” era cien veces más amplia, pues cubría con amplios pliegues todo
el cielo, diez veces más luminiscente, y no se conformaba con sus acostumbrados
tonos verdes, sino que refulgía en su evolución ondulante en tonalidades que
iban del añil al rosa, pasando por el rojo y el amarillo. Era un híbrido entre
la Aurora Boreal, la Austral y en medio el Arco Iris, pero a lo bestia.
Si para nosotros aquél espectáculo era lo más extraordinario
que viéramos jamás, para los africanos, cuya mayoría ni habían oído hablar de
este fenómeno, tras aquél enorme telón no podía estar otra cosa que la gran
función del Apocalipsis. Los gritos de terror se multiplicaron y comenzaron a
oírse disparos, quien sabe si de advertencia, de ira, o de suicidio. Entonces,
Tumaini, se acercó a mí y me rogó desesperada que hiciera algo que ella no
podía hacer:
-
Aplaude. Por favor. Aplaude. Aplaudid todos.
¡Vamos! Aplaudid.
La miré perplejo, pero no podía negarme, ¿cómo podía negarle
algo así? Ante su incapacidad y desesperación comencé a aplaudir. David y
Raquel, comprendieron enseguida la necesidad y se pusieron a aplaudir también.
El personal del hospital, que seguramente conocía el fenómeno, aunque fuera de
oídas, nos acompañó con efusividad. El efecto se hizo contagioso y, tras breves
silencios de incredulidad, los grupos más cercanos también aplaudieron
extasiados. En apenas un minuto, toda Butembo aplaudía clamorosamente. La idea
de Tumaini había sido genial, los gritos y los disparos cesaron. En aquél
momento no se me ocurrió, pero quizá se contagió a otras aldeas próximas y
evitó muchas muertes.
El espectáculo no terminaba, pero los aplausos, que pudieron
durar un cuarto de hora, se fueron apagando lentamente. La humanidad de
Butembo, quién sabe si la de toda África Ecuatorial, acostumbrada a la
inocuidad de su nueva inquilina celestial, se fue apaciguando poco a poco, y el
fin del mundo no llegó.
Hipnotizados por la magia del fenómeno, cuasi paranormal,
que nos cubría, y hechizados por el embrujo de las hogueras, los españoles
entablamos una conversación banal. Como si fuéramos unos críos, David entretuvo
a Raquel contándole aventuras de sus acampadas hasta que ésta, abrazada a él,
cubierta por su chaqueta y acostada sobre su regazo, se quedó dormida. Él,
apoyó satisfecho su cabeza sobre la pared, y se durmió feliz. Los muchachos,
acurrucados muy cerca para darse calor, también se durmieron. Entonces el
Ranger se fue para relevar de nuevo a Tumaini, así que, cuando ella regresó, se
sentó a mi lado y nos quedamos solos, despiertos y observando el firmamento.
Llevábamos horas juntos, habíamos estado varias veces al
punto de la muerte, nos habíamos ayudado mutuamente, teníamos interés común por
la suerte de Celine, pero todavía no sabíamos absolutamente nada los unos de
los otros. Ni siquiera nos habíamos presentado.
-
Me llamo Gil __le dije, ofreciéndole
mi mano, que ella se quedó mirando sin saber que hacer__. Perdona,
es la costumbre. ¿Cómo te llamas? __le pregunté, tratando de
disculparme por mi error estúpido.
-
Tumaini Nako __dijo sonriendo, y
añadió__: Gil es un nombre muy corto, ¿qué significa?
Estuve tentado de decirle: <<__Es el
diminutivo de Gilipollas>>, pero me contuve y le dije:
-
No significa nada. Los blancos somos muy sosos
para los nombres. Tu nombre sí que es bonito.
- Significa “Esperanza” __me aclaró en francés.
- Significa “Esperanza” __me aclaró en francés.
-
Esperanza __repetí como una cotorra,
mientras pensaba el modo en que la muchacha había sacado a la gente de la
desesperación, con su llamada a los aplausos__. Has estado muy
acertada al pedirnos que aplaudiéramos. ¿No has sentido miedo?
-
¿De la Aurora? No __Afirmó rotunda y
sonriente, como si yo hubiera dicho una estupidez.
-
¿La conocías?
-
Claro. La he estudiado en el colegio. ¿Tú no?
Dispuesto a no seguir
molestándole con preguntas estúpidas y obvias, decidí cambiar de tema y,
refiriéndome a los muchachos, le pregunté:
-
¿Quiénes son?
-
El más bajo es Mizelede, mi hermano, y el
alto es mi… __titubeó__ es mi vecino, Athanase; y Celine
es mi amiga.
-
¿Dónde ibais esta mañana? __le
interrogué.
-
Al Colegio __me contestó__.
¿Y vosotros? __me preguntó ella, entonando cierto reproche.
-
¿Nosotros? Nosotros hacíamos el imbécil en la
carretera.
-
Desde luego que sí. Los “Kony”, saben que les
sacáis fotos y que luego las ve todo el mundo, por eso se ponen tan gallitos. Habéis sido muy irresponsables __me
dijo, con una madurez que me sorprendió una vez más.
-
Tienes toda la razón. Sentimos muchísimo lo que
ha ocurrido, si no hubiera sido por nosotros, Celine no estaría herida y aquél
pobre diablo, aún estaría vivo.
-
Quizá. Quizás no. Luego han ocurrido muchas
cosas, tal vez lo que ha ocurrido esta mañana nos ha salvado la vida a todos.
No daba crédito a mis oídos; para su edad, la muchacha se
expresaba con total soltura. Yo, demostrando una vez más mi torpeza, le dije:
-
Desde luego que han ocurrido cosas. ¿Comprendes
lo que ha sucedido en el cielo?
-
Sí __contestó convencida, y añadió__:
el meteorito “dos mil veinte, de, a, treinta y tres”, ha rozado la exosfera del
Planeta Tierra.
Me sorprendió muchísimo que tuviera noticia del suceso y…
¡Con ese detalle!
-
¿Cómo sabes eso? __le pregunté
intrigado.
-
Lo leí en la web. En el colegio tenemos
Internet. ¿Sabes?
-
Vale, vale. Ahora comprendo. Pero, ¿Cómo sabes
que sólo ha rozado? Quizá ha chocado en otro lugar.
Tumaini sonrió, y me miró como quien mira a un pobre
ignorante.
-
Si hubiera chocado, no estaríamos aquí sentados
tan plácidamente. Llevaríamos horas muertos. Sólo ha rozado __repitió
convencida, y prosiguió__: las trayectorias del meteorito y la
Tierra habrán sido yuxtapuestas en un polo de la órbita del asteroide, por eso
la atracción máxima se ha debido producir justo en el momento en que éste
comenzaba a alejarse, quedando anulada la atracción gravitacional, por efecto
del cambio brusco de velocidad tangencial del meteorito. Hemos tenido muchísima
suerte. Ha sido un milagro, y además, como consecuencia de la ionización de la
capa exterior de la atmósfera al rozar con el polvo del cometa, nos ha dejado de
regalo esta preciosidad en el cielo. ¿Sabes? Después de esto no espero ver nada
mejor en la vida.
Me dejó de piedra. <<__¿¡Cómo cojones
(perdón) podía saber todas esas cosas una muchacha del Tercer Mundo, y sin
estudios superiores!?>> __pensé, aunque luego me arrepentí
avergonzado de mi reflexión clasista y racista__. Tal vez lo habrían
dicho en las noticias; de eso debió ser de lo que trató de avisarme el imbécil
de Toni. La muchacha lo había oído, y lo había memorizado. La pondría a prueba:
-
No he entendido absolutamente nada __reconocí,
sonriendo.
-
Es muy sencillo: es como si… Imagina que tienes
un péndulo de hierro, que es el meteorito; si cuando está llegando a uno de sus
puntos donde deja de subir para volver a bajar, le acercas un imán potente, que
es la Tierra, el imán lo atraerá hacia sí pero, si no lo hace lo suficiente
como para vencer su tendencia a alejarse, capturándolo; lo atraerá un poco pero
acabará escapándosele, alcanzando aún mayor velocidad, porque el imán le habrá
hecho subir un poco más, aumentado su energía potencial, antes de dejarlo
escapar.
Quedé atónito. Yo esclavizado por el “hijoputa” de Toni para
pagarle un buen colegio a Erika, y en el “culo del mundo” Tumaini, yendo a un
colegio hecho con poco más que de cañas y barro, no sólo tenía una explicación
plausible para lo ocurrido, sino que además había conseguido que yo lo
entendiera.
-
¡¿Cómo sabes todo eso?! __le
pregunté, realmente sorprendido.
-
Me gusta la Astronomía __me dijo,
como quien dice que le gusta montar en bicicleta.
-
Ya veo, pero todo eso que sabes, ¿dónde lo has aprendido?
-
Por “yutube”; además en la biblioteca del
colegio tenemos libros, un globo terráqueo, y en casa tengo un mapa de la Vía
Láctea de la National Geographic que me regaló una española, como tú __me
dijo en mal español y sin perder de vista la Aurora y las estrellas, a las que
había estado escrutando todo el rato.
Incapaz de aceptarlo, tal vez celoso de que en los mejores
(y más caros) colegios de Madrid, los chavales apenas aprendieran el nombre de los cuerpos del Sistema Solar, y
que en un colegio sin medios, una niña pudiera tener semejantes conocimientos.
No sé por qué, me vino a la memoria el nombre de otra africana: Hypatia de
Alejandría. Después de un momento en silencio cambié de tema:
-
¿De dónde veníais esta mañana?
-
De mi casa. Los Nako vivimos en Malinde __me
dijo orgullosa.
-
¿Está muy lejos?
-
A unos cuatro kilómetros de Butembo.
-
¿Celine también es tu vecina, como Athanase?
¿son hermanos?
-
No __dijo, sonriendo pícara__.
Ella vive aquí con sus padres. Ha pasado el fin de semana en mi casa.
Hasta ahora no se me había pasado por la cabeza, pero de
repente caí en la cuenta de que, al igual que yo estaba preocupado por Erika,
estos muchachos tendrían padres, y debían estar desesperados por saber de
ellos.
-
¡Vuestros padres os estarán buscando! __exclamé
alarmado.
-
Vivo con mi abuela; pensará que, con lo
ocurrido, me he quedado a dormir en casa de Celine. Ella no suele pensar que
las cosas van mal; y si lo piensa, se lo calla.
-
¿Y Athanase?
-
Sus padres están toda la semana trabajando en
los campos de caña de azúcar. Se fueron ayer por la tarde y no volverán hasta
dentro de dos semanas, y para su tío si no volvemos mejor. Pero lo padres de
Celine deben estar buscándola.
-
¿Sabes dónde viven?
-
No. Sé que es cerca del colegio, pero nunca
hemos estado en su casa.
<<Qué
raro>> –pensé–. Su amiga pasa los fines de semana en su pueblo, y ella no
sabe ni donde vive.
-
Lástima, si no podríamos ir a avisarles.
-
Sí, qué lástima –reconvino Tumaini, con serena
tristeza.
-
Será mejor que duermas un poco, mañana os
llevaremos con tu abuela.
-
Tienes razón Gil __dijo, y se
acurrucó al lado de su hermano.
Absorta por el espectáculo, se hizo la dormida con los ojos
entreabiertos. Amandine, que parecía no cansarse nunca, trajo dos mantas,
cubrió a los tres adolescentes y puso otra sobre mis hombros. Le di las
gracias, y me correspondió con una sonrisa tan impolutamente blanca como su
bata, para seguidamente volver a sus obligaciones interminables disolviéndose
en la penumbra del pasillo.
Me quedé solo. Estaba agotado, pero no podía dormir.
Embrujado por la irrealidad de la Aurora “Ecuatorial”, mi cerebro acabó
convirtiéndola en una pantalla de cine enorme, en la que comencé a imaginar la
cara de mi niña. No dejaba de pensar en ella:
<<__¿Qué habrá pasado en Madrid? ¿Cuánto durará ésa situación? ¿Será global?>> __me preguntaba una y otra vez, jugueteando con mi móvil inerte.
<<__¿Qué habrá pasado en Madrid? ¿Cuánto durará ésa situación? ¿Será global?>> __me preguntaba una y otra vez, jugueteando con mi móvil inerte.
Clareaba el cielo y se atenuaba la Aurora, cuando se
acercaron hasta mí un hombre, vestido cuasi de militar y una mujer mucho más
joven que él y muy guapa, ambos completamente derrengados. Buscaban a una
muchacha; me enseñaron su foto: no había duda, era Celine. La cara de alegría
que pusieron sus padres cuando les dije que estaba dentro y que se encontraba
bien, compensó casi todos los sufrimientos del día, excepto que seguía sin
saber nada de Erika.
<<__Este es un buen augurio. Pronto sabré de ti>>. __pensé.
<<__Este es un buen augurio. Pronto sabré de ti>>. __pensé.
El reencuentro de Celine con sus padres supuso un gran
alivio para ellos y también para todos nosotros, pero azuzó la necesidad de
buscar a nuestros seres queridos, hasta el límite de la desesperación.
Capítulo 4, Malinde.
El 6 de abril, en
Butembo, República Democrática del Congo, amaneció por tercera vez en
veinticuatro horas, justo las que yo llevaba sin dormir. Ese día fue para mí el
de los tres milagros: el meteorito 2020-DA33, contra todo pronóstico, no chocó
contra la tierra, Celine sobrevivió a una herida mortal, y lo más increíble de
todo, Raquel sufrió una metamorfosis moral.
...