La Llama Eterna: Relato XLIII – ¡¡Vamos, Hijos de la Patria…!!
Texto gentileza de Martín Llade, Director del programa de RNE: "Sinfonía de la Mañana"
Fue su amigo el alcalde de Estrasburgo el que le sugirió un
canto patriótico que inflamase el coraje de los soldados ante la declaración de
guerra del rey de Bohemia y de Hungría. Se habían enterado cinco días atrás de
esta nueva provocación y la ciudad entera clamaba por entrar pronto en combate.
-El “Ça ira”
es una cancioncilla animada, alegre –dijo el buen barón de Dietrich–. Lo que
necesitamos es algo que anime a los hombres a entrar en la lucha sin miedo, a
no dar cuartel al enemigo. Un himno que provoque verdadero terror en nuestros
enemigos. Que sepan quiénes son los franceses y hasta dónde llegarán si se les
provoca. Usted tiene conocimientos musicales, mi querido capitán. ¿Por qué no
escribe algo?”.
El capitán se sintió un tanto abrumado. Había escrito alguna
cancioncita de campaña y poco más. Pero él también se sentía enardecido por el
desafío de los extranjeros y anhelaba, igualmente, acallarlos para siempre. Así
que se dio una vuelta por la ciudad aquella mañana y contempló la agitación
reinante y las paradas militares del batallón “Los hijos de la patria”.
En las paredes de Estrasburgo había un bando que exhortaba a
la lucha “¡A las armas ciudadanos! -clamaba-
si persistimos en la libertad, todas las potencias europeas urdirán siniestros
complots contra nosotros. Que tiemblen. Desarmemos a los déspotas” y más arriba
“Ya ha sonado la señal. El estandarte
sangriento se ha alzado”.
Aquellas palabras se quedaron profundamente grabadas en él,
a la vez que los cascos de los caballos en el empedrado, el entrechocar de los
aceros en los ejercicios de los cadetes, el traqueteo de los carros y los
aplausos de la multitud cada vez que se veía un uniformado en la calle.
Se fue a casa y cogió su violín. Probó varias melodías y
estuvo dándoles vueltas durante toda la noche, de forma que no dejó ni dormir
al gato. Al amanecer había una partitura de trazo entusiasta sobre su cómoda.
Decidió llevársela al barón de Dietrich, que ofrecía esa noche una cena a los
prohombres de la ciudad. Sabía que poseía una hermosa voz de tenor. ¿Aceptaría
cantarla? El barón repuso que sería un orgullo y a su vez propuso a su propia
esposa para que le acompañase desde el clave.
El “Canto de guerra del ejército del Rin” sonó a los
postres. Su efecto fue más fulminante que el del vino de la cena. Los presentes
se levantaron haciendo entrechocar sus copas, a la vez que daban vivas a
Francia.
-Cuando nuestros enemigos escuchen esto, se les
helará la sangre en las venas –decía de Dietrich–. Ha hecho algo grande,
capitán. Parte del mérito de la victoria será suyo.
Y el alcalde determinó hacer circular, pagadas de su propio
bolsillo, cientos de copias de la partitura.
Pasó el tiempo, se ganó aquella batalla y otras muchas. Pero
vino entonces una guerra que nadie podía prever y en la que era muy difícil
luchar, porque los contendientes no iban de uniforme, de hecho vestían igual y
hablaban la misma lengua. El Terror. El propio barón, entusiasta primer
intérprete del “Canto de guerra del ejército del Rin” acabó en la guillotina.
Al capitán lo acusaron de realista y lo degradaron en varias ocasiones y,
finalmente, se puso precio a su cabeza. Tuvo entonces que escapar. Decidió
atravesar las montañas fronterizas con el territorio germano, pero el paso
estaba nevado. Sobornó a un pastor de la zona para que le ayudase. Sin embargo,
cuando faltaba todavía mucho para llegar a territorio seguro, sintió en el
viento helado de la montaña el aliento de sus perseguidores. Estaban muy cerca
y para darse calor, cantaban. ¿Cuántos serían? ¿Veinte, treinta?
-¡¡Vamos hijos de la patria…!! –comenzaba su
canción.
El corazón del capitán estuvo a punto de pararse por el
pánico. De repente se dio cuenta de que conocía aquel canto que ahora se
constituía en marcha fúnebre para él. ¿No era su propio himno escrito apenas un
año atrás? Lo que nació de un noble y ardoroso impulso de su mente y corazón le
provocaba ahora una terrible desolación.
- ¿Oyes ese canto? –le preguntó al pastor que le
acompañaba. Éste sonrió.
¿No lo conocéis? Lo llaman “La Marsellesa”.
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