La Llama Eterna: Relato XXXVI –Sucedió en Ypres-

Texto extraído del programa de RNE: "Sinfonía de la Mañana", por Martín Llade.  

     Sucedió en Ypres, aunque podía haber ocurrido en cualquier otro lugar del Mundo; porque el Mundo estaba en guerra, y no había lugar suficiente sobre su faz, para dar cabida a tanto odio.

Cavaron trincheras de cinco, diez, hasta quince metros de profundidad; y, ni aun así, lograron almacenar toda aquella cólera que les bullía en los pechos. Y, aunque inventaron ametralladoras que cortaban el sonido en dos, con la misma facilidad que el lino unas tijeras de costurita; y crearon gases capaces de matarlo todo; no pudieron asfixiar el odio. Su boca negra que, a cada macabra sonrisa, mostraba dos hileras de proyectiles humeantes, era capaz de inhalarlo todo, y sin necesidad de máscaras anti-gas; como un espantapájaros negro, a cuyo paso la tierra quedase en carne viva, el Odio avanzaba por los campos de Europa cosechando lágrimas. No se vio nunca una vendimia tan amarga; su sabor perduraría hasta muchas generaciones después.

Y, si embargo, hubo un Ypres. Como todavía estaban en la prehistoria de las grandes matanzas, los ejércitos no sabían aún como era lícito comportarse. Era Nochebuena, y a nadie se le ocurrió que aquello tuviera que continuar; al menos no durante aquella fiesta que todos ellos tenían en común; y que les recordaba, aunque fuera por unos instantes, que pertenecían al mismo Género. Que dormían de noche y vivían de día. Que se reían con los mismos chistes. Que degustaban con la misma ceremoniosa intensidad un cigarrillo, o una carta de sus amadas; tan lejanas ahora para ellos, como las pirámides de Egipto.

 Y las ametralladoras, con su letanía rota de escupitajos metálicos, callaron por unas horas; y entonces, en medio de aquella tierra de nadie, a la cual un día regresarían todos tan desnudos como cuando surgieron de ella, se escuchó el hermoso sonido del silencio; y los grillos, asustados, volvieron a hacer chisporrotear la oscuridad, y las lechuzas ulularon en los huecos de los postes telegráficos; preguntándose, las unas a las otras, si aún seguían allí.

Los ejércitos, no tenían para cenar si no lo de costumbre: “rancho disputado a las ratas”; pero, condimentado con aquel silencio de tierra abierta, de lodo herido y musgo rojo, les supo mejor que nunca; y entonces, las botellas de vino y cerveza, escondidas para la última noche de los tiempos, fueron saliendo desde sus escondrijos. Y los reticentes a compartir el tabaco hasta ese momento, lo ofrecieron a los demás, a cambio de una sonrisa; por aquel entonces, era más difícil verlas que a las comadrejas, huidas en desbandada ante aquél vendaval de piedras y fuego, levantado insensatamente por los mal llamados: “Seres Humanos”.

Y en esto, unos se pusieron a cantar; eran los alemanes, la canción la consideraban suya, puesto que la habían escrito en su lengua dos austriacos de un pueblecito perdido. Los ingleses silbaron. ¿Era esa forma de cantar el “Holly Night”? Pero las tropas escocesas, arrojaron el guante, interpretándola directamente en la lengua de Shakespeare.

Algo debió prender en la mente de un soldado. Hay quienes dicen que un alemán, que arriesgándose a ser fulminado por un disparo, asomó la cabeza gritando en la lengua de sus enemigos:

Alguien improvisó una bandera blanca con una camisa sucia; y pronto, a la luz de las linternas, dos hombres, de uniforme distinto, pero temblando al unísono, se encontraron en “tierra de nadie”, pisando con delicadeza el terreno para no poner el pie sobre el cuerpo de algún compañero caído.

Los dos hombres intercambiaron una tableta de chocolate y unos cigarrillos. Ambos fumaron tranquilamente. El primer humo, no mortífero, que emanaba de aquel lugar en mucho tiempo. Se les unieron los demás. Iban cantando “Noche de Paz”, cada uno en su propia lengua. Las notas musicales al unísono, un escalofrío recorriéndoles la espina dorsal, de forma más reconfortante que la sangre, o la sarna.

Alguien hizo una pelota con trapos, y jugaron un partido, con las alambradas como portería. Dado que estaban en un bosque de pinos, convirtieron a éstos en abetos, colgando latas vacías, pinzas para la ropa, cartucheras, y cascos de sus ramas. ¡Cómo pesaban aquellos pertrechos! Y, a pesar del frío, ¡qué bien se sintieron! Quitándoselos de encima por una noche.

A la mañana siguiente, la bruma los confundió. Volvieron lo más ordenadamente que pudieron a sus posiciones. Cuando salió el frío sol del invierno, las “nuevas” de aquella flagrante traición, ya habían llegado a sus respectivos mandos. El Odio, exigió explicaciones por haber sido ninguneado de aquella manera.


Y cumplieron su palabra, porque, desde aquel día, no volvió a haber más Noches de Paz.

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