La Llama Eterna: Relato XLI - ¿Se han secado ya tus alas, Biquí? -
Texto extraído íntegramente del programa de RNE: "Sinfonía de la Mañana", por Martín Llade.
Satie y Suzanne, las dos “eses” que podrían unirse en un
beso. Un embrión de pasión embotellada. Se hubieran intercambiado los nombres y
nadie se hubiese dado cuenta: Erik Valadon, y Suzanne Satie ¿Es que nunca te
cambias el traje? ¿Es que nunca hablas por dentro de la boca? ¿Siempre por
fuera? Si yo fuera esa boca, devoraría los silencios inútiles entre las
palabras. Satie; sólo Satie. Yo no le gusto a la gente, y la gente no me gusta
a mí. Nunca habréis visto un desequilibrado más ecuánime que yo.
Pianista de lupanar, reconvertido en intelectual de la
Música. En realidad, nunca dejó de escribir canciones de burdel, sólo que las
tocaba más lentas, como si fueran chistes verdes contados por Chopin. ¿No
recordaba Suzanne aquella canción? Se la escuchó tocar a Él, en el Auberge du Clou, en Bass Pigalle; el paraíso de la gente de “baja estofa”. Con sus lentes
ahumadas, y su perilla cuidadosamente peinada, la punta fijada con goma; Él era
el profeta de aquellos artistas, con los codos de las chaquetas rotos.
Suzanne nunca había pensado en el “Profeta del Paraguas” más
que en otros; estaba acostumbrada a que la mimasen los más selectos creadores.
Toulouse Lautrec la había pintado de pie sobre un caballo en el Circo Moliere. Renoir la imaginó con ínfulas de jacinto y
violeta. Y Degas le pidió que bailase para él, ante el lienzo, el “Padede de la
Zapatilla Desatada”.
Antes de que la pintase medio Montmartre, ya fumaba con los
pies, se colgaba de un trapecio por la boca; y dejaba que, un ruso borracho,
trazara su silueta con cuchillos. Todo aquello terminó el día que no calculó
bien su famoso triple salto sin red. Lo lógico hubiera sido que se partiera en
pedazos ante centenares de personas; pero en su lugar, se partió una pierna, u
perdió varios dientes. La sacaron en volandas de la pista, la sonrisa
deshilachada, saludando a su público con el brazo desencajado.
Ahora era modelo de pintores famélicos. La llamaron Susana por
rodearse de vejestorios, que babeaban en azul ciano y magenta. Para los
veintisiete años ya había hecho de todo, hasta un hijo, Morís; fruto de una
noche de absenta y cartas marcadas, con un español llamado Utrillo. Decidió
entonces pasarse al otro lado del lienzo, y tomó los pinceles; y no le fue mal.
De las manzanas arrugadas, y los limones secos, no tardó en
pasar a los desnudos. Le bastaba con plasmar el alma de sus modelos, y luego cubrirla
de una traslúcida capa de piel. Cuando llovía, se hacía un auto-retrato, y
refugiaba su mirada esquiva en la todavía fresca de su “Alter-Ego” de óleo.
Una noche, en el “Gato Negro”, se le acercó aquél tipo. Iba
muy arreglado, pero el aliento le apestaba horriblemente. Le invitó a una copa
para suavizarle la conversación. A las tres de la mañana, Él se arrodilló tras
colocar papel de periódico en el suelo, y le pidió matrimonio.
-Los curas duermen, y también los secretarios del
juzgado –le replicó Ella al Músico majareta.
-Pero nuestros corazones saltan, y se retuercen
como bistec en una parrilla –repuso Él.
Le resultó divertido pero, cuando la besó, ya llevaba muchas
copas y encontró su aliento dulce. Le pareció que nunca había hecho eso antes.
No al menos de una forma libre; sin mediar un precio, o una orden.
-¿Nunca has estado con una mujer? –le preguntó
sorprendida.
-Tampoco he estado en el Festival de Bayreuth
–replicó Él–. La Vida son todas las cosas fascinantes que no hemos hecho; y,
cuando las hacemos, va perdiendo, poco a poco, su encanto.
-Entonces, si sigues conmigo, a lo mejor te
arruino la Vida –inquirió sagazmente Suzanne.
-Prueba ha hacerlo –repuso–. Las vidas arruinadas
están llenas de manchas de felicidad; igual que las cajas de bombones vacías.
Al día siguiente, montaron en las barquitas de los Jardines
de Luxemburgo. Él le regaló un collar hecho de salchichas, fabricado con sus
propias manos. Después se la llevó consigo a un recital privado que ofrecían
unos amigos; y Ella, como una gatita dócil, de mirada fiera, se sentó a sus
pies mientras interpretaba sus “Preludios Flacos para in Perro”. En ocasiones,
el carácter canino de la obra, hacía que se le erizase el lomo, y Él la calmaba
acariciándole la cabeza: “ron, ron, ron,…”.
Decidieron retratarse mutuamente. Ella con su paleta; Él al
pentagrama. Fue la primera vez que no pintaba, ni desnudos, ni flores. Él
encontró que lo sacaba demasiado cuerdo.
-Vas a lograr que un día me pongan en las
enciclopedias junto a Bach, o Beethoven –dijo con verdadero temor–; cuando no
soy más que un degenerado pianista de cabaret.
-No te encapriches conmigo –le decía Ella entre
risas–. Un día me iré; siempre me he ido.
-Ni tú conmigo –era su respuesta–. Un día me
quedaré; siempre me quedo.
La llamaba de muchas formas cariñosas, en entre ellas Biquí;
y le escribía pequeños mensajes con frases musicales, que Ella no podía leer; y
que encontraba al pie de su cama, pegados en el techo, o a la lámpara.
-Buenos días Biquí, ¿se han secado ya tus alas?
Si no es así te espero en el Café para dar un paseo por el Bois de Boulogne.
Un día Biquí dijo adiós. No hubo motivo alguno. Era tiempo
de partir, y de ser amada por otro artista. Acaso ya había sacado cuanto podía
extraerse de aquella relación. Cuando menos su mejor Obra. Él también le
escribió otras. Suzanne le dejó el retrato. Eric, prefirió guardarse sus
partituras.
Dado que ella solía mantener amistades con sus antiguos
amantes, no vio nada malo en volver a verle tocar en el Auberge du Clou; y fue allí una noche. Él se mareó y lo achacó a la
bebida, escabullándose por la puerta de atrás del local, en mitad de la
función. Al día siguiente, Ella recibía una citación judicial a requerimiento
de Eric Satie, que pedía a los tribunales una “Orden de Alejamiento” de aquella
arpía. No volvieron a hablarse y cuando se encontraban por la calle, al fin y
al cabo, Montmartre era su hábitat natural, cambiaban de acera.
No volvió Satie a amar a ninguna mujer. El día que murió, y
la Humanidad penetró, al fin, en la “tumba egipcia”, en que había convertido su
inexpugnable hogar; encontraron, entre otras cosas, el retraso de Suzanne, del
que pendía una corona de flores secas, y dos obras musicales dedicadas a ella: “Bonjour Biquí”, y “Las Vejaciones” que,
tal y como rezaba la partitura, debían de ser interpretadas, ochocientas veces
seguidas. Acaso las mismas que se repetía el nombre de Ella cada noche a modo
de mantra para lograr conciliar el
sueño.
Ahora Satie, dormía para siempre un Sueño de trapecistas con
alas, y barquitas de enamorados, flotando en el cielo con la misma mansedumbre
que en el estanque de los Jardines de Luxemburgo.
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