La Llama Eterna: Relato XXXV – El Músico Maldito -
Texto extraído íntegramente del programa de RNE: "Sinfonía de la Mañana", por Martín Llade.
La luz de la tarde, turbia como el aliento de un moribundo,
penetraba por aquellas heridas de la pared, que malamente hubieran podido ser
llamadas ventanas. Todo el edificio estaba diseñado para que nada pudiera
entrar ni salir de él: ni la Esperanza, ni el Olvido, ni el Tiempo, ni las
botellas de vodka. Modest Petrovich, le preguntó a quien, en medio de las
brumas de su agonía, pudo aún distinguir como un amigo, si no había traído una
para él. Ilyá Yefímovich le sonrió, y en su lugar le mostró los frasquitos de
color con los que pensaba pintar su retrato. Modest Petrovich, sonrió entonces;
debía de llevar semanas sin hacerlo, y su rostro se cuarteó como lodo al sol,
de tal manera que el pintor temió que se le cayera a pedazos de un instante a
otro. Pero el enfermo tuvo el temple de coger uno de los frasquitos y hacer
ademán de bebérselo. Ilyá comenzó a preparar su paleta, a la par que pedía a
las enfermeras que les trajeran un samovar de té. Tras ciertas reticencias,
Modest Petrovich, se sentó.
- ¿Para qué quieres pintar el rostro de un difunto?
–le preguntó.
-Te has pasado años pidiéndome un retrato, y
ahora te rajas –inquirió–. Has de saber que Ilyá Repin, siempre paga sus
deudas.
-Yo ya he pagado todas las mías –repuso su
amigo–; bueno, las de las tabernas, no. Creo que una turba de taberneros debe
andar por todo Petersburgo, armada de palos y cuchillo para dar conmigo. Ya les
veré, ya; en el Infierno, donde les esperaré así, sentado como estoy ahora.
Ilyá Yefímovich, comenzó el retrato por aquellos ojos, que antaño
irradiaran el fuego aguardentoso del Genio, ahora decolorados en dos llamas de
serena absenta. Sabía que, por mucho que se esforzara, nunca podría recrear el
poderío que una vez irradiara aquella mirada; que, de alguna manera, había
acabado por consumir interiormente a su portador.
-Espero que hayas traído una garrafa de rojo para
dar color a mi nariz.
Ante una taza de té, Modest Petrovich, logró esbozar una segunda
sonrisa, que resultó menos dolorosa.
-¡Ajá! –repuso Ilyá.
No era de aquellos artistas que necesitara abstraerse por
completo para llevar a cabo su tarea. Una pequeña parte de su cerebro,
permanecía aislada del proceso de creación, a fin de no separar por completo
los pies del suelo. Para él, el Arte era también tierra y viento; no en vano,
había retratado a decenas de campesinos y vagabundos, a la par que se recreaba
en la conversación de éstos.
Y siempre lamentó no poder plasmar con los pinceles, las
interesantes impresiones que éstos le transmitieron sobre sus vidas y sobre su
forma de ver el Mundo. ¡Qué pena que no existiera un color capaz de retener las
palabras sobre el lienzo! Porque, todos ellos, habían sido inmortalizados
mudos, únicamente capaces de expresar alguna característica acerca de sí
mismos, en la postura, o la mirada.
Modest Petrovich, le había pedido poder peinarse para el
retrato; pero, éste se negó.
-No. Has de salir como eres.
-Es verdad –repuso éste, tras meditarlo–; sácame
así. El día en que me veas limpio impecable, ya seré un cadáver horizontal. De
momento, y aunque me dé cabezazos contra la pared, aún me tengo en pie.
Inevitablemente, le preguntó cuándo volvería a componer; a
la vez, iba salpicando de rizos su barba de sabio: mitad de demonio, mitad de
eremita bizantino.
Modest Petrovich, había acabado por perder su puesto en el
ejército, su cargo gubernamental; el respeto que, alguna vez, infundiera a las
élites culturales “petersburguesas”; y hasta el amor de su familia. Ahora no le
quedaba nada más que un camastro en aquel manicomio para borrachos; un plato, y
una cuchara, que a veces tenía que compartir con el moribundo de la cama de al
lado; y alguna amistad rezagada como la de Repin, empeñado en aquel retrato.
-Te queda tu música –le insistió–. Tienes todavía
mucho que ofrecer al Mundo.
-Mi música es el mal –le dijo–; pensé, que
bebiéndomelo, acabaría por deshacerme de él; pero, al final, se ha convertido
en parte de mi Sustancia. ¿Tú no has visto al Demonio; verdad, Ilia Iacimovich?
Pues yo sí; por las noches viene y agita su cola por encima de mi frente y me
dice: <<-Ya te descubrí a qué suenan mis calderas, y el fuego que nunca
se apaga. Ahora tienes que pagar el precio>>
-¡Ja, ja ja! Y, ¿por qué no lo mandas al
Infierno? –replicó el pintor.
Modest Petrovich, rió; y, al hacerlo, su boca hermosa,
todavía poseedora de una tonalidad rosada infantil, casi hasta de bebé,
floreció en medio de la agreste espesura de su abandono. Todavía había un niño,
delicado y juguetón, que no había acabado de hacerse adulto, en algún rincón de
aquel cuerpo tan gastado como si hubiese vivido siete vidas, las del propio
Satanás.
El cuadro no estaba terminado, pero Ilyá Repin debía
marcharse. Las reglas del hospital eran estrictas en cuanto a horarios. Al
irse, Modest Petrovich, lo besó efusivamente.
-Cuando lo concluyas, ponle este título:
“Vagabundo sin memoria”. Es el cartelito que me pusieron encima de la cama,
cuando me encontraron vagando por las calles y me trajeron aquí. ¡Mira! Aún
sigue ahí. No lo han quitado, porque, en el fondo, no he dejado de serlo, o
porque ya esperan que la cama la use otro pronto.
Y en efecto, pronto fue ocupada por otro nuevo miembro. No
se sabe cómo, una botella de coñac llegó a manos de Modest Mussorgsky, y éste
se la bebió de un último y apresurado trago.
Esa misma noche, el Demonio se lo llevó consigo al
fin, a cantar el canto de los bateleros de la Laguna Estigia. Y Repin sintió
profundo remordimientos por haber camuflado aquella pequeña botella dentro de
uno de sus frascos de pintura. De alguna manera, sabía que no había hecho bien;
pero, por otro lado, cada vez que contemplaba el retrato inacabado de
Mussorgsky, no podía evitar imaginar que éste le daba las gracias desde su, ya
inmortal, pose de Titán vencido. A fin de limpiar su conciencia, Repin lo
vendió por una considerable suma que destinó a la Memoria de su amigo, el
Músico Maldito.
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Martín Llade