La Llama Eterna: Relato XXXIX –El Chocolate "amargo" del Canónigo-
Texto extraído integramente del programa de RNE: "Sinfonía de la Mañana", por Martín Llade.
El día que se presentó ante el Cabildo Catedralicio se
quedaron sorprendidos. Hasta aquel instante algunos habían supuesto que era
mudo, pues nunca le escucharon antes articular palabra alguna. El Canónigo
Dussolier, lo recibió en su despacho, justo cuando estaba a punto de merendar
un gran tazón de chocolate. Él nunca lo había probado pero, encontró el olor
deliciosamente tentador, como una corriente de cálida sensualidad que penetrase
por sus vías nasales, hasta lo más recóndito de su mente. En cambio, cuánto
frío hacía siempre en el órgano de la Catedral.
-¿Qué demonios quieres? –le espetó el Canónigo,
mojando un bizcocho en el chocolate.
Farfulló algo de irse a París, a imprimir no se qué. Por lo
menos, eso es lo que Dussolier creyó entender; porque hablaba con los labios
hacia dentro, como devorando las palabras a medida que las trataba de
articular. Parecía un solemne idiota; sin duda, tenía que serlo.
-¿Qué
dices de París? ¿Es que te has creído el Duque de Orleans? Tu puesto está aquí,
donde tienes ya bastantes obligaciones.
Cierto; además de organista de la Catedral, y encargado del mantenimiento
del órgano, era director del Coro de Niños, y otras tantas funciones más. No le
daba permiso para ausentarse.
El pobre diablo insistió. Costaba tanto entenderle, que si
hubiera dicho que era él, en lugar del Canónigo, quien hablaba con la boca
llena de bizcocho. Lo que quería era, no ausentarse, si no que lo liberasen de
su contrato.
Dussolier estuvo a punto de estallar en carcajadas, pero se
contuvo, y adoptó una pose severa como correspondía a su dignidad. “¿Qué
tontería era esa? Su lugar estaba allí. Cumpliendo sus deberes. Tenía un
contrato que le obligaba a cumplir con sus funciones durante diecinueve años
más y, si lo incumplía, podría ser multado. Las Autoridades le impedirían salir
de la ciudad; e incluso, si se ponía tonto, podría ir a la cárcel. ¿Estaba
claro?”
El Organista se retiró sin decir más, cosa que Dussolier
agradeció.
Satisfecho por haber resuelto tan prestamente aquel
contratiempo, el Canónigo hizo sonar una campanilla para que acudiese su
criado. Le apetecía otra taza de chocolate.
El primer síntoma de que “algo” pasaba se produjo cuando,
durante el domingo siguiente a Pentecostés, en el que de repente se escuchó al órgano
fallar en dos notas durante la Liturgia. En realidad, algo así no hubiera
tenido la menor importancia pero, el Obispo, Bochard de Saron, se encontraba en
ese momento consagrando la Sagrada Forma con los brazos alzados; y, “sospechosamente”,
las notas falladas confirieron otra dimensión al momento. Sonaron muy similares
al flautín de reclamo del mercado; y acaso los Fieles, entendieron que el
orondo Obispo, se asemejaba a un carnicero elevando una oca para mostrarla a
los posibles clientes, en lugar de ser quien era, con el Cáliz de vino, que era
lo que estaba sujetando en ese momento. Se produjeron algunas toses en los
concurrentes, que no pretendían si no ahogar las risas. Dussolier quiso pensar
que era una coincidencia.
Días después, durante la solemnidad de la Santísima
Trinidad, sucedió algo todavía más inquietante: el Obispo Bochard, estaba en la
cúspide de su sermón, cuando el órgano empezó a sonar de improviso, lo cual
nunca sucedía durante la elocución. Trató entonces de hacer sonar su voz por
encima del instrumento; pero, cuanto más la alzaba, más se elevaban a las
alturas celestiales las cristalinas sonoridades emitidas por los tubos del
instrumento. La competición entre el verbo imperioso del Obispo, que ya
resultaba imposible escuchar por los feligreses y el órgano, cuando Dussolier
mandó furioso al Sacristán:
-Dile a ese idiota que deje de tocar –ordenó.
Y la orden surgió efecto, y tanto, porque el Organista se
levantó y se largó; dejando sin acompañamiento el resto de la Liturgia, lo que
nadie recordaba que hubiera sucedido jamás allí. El Obispo mandó llamar al Canónigo, al cual aplicó tal
reprimenda, que éste se apresuró a buscar al Organista. En un principio pensó
en llamarle animal, asno, y plantearle todo tipo de amenazas; pero luego llegó
a la conclusión de que con “acémilas” así, había que aplicar el tacto. En su
lugar, le invitó a compartir una taza de chocolate con él. El Músico aceptó; y,
a juzgar por su expresión bobalicona, encontró delicioso aquel manjar nunca
antes probado por él.
-Escucha –le dijo Dussolier–, creo que
últimamente has trabajado demasiado; así que estoy dispuesto a…; si te portas
bien, concederte una semana de permiso; pero luego volverás aquí, a seguir con
lo de siempre. Eso sí, si quieres el permiso, tienes que cumplir durante la
ceremonia del Corpus Christi, y sin tonterías. ¿Qué me dices?
El Organista farfulló algo con la boca manchada de
chocolate; ¿estaba asintiendo? Le hizo señas de que se marchase ya, sin
importarle que aún no hubiera acabado de darle buena cuenta del tazón.
El sábado siguiente, que era el Corpus Christi, todo era
expectación; no solo para Dussolier, si no para el Obispo y toda la Feligresía,
ya al tanto de que algo pasaba entre el Cabildo y el Organista. La ceremonia
comenzó sin aparentes complicaciones; pero, llegado el momento de la
Consagración: el órgano estalló en un pandemónium de cacofonías, en
estridencias, y notas atropelladas que, por un instante, hubo quienes temieron
que las preciosas vidrieras multicolores de la Catedral, estallaran en pedazos.
Estaba claro que algo así ya no podía ser si no fruto de la
“mala sangre”, y no del nerviosismo, o la ofuscación. Toda la atención de los
presentes, se derivó hacia el órgano y, hasta el propio Brochard de Saron se
olvidó del texto de la Liturgia. La burla duró diez minutos, que fueron los que
Dussolier necesitó para buscar dos guardias que sacaran a empujones al
irreverente Músico de la Catedral.
Al día siguiente, se decidió el despido fulminante
de Jean-Philippe Rameau como organista, lo que le dejó vía libre para ir a
Paris a publicar su tratado de armonía. En compensación, quiso ofrecer una
última Liturgia al Cabildo, pero ésta fue rechazada; no porque tuvieran dudas
de que fuera a hacerlo mal una vez más; por el contrario, el espantoso recital
ofrecido aquella mañana de Corpus Christi, no hizo si no confirmar al gran
artista que perdían; y es que, sólo un músico extraordinario, hubiera sido
capaz de tocar tan “acertadamente” mal, y con demoníaca irritabilidad, el noble
instrumento de la Catedral de Clermont-Ferrand.
Comentarios