La Llama Eterna: Relato XXXIII –El Milagro de la Virgen Hueca-
Texto extraído del programa de RNE: "Sinfonía de la Mañana", por Martín Llade.
Habían sido cuatro años de cartas y flores, a la espera de
preparar la boda, y de que él se preparase espiritualmente para el importante
paso que constituía convertirse en esposo de la muchacha; al fin y al cabo, a
sus setenta y un años, todavía no dejaba de aprender cosas; por ejemplo:
leyendo el periódico en su viaje en tren, acababa de enterarse de que, ahora,
los telégrafos ya no tendrían hilos; en fin, que el Mundo cambiaba muy deprisa,
y que acaso él debía hacerlo, tras toda una vida célibe; pero, necesitaba estar
seguro de ello.
Citó a la Joven y sus padres, nada menos que en un reservado
del hotel donde ésta trabajaba de doncella. Ese día ella libraba, y se vistió
con uno de los vestidos que él le enviase por correo: sin florecitas, ni
bordados tontos; un vestido “decente”, de sobrio azul celeste, que casaba con
sus ojos, que esa tarde se le antojaban algo tristes.
El viejo Maestro, no quiso desaprovechar la oportunidad de
saludar al Gerente del hotel; a quien encareció que cuidase bien a Ida, porque
era dulce y trabajadora.
-Tómese una cerveza a mi salud –despidió al
sorprendido Gerente, tras depositar en su mano un tálero de plata.
Luego bebió un largo trago de la suya, y contempló a sus
futuros suegros; veinticinco más jóvenes que él, que se habían vestido con sus
galas dominicales para recibirle. Suponían que había venido desde Viena a
Berlín, para fijar la fecha de los esponsales.
-Esa es en parte mi intención –dijo el Músico–;
pero antes, quisiera precisar algunos detalles. Ya saben que no soy ducho en
palabras, pero trataré de expresarlo lo mejor posible.
Ida, aquí la aludida, se sonrojó; y buscó refugio para su
pudor en el fondo de su taza de té.
- Ida es una muchacha decente, y muy limpia, que
eso lo valoro especialmente; y modesta. No he podido hallar una pureza más
primorosa que la de sus cartas, que me ha enviado todo este tiempo. No dudo de
que será una estupenda madre, y una devota esposa; pero…
-¿Hay un pero? –dijo el Padre de Ida, con recelo.
-Lo he sopesado largo y tendido; de echo, todos
estos años, lo tenía apartado en un rincón de mi mente, como si fuera una cosa
sin importancia. Pero hace un par de semanas, me desperté con una idea
bulléndome en la mente.
-Si Ida, ha dicho, o hecho algo que le haya
disgustado –replicó la Madre, mirando de reojo a su hija; que seguía sin
levantar la vista.
-No. Ella ha sido muy correcta; pero hay algo que
nos separa, tanto como el océano a Europa y América.
Anton Bruckner, apuró media jarra de cerveza en un segundo
trago. Le daba mucho apuro expresar el quiz de sus reservas.
-Verán –dijo al fin–, ¿cómo un devoto católico
como yo, ha podido pasarlo por alto? Ustedes son protestantes, y cuando
llegamos a este acuerdo nupcial, dije que no me importaba; pero mi fe ha
despertado dentro de mí con la violencia de una indigestión. Hasta mi cuerpo se
ha revelado; y estos días creía morir por las convulsiones. La religión que mis
padres me enseñaron, no me permite cometer un mestizaje confesional de esa
índole. Dios no es una chaqueta que uno se ponga los domingos, para luego
cambiarla por una gabardina el lunes; por eso, necesito que Ida me diga, de
todo corazón, si, por el amor que me tiene, estaría dispuesta a convertirse al
Catolicismo.
Los Padres, iban ya a responder afirmativamente, pero se
percataron de que era una cuestión demasiado delicada, como para decidir por la
Joven. La miraron. Los labios de Ella, se deshicieron en un espasmo, y rompió a
llorar desconsolada.
-No puedo –decía–. No puedo renunciar a mi fe.
La Madre, la abrazó contra su pecho; y el Padre,
consternado, meneó con pesar la cabeza ante el viejo Maestro. Éste, sonrió con
dulzura.
-No esperaba menos de un alma tan pura; le honra
haber sido fiel en su forma de sentir a Dios, igual que yo lo he sido a la mía.
Haber estado prometido a Ella, será para mí el más maravilloso de los
recuerdos, igual que si hubiésemos llegado a casarnos.
Y, para aliviar la tensión del momento, pidió cerveza para
los cuatro.
Anton Bruckner, llegó a tiempo para tomar el último tren en
dirección a Viena. Ida, ya no sería parte de su vida, pero siempre tendría la
Música, su templo más sólido; el altar de todas las pasiones que no habían
logrado traspasar el umbral de su carne; y, animado por el traqueteo del tren,
su mente, todavía con los efluvios de la cerveza, comenzó a pergeñar una nueva
sinfonía.
En su casa Berlinesa, Ida se metió en la cama tras dar el
beso de buenas noches a su madre; cuando se cercioró de que ésta no volvería a
entrar, sacó algo que escondía bajo la almohada: era la figurilla de una Virgen
Católica; un ídolo según su propia Confesión; una hueca vacía de escayola, que
había comprado a escondidas en una tienda de cosas de Santos. Dado que no sabía
cómo adorarla, la cubrió de besos, al par que decía:
Muchas gracias, virgencita. Gracias por salvarme.
Gracias por permitir que no haya pasado. Por toda la Vida; por siempre,
gracias, gracias, gracias…
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