La Llama Eterna: Relato XLII -¡Rásquese hasta el hueso, Sergei!-
Texto extraído íntegramente del programa de RNE: "Sinfonía de la Mañana", por Martín Llade.
-¿Dónde estamos? –preguntó el Músico.
-Dentro de su miedo –repuso una voz familiar.
-Doctor Dahl, pero… ¿Cómo hemos llegado hasta
aquí? –le preguntó.
-Yo no estoy ahí, sólo Usted. Es el miedo que ha
levantado, como si fuese un Tipi indio.
Y ahora, o no puede salir de él, o se siente demasiado cómodo dentro como para
volver al Mundo. Descríbame cómo es ese miedo.
El Compositor titubeó.
-Aquí sólo hay bruma. No veo nada.
-Mírese las manos; esas sí las verá, al menos.
Dígame cómo están.
-¡Tampoco las veo!
-Pues, muévalas; sienta sus dedos. Que la sangre
discurra por ellos. Que respondan a cada latido de su corazón, como un pájaro
en el nido que llamase a su madre. ¡Hágalo!
Lo intentó, pero ni siquiera podía sentirlos; debían estar
entumecidos. En realidad, en los últimos tiempos, había dejado hasta de tocar
el piano.
-No importa –repuso el Doctor Dahl–, estamos
dentro de su miedo; de eso tenemos la certeza, al menos. ¿Hace frío?
-No, en realidad es incluso hasta cálido.
-¿Podría decirse que se siente a gusto?
-Pues…Eh… ¿Porqué no? Al menos nadie me hará daño
aquí.
-Daño, dolor; ahí quería yo llegar. ¿Qué tal está
su eccema nervioso? ¿Le sigue picando?
El Paciente meditó, y al tomar conciencia de que estaba padeciendo
aquél eccema desde hacía meses, experimentó una comezón, que le devolvió a la
naturaleza quebradiza de su envoltura humana. Sintió deseos de rascarse una vez
más en las regiones afectadas de su piel; y al hacerlo, volvió a sentir sus
enormes dedos materializándose en aquel vacío en el que se encontraba envuelto.
- ¿Para qué lo ha nombrado, Doctor? Ahora me
vuelve a molestar.
-¡Perfecto! Ahí queríamos llegar. Profundicemos.
Rásquese a conciencia.
-En serio. Ya sabe que me hago sangre, incluso.
-Rásquese hasta el hueso. No quiero exactamente
la sangre; quiero que se abra la carne si es preciso, y extraiga de ella el dolor,
su dolor.
-¡Doctor…!
Se rascó hasta que sintió un profundo ardor. Se estaba
dejando en carne viva el antebrazo.
-¡Ya no puedo más! ¿De veras debo continuar?
-Continúe. El dolor es malo, cuando le permitimos
hacernos daño. Es como una espada antigua de empuñadura de piedras preciosas, y
filo de acero templado. Si está dentro de nuestras entrañas nos destruye, pero,
si logramos sacarlo, no será si no una hermosa reliquia que podremos colgar de
la pared del salón para mostrar a las visitas. ¡Sáqueselo, Sergei Vasilievich!
-No puedo. Es demasiado voluminoso como para
sacarlo de un golpe. Incluso aunque mis manos sean grandes, no encuentro por
dónde asirlo.
-Vamos a tomar entonces un atajo. Cambiemos de
escenario. Regresemos a la Sala de Conciertos.
-No, no, no, no. ¡Eso no!
-Sí, Sergei Vasilievich. Sí. Está Usted en la
Sala de Conciertos, otra vez. Tiene la batuta de Director en la mano, y observa
desde el podio al Público. La Sinfonía ha terminado, y los asistentes no
aplauden.
-¡Pero, si no era yo! Fue aquel idiota de Glazunov
el que dirigía, y estaba borracho.
-Pero la Sinfonía es suya. Era una proyección de
su Ser y de su Alma que ellos aborrecieron; y con ellos sintió que le
repudiaban a Usted; por eso ya no se ve capaz de componer una nota más. Por eso
no quiere saber nada de la Música desde entonces. Está en la Sala de
Conciertos, Sergei Vasilievich. ¿Qué hacen?
-Me insultan, abuchean. Se levantan airados. ¡Oh,
Dios! ¡Sáqueme de aquí! Por favor.
- No tan rápido. Mire, acérquese al piano que hay
junto a la orquesta.
-¿De dónde ha salido? Antes no estaba aquí.
-Siéntese frente a él. Rehuya a la gente, porque
la Sinfonía es la expresión suma de la Humanidad; pero el Concierto es Usted
mismo; la voz sencilla de un hombre que trata de hallar su hueco entre la
multitud. Pose sus dedos sobre el teclado. ¿Los siente?
-Los siento.
-Deje que todo discurra con naturalidad. Sí. Y si
su dolor ha de materializarse musicalmente será hermoso, como todos los
adagios; pero un Concierto tiene dos Allegros, ambos externos. La Melancolía ha
de ir únicamente en el centro. Es un estado transitorio de una alegría a otra.
¿Lo escucha?
-Perfectamente, Doctor Dahl.
-Mire ahora a su alrededor; ¿qué ve?
La bruma comenzaba a disiparse. Sergei Vasilievich, ya no se
encontraba dentro de la Sala de Conciertos; ni siquiera en la consulta del
Doctor Dahl. Estaba en mitad del océano, en un pequeño islote apenas más grande
que sus pies. Le dijo al Doctor lo que veía:
-Alce la mirada. ¿Qué se perfila en el horizonte?
¿No ve una costa rocosa; una tierra hostil a la mirada, pero muy probablemente
acogedora en su interior?
- Sí, es cierto, está ahí al fondo.
-Pues salte del islote, Sergei, y nade, no le importen
las olas, ni el frío; alcance la costa. Escriba ese Concierto, y volverá a ser
quien siempre ha sido. Ya tiene el dolor cogido por la empuñadura; arrójelo
bien lejos para siempre de Usted. ¡Hemos vuelto, y esta vez nos quedaremos allí!
Sergei Rachmaninov, se desprendió del dolor, y lo lanzó al
fondo del mar, donde se hundió sin dejar cicatrices en el agua. Comenzó a nadar
con sus inmensas manos; llegaría a la costa, sí; podía hacerlo, porque, una vez
más, se sentía con fuerzas para ello; y vaya que sí lo haría.
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