La Llama Eterna: Relato XXVII –Wilmaaaa, ábreme la puerta!!!-

Texto extraído del programa de RNE: "Sinfonía de la Mañana", por Martín Llade.

“La hija del molinero cabalga a medianoche sin silla sobre un penco. ¡Oh! Madre. No te hallo en semejante espesura. Tú, por lo menos, te sentaste en la crin.”

Su fina voz hendía como un cuchillito de cálido filo la gelidez que lo envolvía. Hacía tanto frío, que los pensamientos discurrían torpemente por la mente, igual que trozos de hielo a través de una caña. 

Cuando regresaba de la taberna, le gustaba marcar el paso con los zapatos por el empedrado que conducía hasta su hogar. Hasta había dado con sonoridades del cuero contra los adoquines, que conformaban notas musicales; pudiendo improvisar curiosas canciones, como la de la desdeñosa “Julia”, a la que su eterno pretendiente mandaba al infierno, invitando a besarla en cierta región; o la del “Jardinero de los pulgares verdes”. Aquella noche, sin embargo, el suelo estaba recubierto por una capa gélida, a la que no era posible arrancar sonido alguno. Resbaló en un par de ocasiones intentando su juego habitual, y al final tuvo que agarrarse a los salientes de la calle para llegar hasta el portal.

Se había preparado a conciencia para luchar contra las tinieblas y el desdén, contra los malos músicos, y el vino rebajado con nieve. Al igual que Don Quijote, al que había dado voz en una ocasión, distinguía perfectamente a los pérfidos gigantes que trataban de hacerse pasar por molinos. Había puesto bajo grilletes la discordia que amenazase a las hadas y los duendes del bosque, propiciando los esponsales de Oberón y Titania; y más aún, había conjurado a Timón de Atenas, contribuido a la fundación de Roma, alejando a Eneas de Cartago, y dignificado a la raza Británica, forjando Escálibur para el glorioso Monarca. Y cuando no había podido evitar que la muerte cubriera de seda negra el Trono Inglés, al menos pudo proporcionar el consuelo de sus marchas al Pueblo:

“Pobre Reina María, tan joven aún, tan llena de vitalidad y sentimiento.”

No hacía ni un año de su muerte, pero los ojos se le llenaban de lágrimas cuando pensaba en ella. Le gustaba tanto la música de él; casi tanto como a él sus mejillas encarnadas de novia, tras la noche nupcial; unas mejillas que la viruela salpicó obscenamente de dolor. Y si bien las partituras que compuso para sus exequias, no pudieron restituirle la vida; al menos preservarían para los hombres el recuerdo de aquél cuello firme y marmóreo, envuelto en su primoroso collar de rizos castaños.

A todas estas adversidades había hecho frente él, saliendo siempre victorioso; pero había un enemigo contra el que no tenía armas y que aquella noche de noviembre estaba aguardándole, pertrechado en lo alto del balcón de la casa: su adorable, pero en ocasiones temible, esposa Frances.

Tras varias intentonas, tan arduas como la introducción de una espada en una botella, logró que su llave penetrase en el ojo de la cerradura, pero apenas lo hizo medio centímetro y es que había otra llave por dentro, impidiéndole abrir la puerta de la casa.

Frances, cerró el balcón y no volvió a abrir. Henri se hizo un ovillo dentro de su abrigo, y se acomodó lo mejor que pudo junto a la puerta. Hacía frío, pero hacía rato que había dejado de sentirlo. En realidad ya conocía esa sensación, en la famosa escena “What power art Thou”, del Rey Arturo. No era muy distinta a la de su música: una especie de tremor de baja intensidad, un soplo sin intermitencias que discurría por sus tendones y articulaciones para llenar las oquedades de sus huesos, y luego navegar por su sangre, hasta ir aposentándosele en el cerebro. Podía vencerlo con más facilidad que al corazón de su tierna, pero inflexible esposa. ¿No había conjurado antes a las bestias de la Tierra? ¿No había conmovido a los hombres hasta el llanto, y una pena próxima a la muerte con sus sones?

No tenía que ser tan difícil: bastaba con guardar dentro de sí el calor que era capaz de desprender su música, bastaba con permanecer allí unas horas hasta que saliera el Sol, bastaba con no morirse.

Por la mañana, Frances Purcell, abrió la puerta y se encontró con el diablo de su marido petrificado ante su puerta. Lanzó un grito de horror; y, por última vez, le dio la razón: se arrepentiría para siempre de ello; y sin embargo, a Henri no parecía importarle demasiado; a tenor de la sonrisa de satisfacción que el frío esculpiera en su boca, y con la que sería enterrado con honores, como él más grande de los artistas ingleses.

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