La Llama Eterna: Relato XXVI –Al mejor violinista del Mundo-
Texto extraído del programa de RNE: "Sinfonía de la Mañana", por Martín Llade.
Discutían alegremente en una mesa de su Club predilecto,
acerca de si la cadenza de Beethoven
escrita, para la transcripción para piano y orquesta, de su concierto para
violín, debía ser transcrita para su interpretación en el original; cuando un
camarero se les acercó. Les entregó un sobre, y a continuación señaló una mesa
al fondo del salón, desde la que dos jovencitas les contemplaban ensimismadas.
Al percatarse de que su recado había sido entregado, ambas
se echaron a reír, y cuchichearon, una al oído de la otra. Una traviesa
precaución del todo inútil; ya que, desde allí, resultaba imposible escuchar
una palabra de cuanto decían.
-¿Seguro que es de ellas? –quiso saber Elman–.
¿No serán las dos Damas de allá? –señaló a dos respetables ancianitas que
tomaban el té.
Las dos muchachas, en cambio, bebían algo que a juzgar por
el color debía ser un “Sanfrancisco”. El camarero asintió.
Heifetz, impaciente, le pidió que abriese el sobre. Elman
entonces reparó en lo que habían escrito en el exterior de éste:
“Al mejor violinista del Mundo”
-¡Ah! Pero… Es para ti, querido amigo –repuso.
Solían hablar en ruso cuando se encontraban, a fin de poder
realizar comentarios “picantes” en torno a las mujeres que llamaban su
atención; pero ambos hablaban un inglés perfecto, sin ningún tipo de acento,
pues llevaban en Estados Unidos, desde la adolescencia. Aún así, dependiendo de
la ocasión, solían recuperar su antiguo deje ruso, pues sabían que éste podía
hacer enloquecer a sus admiradoras, tanto o más que el más salvaje de los
arpegios; bueno, en realidad hasta lo fingían un poco, porque verdaderamente, Heifetz
era lituano, y Elman de Ucrania, pero
les unía mucho, además de tocar el mismo instrumento, eran judíos los dos.
-De ninguna manera –negó Heifetz – ¿Quién es el
alumno de Sarasate? Tú. Y dado que él fue el mejor violinista del Mundo en su
momento, ese honor te corresponde ahora a ti.
-Por favor… ¿Vas a empezar con esas? –Helmann se
impacientó.
Decidieron llamar al camarero, y pedirle que llevase la
botella más cara de Champagne que tuvieran, a la mesa de las chicas.
Éstas, lanzaron un gritito de delirio, cuando vieron
aparecer la cubeta llena de hielos, con la botella en su interior. Les mandaron
sendos besos por el aire.
Todavía no habían abierto el sobre. Elman insistía en que
fuera Heifetz quien lo hiciera:
-Los dos somos alumnos del viejo Auer –le decía–;
pero tú encima tocas desde los tres años. Yo sólo empecé a los cinco. ¡Bribón!
-Bueno –insistió Heifetz–, pero los dos debutamos
a los once. En realidad aunque nos llevemos diez años, nuestras carreras son
bastante parecidas, y tocamos el mismo repertorio.
Elman miró a las chicas mordiéndose los labios para que su
sonrisa no se desbocase.
-Y ellas son dos también –dio un puñetazo en la
mesa.
-De todos modos Jascha, tú debutaste de niño con
Nyquist.
-Y tú con Auer, Mischa.
-Ya, pero lo que me costó. Decía que se negaba a
dirigir a alguien que seguramente se haría pis encima. Y ¿Sabes qué? Que toqué
para él los “Caprichos” de Paganini, y el se lo hizo encima fue él. Me pidió
perdón de rodillas. Decía que era porque yo era muy bajito, y para que le
escuchase bien; y toqué el concierto de Mendelssohn con su orquesta.
-Bueno, ya está bien –dijo Heifetz –; abrámoslo
los dos a la vez y basta. Este Champagne se va a calentar.
Tomaron el sobre entre las manos, y lo rasgaron a la vez.
Una pequeña nota en papel azul con aroma a lavanda cayó en la mesa.
Elman la leyó, su cara fue un poema; y no precisamente el de Shoshone.
-¡Maldita sea!
-¿Qué dice?
-Querido Frizt.
Heifetz, no sabía si reír o llorar. Las chicas hicieron lo
primero al ver que leían la nota, pero luego sus risas se trocaron en
desconcierto cuando les vieron levantarse, y pedir sus abrigos.
Los dos amigos pagaron la consumición que habían tomado. El
Camarero, muy hábilmente, les preguntó por la botella de Champagne.
-¡Ah…! ¡Sí! –dijo Helmann; que, a juzgar por el
guiño de Heifetz, tuvo la misma idea que éste–
Por favor, cárguela a la cuenta del Señor Frizt Kreisler.
Y dudó, sobre si entregar al Camarero la nota en cuestión,
pero la cogió y la arrugó entre sus dedos; luego la depositó en el cenicero de
la mesa, entre las colillas que habían consumido su velada.
Y se marcharon, dejando a las dos muchachas sumidas en una
expresión de confusa admiración.
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