La Llama Eterna: Relato XXV -Un descafeinado, por favor-
Texto extraído del programa de RNE: "Sinfonía de la Mañana", por Martín Llade.
En medio del Scherzo se escuchó algo que no estaba escrito
en la partitura, el maestro Liszt perdió por unos instantes la concentración;
pero, sus dedos, haciendo honor a la leyenda, apenas tardaron una fracción de
segundo en recuperar su elasticidad habitual, y posarse donde indicaba el
pentagrama.
Sólo un genio de su talla se hubiera podido percatar del
ligerísimo tropezón experimentado como consecuencia de aquél… ¡¿Ronquido?!
A lo largo de su carrera, Liszt había escuchado muchos;
sobre todo en París, donde la peculiar “r” francesa retumbaba con especial irritación
entre los labios entreabiertos de comisuras babeantes. Pero nadie se hubiera
atrevido jamás a insultarle de esa manera en el salón de su propia casa, en Weimar.
Franz Liszt volvió la vista atrás, reteniendo en su memoria la parte del
Scherzo que no podía ver, para que sus manos no perdieran el hilo de la misma.
Nunca había tocado aquella pieza, puesto que era la primera vez que la tenía
ante sus ojos. Y había sido, como acostumbraba, un acto de cortesía hacia un
músico joven y desconocido; aquél que ahora dormitaba, con infantil placidez,
en medio de los presentes.
Remegni, que estaba a su lado, le dio un codazo suave, que
no consiguió el propósito de despertarle; y luego le hundió, sin ningún
miramiento en el costado. El joven resopló molesto y trató de acomodarse en la
silla; en esto, abrió sus ojos rasgados, y se encontró con los del furioso
Liszt, que había abandonado el teclado, y lo observaba ahora “en jarras”.
-Muy bien Señor –le dijo–, Liszt ha tocado para
Usted su propia partitura, y el Pazos, ha sido tan inmenso que se ha
desprendido de la tiranía de la Consciencia.
El joven, se limpió la saliva de los labios con el revés de
la mano. Azorado, miró a su alrededor. Estaba poco acostumbrado a ser el centro
de atención; ni siquiera cuando de niño tocaba el violín en las cervecerías
para mantener a su pobre familia, llegó a ser objeto de tal expectación.
-Yo… –trató de explicarse.
Y fue a contarle al Maestro, que había viajado de noche, sin
apenas descanso; y que estando allí, tan a gusto escuchándole, se había dejado
llevar por la emoción.
-Muy bien –aceptó las disculpas Liszt–. Déjese
ahora llevar hasta la puerta.
Las excusas no sirvieron de nada. Dos criados le
instaron a abandonar el salón. El joven
no opuso resistencia; pero acabaron por empujarle cuando se volvió para
preguntarle al Maestro:
-Oiga; y, ¿qué le ha parecido mi música?
-Higiénica, esa es la palabra –comentó Liszt,
acariciándose su prominente barbilla–; pero nada excitante. Le voy a dar un
consejo: escriba “canciones de cuna”. Tal vez así le vaya mejor.
Así pues, el joven fue expulsado del hogar de Franz Liszt,
donde había sido calurosamente acogido, apenas un par de horas antes.
Dado que ya no contaba con la protección del compositor
húngaro, que sus allegados le habían asegurado que no le costaría obtener,
decidió probar suerte con su segunda opción: Robert Schumann. Le habían dicho
que era un tipo osco y esquivo, que más que hablar balbuceaba; y que era
implacable con los que él llamaba “Filisteos de la Música”. Lleno de dudas,
decidió viajar a Dusseldorf, si pedirle siquiera una cita. A esas alturas, no
tenía nada más que sus juveniles partituras, por lo que tampoco tenía gran cosa
que perder.
En Dusseldorf, fue el propio Schumann, el que le abriera la
puerta. Dado que ambos eran tímidos, el muchacho permaneció casi dos minutos
temblando ante él sin pronunciar palabra, hasta que Schumann se impacientó:
-¿Y bien? –le espetó con un tono que presagiaba
un portazo en las narices.
El joven le mostró sus partituras. Schumann arrugó la nariz al
verlas; pero luego, una vez ojeadas, le dijo lo siguiente:
-Espera aquí.
Y el muchacho permaneció ante la puerta largo rato. En esto,
se puso a llover, pero él no osó entrar. Cuando Schumann regresó, el joven
temblaba de frío y de nervios; con los ojos muy abiertos, inyectados en sangre.
-Éste es el chico –dijo el Compositor a su esposa
Clara–. Quiero que toques ahora mismo esa música. Y tú, ¿qué haces que no
entras?
La puerta se cerró a las espaldas del joven, que no tardó en
verse reconfortado por el calor de aquel hogar. Le prestaron una toalla, y le
hicieron tomar asiento.
Clara tocó la primera de las
dos sonatas que había traído consigo.
-¡Es prodigioso! ¡Sencillamente, prodigioso!
–repitió, una y otra vez; el habitualmente parco Schumann, una vez acabada la
interpretación–. ¿Cómo es que no habíamos oído hablar de ti antes? ¿Eee…?
-Brahms –repuso éste–; Johannes Brahms.
-¡Muy bien! Johannes –Schumann le dio una
palmada–; pero, no te he ofrecido nada. ¿No te apetece un café?
Johannes Brahms, negó educadamente con la cabeza, tratando
dominar el temblor que brotaba de su tronco; cimbreando, una y otra vez, sus
extremidades. Y, es que, en previsión de que no volviera a sucederle lo mismo,
había tomado la precaución, de beberse una docena de cafés antes de llamar a la
puerta de Robert Schumann.
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