La Llama Eterna: Relato XXIII –La Gran Verdad–
Texto extraído del programa de RNE: "Sinfonía de la Mañana", por Martín Llade.
Le habían dicho que la operación era arriesgada para su
edad, así que decidió poner en orden sus asuntos. Caroline Alice, trató de
alejar aquellas ideas de su mente; pero, cuando intentaba animarle con palabras
de aliento, él la miraba con la misma expresión con la que escuchase los
cañonazos, más allá del Canal durante los días de la guerra. En el fondo,
Caroline sabía que ahora que ésta había acabado, él se sentía fuera de lugar.
Su música ya no causaba el interés que antes. Sus amigos se habían marchado ya;
y quienes se acercaban a verle, no dejaban de considerarle una suerte de
reliquia, de cuya amistad presumir, más en ciertos Pubs, que en los mentideros
musicales de Londres. En realidad, ahora que la hija de ambos se había
consagrado a su vida de casada, sólo le quedaba ella.
La tarde antes de la operación él le tocó al piano su “Canción de la Noche”; a lo que Caroline,
hubiera preferido que le tocase la de “La Mañana”. Antes de entrar a la sala de
operaciones, la abrazó sin fuerza; como si temiera que le fuera imposible
arrancarla de sus brazos. Los médicos trataron de animarle; pero, ni ellos
mismos, se mostraban seguros de lo que iba a suceder allí.
A la mañana siguiente, Elgar emergió de entre las brumas de
un sueño tan apacible, que acaso no le hubiese importado que fuera el último;
pero, cuando se vio en aquella habitación impregnada de éter y lágrimas de
alivio de Caroline, levantó su mano derecha y contrajo los dedos, como
pellizcando el aire: quería una pluma y papel. Un escalofrío le recorría los
sentidos y era preciso fijarlo a la materia, igual que la mariposa a la cajita
entomológica, antes de que se disipase a la velocidad del dolor último.
Era un tema que, de puro renqueante, parecía deshacerse nota
a nota.
-¡Qué hermoso es! –afirmó Caroline; aunque no se
sintió sincera al decirlo; más bien, le daba miedo.
Sería éste el tema de arranque para su concierto de
violonchelo.
Una vez repuesto, Elgar volvió a abrir su cabaña de
Bringwheels, a la cual creyó que nunca regresaría, y decidió escribir la
partitura allí. Al sentarse en su silla de trabajo, un frío mortecino le subió
de las caderas hasta la nuca; como preguntándole: ¿qué hacía todavía por allí?
Su respuesta fueron aquellos cuatro movimientos: dolor, impotencia,
resistencia, mar bravía, gloria, resignación, angustia, nada. Todos estos
términos, previamente trasmutados en compases, iban insertándose como cuentas
de un collar en aquella música que se había traído consigo de las tinieblas.
Aunque el viejo Elgar ya distaba mucho de llamar la
atención, el respeto a logros pasados, le abrió como siempre las puertas a los
grandes auditorios. Albert Couch, se comprometió a representar el concierto, en
una velada con la Sinfónica de Londres, en la que también dirigía obras suyas.
Al final de la interpretación, los pocos aplausos que ésta arrancó, resonaron
en el corazón de Caroline, con la misma furia destructiva que los obuses
alemanes. Elgar, sentado a su lado, no dijo nada; de echo, afirmó sentirse
cansado –¿No podrían irse a casa? Al levantarse hubo algunos aplausos más de
respeto a quien fuese una vez una Gloria. Aquello resultó todavía más
insultante que el más impenetrable de los silencios.
Al día siguiente, los periódicos al parecer hartos de la
resaca de la posguerra, decidieron hacer énfasis en otras noticias de menos
trascendencia, como por ejemplo: en la enésima constatación de que Elgar ya no
era capaz de inducir a las masas, si no a la tristeza y el bostezo. “– Su
estilo actual, oscurece triunfos pasados, como el de la Primera Sinfonía
–escribió un crítico–. Quizá sería hora de que admitiese al fin que es momento
de dar paso a las nuevas generaciones”.
Caroline, indignada, quiso hablar con el solista, Félix Salmon.
El violonchelista, con lágrimas en los ojos, reconoció que la obra no se había
ensayado apenas, y que Coach, había dedicado todas sus energías y atención a sus
propias fanfarrias; que, por cierto, sí lograron entusiasmar al respetable.
La esposa de Elgar, ya abiertamente indignada, obligó a su
esposo a ponerse su abrigo y tomaron un taxi a Londres. Coach les recibió de
mala gana, y admitió con la boca pequeña, que sí, que había mirado el concierto
una vez por encima.
-Es una obra muy sencillita –dijo.
No requería de muchos misterios. Luego, miró a Eduard que
permanecía en silencio sentado en un rincón.
-Maestro, hay que saber aceptar los triunfos
igual que las derrotas. No siempre se puede saber lo que el público puede
querer.
-Un día lo entenderán –repuso él
enigmáticamente–; igual que lo he entendido yo.
Caroline le tomó del brazo y se fueron. En el viaje de
vuelta, le dijo:
-Es una obra maravillosa –le insistió; aunque, en
el fondo, ni ella misma estuviera convencida del todo.
- ¿Qué haría sin ti? –le dijo Eduard, con la misma
ternura que treinta años atrás, cuando le declaró su amor; aún sabiendo que ella,
de familia aristocrática, no estaba a su altura.
Y Caroline Alice, lo había abandonado todo por aquél oscuro
músico, para colmo católico y pobre.
Alice murió seis meses después; durante el servicio fúnebre,
Eduard volvió a sentir con fuerza el tema maldito, souvenir del averno… que su
mente se había traído al Mundo de los Vivos, como un jeroglífico que sólo
pudiera desencriptarse en el momento de la Gran Verdad.
¿Lo ves Alice? –juraron sus allegados que le
escucharon decir, al arrojar el puñado de tierra sobre el féretro–; ahora tú lo
entiendes también.
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