La Llama Eterna: Relato XX –El Perfume de las Magnolias-

Texto extraído del programa de RNE "Sinfonía de la Mañana", por Martín Llade.

Tarde de primavera pintada en violeta y jazmín sobre lienzos de esparragueras. Encontró a la pequeña Dolly vestida de azucena ante un circulito de guijarros en un recodo del hermoso jardín de los Bardac. La tarde iba diluyéndose, como un terrón de azúcar rosado en la infinita taza de té del firmamento. Los voluminosos dientes de Dolly enfatizaban la alegría de su carita de muñeca “Kammer & Reinhart”, a la par que sus ojillos de tonalidad menta proyectaban una acuosa serenidad sobre cuanto la rodeaba. Un angelito sin alas, con bucles de orquídea silvestre.

Le explicó que era su jardín particular, en el que nadie podía entrar; ni siquiera él.

Había plantado, malamente, algunos lirios arrancados de otro lugar, una ramita de cerezo, y una crucecita hecha con mondadientes.

Las mejillas le refulgían como carboncillos de invierno.

“Miau” era como ella llamaba a su hermano; una contracción, ingeniosamente infantil, de Monsieur Raúl.

El tío Gabriel encontró a Emma vocalizando junto a su atril, en la pequeña cabaña construida en el jardín para esparcimiento de los niños. Emma, falló una nota al verle, y luego retomó el hilo de su ejercicio vocal con una sonrisa. Una vez acabado, se acercó a él y le tomó de las manos.

Emma reparó entonces en las partituras que él traía consigo, y estiró la mano para cogérselas; a su vez, él quiso abrazarle la cintura. Emma lo apartó con una elegancia digna de “prima ballerina”, y luego se refugió tras una pequeña mesita para el té.

Y recordó, una vez más, aquel día maldito en que decidiera tomar esposa, extrayendo al azar un papelito arrugado de un sombrero, entre tres nombres. Se había acabado casando con Marie, la hija del escultor Fremiet; y una horrible maniática de la limpieza. Su delirio, llegaba al extremo de bañar a los dos hijos de ambos cada vez que volvían de la calle, y a fregar la casa una docena de veces al día; limpiando incluso hasta los mecanismos de los relojes. Ahora vivían puerta con puerta, comunicándose únicamente por carta. Maldita fuera ella, y maldito aquél…

Gabriel Fauré, soltó la mano de Emma Bardac, que tenía cogida por debajo de la mesita, y meneó la cabeza con agradecimiento. Lo tomó y se lo puso de medio lado en la cabeza, y empezó a imitar el andar oscilante de un borracho. Ambas estallaron en risas.

Y se sentó al piano tocando la cuarta pieza del álbum. Dolly se aferró a los índices del músico, y comenzó a bailar aquel vals, al que pronto se sumó la perrita Kitty, una caniche que precisamente era quien daba nombre a la pieza.

Fuera, la tarde ya era historia. El Mundo se deslizaba por esquina de la noche, como el pañuelo multicolor que regresa a su escondite en la manga de un ilusionista.

Vendrían muchas primaveras, los árboles perderían sus hojas y los crucifijos no estaría hechos ya de mondadientes; y aquella niña dejaría de ser niña, y su inocencia del color del crepúsculo perdido, sería un recuerdo más en la memoria de los que una vez la conocieron. Y todos ellos desaparecerían con la evanescencia del “diente de león” al soplido de la infancia. Pero nadie podría robarle a Gabriel Fauré aquella tarde, mecida al viento de las campánulas.

Siempre había deseado tener una niña y una mujer como aquellas; un jardín en el que siempre fuera abril; y hasta un caniche nervioso, mordisqueándole las perneras de los pantalones. Y gracias a aquel pequeño álbum de piezas infantiles, todo aquello sería para él para siempre, aunque se marchase luego por donde había venido para no regresar jamás; y otros músicos, acaso más apuestos, y mejores compositores que él, amasen a Emma Bardac.

El vals acabó, pero el entusiasmo de Dolly era tan inagotable como el perfume de las magnolias.

-Ven, tío Gabriel –le dijo risueña–. Vamos a dormir a mi muñeca

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