La Llama Eterna: Relato XX –El Perfume de las Magnolias-
Texto extraído del programa de RNE "Sinfonía de la Mañana", por Martín Llade.
Tarde de primavera pintada en violeta y jazmín sobre lienzos
de esparragueras. Encontró a la pequeña Dolly vestida de azucena ante un
circulito de guijarros en un recodo del hermoso jardín de los Bardac. La tarde
iba diluyéndose, como un terrón de azúcar rosado en la infinita taza de té del
firmamento. Los voluminosos dientes de Dolly enfatizaban la alegría de su
carita de muñeca “Kammer & Reinhart”,
a la par que sus ojillos de tonalidad menta proyectaban una acuosa serenidad
sobre cuanto la rodeaba. Un angelito sin alas, con bucles de orquídea
silvestre.
-¿Qué
tenemos aquí? –le preguntó él.
- ¡Tío Gabriel! –exclamó ella, muy alegre.
Le explicó que era su jardín particular, en el que nadie
podía entrar; ni siquiera él.
Había plantado, malamente, algunos lirios arrancados de otro
lugar, una ramita de cerezo, y una crucecita hecha con mondadientes.
-Aquí está enterrado mi canario Di-Di –repuso con
un hilillo triste de voz.
Las mejillas le refulgían como carboncillos de invierno.
- ¡Vaya! –exclamó él– Descanse en paz.
- Si has venido a ver a Miau, no está –repuso
ella–. Se ha ido con papá a la ciudad.
“Miau” era como ella llamaba a su hermano; una contracción,
ingeniosamente infantil, de Monsieur Raúl.
-¿Y tu madre?
- Mamá está en la caseta del jardín.
El tío Gabriel encontró a Emma vocalizando junto a su atril,
en la pequeña cabaña construida en el jardín para esparcimiento de los niños.
Emma, falló una nota al verle, y luego retomó el hilo de su ejercicio vocal con
una sonrisa. Una vez acabado, se acercó a él y le tomó de las manos.
-Querido Gabriel, ¿qué haces aquí? No tocaba
clase con Raúl. Está con mi marido. Han ido a comprar un piano nuevo.
-Vaya –repuso él, fingiendo malamente sorpresa–. Entonces
he perdido la tarde viniendo hasta aquí.
-No seas tonto –Emma le invitó a sentarse junto
al atril, sin soltarle la mano–. Eres un temerario.
-¡Claude Debussy! –exclamó el con cierta
perplejidad, ojeando la partitura–. O sea que, ahora me eres infiel.
-¿Es que no te gusta su música? –repuso ella–.
Pues algunas de sus piezas para piano me las descubriste tú.
-No; si su música está bien, pese las audacias
por las que le ha dado últimamente –reflexionó. No era eso lo que le
preocupaba.
Emma reparó entonces en las partituras que él traía consigo,
y estiró la mano para cogérselas; a su vez, él quiso abrazarle la cintura. Emma
lo apartó con una elegancia digna de “prima
ballerina”, y luego se refugió tras una pequeña mesita para el té.
-¡Sweet
Dolly! –dijo, iluminándosele el rostro. Sus mejillas encarnadas, eran la
hoguera de la que brotasen las dos llamitas que palpitaban permanentemente en
el rostro de su hija–. ¡Qué bonito! Le hará mucha ilusión.
-Vosotras sois mi vida, porque la otra es un
infierno –repuso Gabriel.
Y recordó, una vez más, aquel día maldito en que decidiera
tomar esposa, extrayendo al azar un papelito arrugado de un sombrero, entre
tres nombres. Se había acabado casando con Marie, la hija del escultor Fremiet;
y una horrible maniática de la limpieza. Su delirio, llegaba al extremo de
bañar a los dos hijos de ambos cada vez que volvían de la calle, y a fregar la
casa una docena de veces al día; limpiando incluso hasta los mecanismos de los
relojes. Ahora vivían puerta con puerta, comunicándose únicamente por carta.
Maldita fuera ella, y maldito aquél…
-Tu sombrero, tío Gabriel –dijo Dolly, asomando
la cabecita por la puerta de la cabaña. Se le había caído, precisamente, dentro
de su jardín privado.
Gabriel Fauré, soltó la mano de Emma Bardac, que tenía
cogida por debajo de la mesita, y meneó la cabeza con agradecimiento. Lo tomó y
se lo puso de medio lado en la cabeza, y empezó a imitar el andar oscilante de
un borracho. Ambas estallaron en risas.
-Mira –dijo Emma a la niña–; qué sorpresa te ha
traído.
Y se sentó al piano tocando la cuarta pieza del álbum. Dolly
se aferró a los índices del músico, y comenzó a bailar aquel vals, al que
pronto se sumó la perrita Kitty, una caniche que precisamente era quien daba
nombre a la pieza.
Fuera, la tarde ya era historia. El Mundo se deslizaba por
esquina de la noche, como el pañuelo multicolor que regresa a su escondite en
la manga de un ilusionista.
Vendrían muchas primaveras, los árboles perderían sus hojas
y los crucifijos no estaría hechos ya de mondadientes; y aquella niña dejaría
de ser niña, y su inocencia del color del crepúsculo perdido, sería un recuerdo
más en la memoria de los que una vez la conocieron. Y todos ellos
desaparecerían con la evanescencia del “diente de león” al soplido de la
infancia. Pero nadie podría robarle a Gabriel Fauré aquella tarde, mecida al
viento de las campánulas.
Siempre había deseado tener una niña y una mujer como aquellas;
un jardín en el que siempre fuera abril; y hasta un caniche nervioso,
mordisqueándole las perneras de los pantalones. Y gracias a aquel pequeño álbum
de piezas infantiles, todo aquello sería para él para siempre, aunque se
marchase luego por donde había venido para no regresar jamás; y otros músicos,
acaso más apuestos, y mejores compositores que él, amasen a Emma Bardac.
El vals acabó, pero el entusiasmo de Dolly era tan inagotable
como el perfume de las magnolias.
-Ven, tío Gabriel –le dijo risueña–. Vamos a dormir
a mi muñeca
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