La Llama Eterna: Relato XVII –Deja que vuelva al infierno–
Texto extraído del programa de RNE "Sinfonía de la Mañana", por Martín Llade.
Estaban cumpliéndose las sentencias por los crímenes de Mathaussen-Gusen,
y el teniente Spolding fue puesto al frente de un curioso cometido: revisar las
últimas peticiones de los condenados y satisfacerlas en la medida de lo
posible, siempre teniendo en cuenta que ello no habían ofrecido esta
posibilidad a ninguna de sus víctimas.
Cuando ojeó el folio escrito con minuciosa caligrafía médica
del Eduard Krebsbach, Spalding reparó con cierta perplejidad en un nombre que
le resultó familiar de su grata estancia por el conservatorio: Franz Schubert.
Aquel monstruo pedía escuchar música del gran compositor austriaco después de
la que sería su última cena. Lo comentó con el teniente Epstein, que cómo venía
siendo habitual en el proceso le respondió con un:
-Deja que se vaya derechito al infierno.
Pero Spalding le preguntó si sería posible encontrar aquella
música. Epstein pareció estar a punto de mandarle al infierno también a él,
pero le sugirió que se dirigiera a un gran hangar en las afueras de Langsberg,
donde había almacenado las pertenencias de muchos de los ahora ilustres
huéspedes de la prisión.
Spalding se pasó por allí aquella misma tarde y encontró en
efecto una gran cantidad de discos, muchos de ellos hechos pedazos, pues habían
sido sacados de entre los escombros; pero al fin dio con algo que juzgó de lo
más interesante.
Llegó al fin la última noche de aquél al que llamaban:
“doctor inyección”, inspector de epidemias de: Letonia, Lituania y Estonia.
Krebsbach cenó un codillo alsaciano regado de cerveza y de
postre un pedazo de tarta Saja. Invitó a Spalding a brindar con él, pero este
le dijo:
-Soy abstemio. Como su Führer –a lo que el médico
no dijo nada.
Después Spalding introdujo el gramófono en la celda, y dejó
que el aguja trazara con parsimonia los surcos del disco; que, pese a estar aún
manchado de polvo, no sonó mal.
-¿Es esto lo que usted quería? ¿No? –inquirió.
Los ojos de Krebsbach se iluminaron.
-¡Qué maravilla! Es “Sueño de Primavera”, del “Viaje
de Invierno” –repuso–. ¿Lo conoce Usted?
Spalding negó con la cabeza.
-El protagonista sueña con la primavera en medio
del más crudo invierno de su alma –repuso el nazi, y comenzó a canturrear a la
par que el tenor de la grabación–: “Soñé
con las alegres flores que brotan en mayo. Soñé con verdes prados y el canto
alegre de las aves. Y al cantar los gallos, mis ojos se abrieron. Hacía frío; estaba
oscuro y los cuervos graznaban desde el tejado. Pero, ¿quién pintó esas hojas
en el cristal de la ventana? Quizá os burlasteis del soñador que vio hojas en
invierno”.
La melodía se interrumpía abruptamente cuando el narrador
salía de su ensueño para enfrentarse a la crudeza invernal.
-“Vuelvo a
cerrar los ojos. Mi corazón sigue latiendo” –concluyó la canción–. “Hojas, ¿cuándo reverdeceréis. Amor, ¿cuándo
volveré a abrazarte?”.
Las lágrimas que no arrancaron sus novecientos presos
inyectados con benceno en el corazón, brotaron de los ojos de aquél hombre con
aquella pequeña canción.
Spalding prefirió no verlas, y bajó la vista unos segundos.
-¡Qué hermosa interpretación! –comentó finalmente
Krebsbach–. ¿Quién era? Me sonaba muy familiar.
Spalding dijo entonces su nombre, cuidándose mucho de
esbozar la sonrisa que pugnaba por brotar de sus labios.
- Richard Tauber. Un gran tenor austriaco. ¿Lo
conoce usted?
La mirada humedecida del médico se endureció. Y al igual que
Pedro antes de cantar el gallo, repuso de forma mecánica:
-No conozco a ese hombre.
-Ah. ¿No? –repuso Spolding–; qué raro, tenía
entendido que era famoso en todo el mundo.
-No en Alemania –replicó el condenado.
-Es judío; ¿sabe usted?
Spalding lo miró fijamente cruzando los brazos. ¿Cómo no iba
a saberlo? Ellos lo habían echado de su país. Ahora triunfaba en Broadway.
Allí, en aquella pequeña celda, Krebsbach ya no era aquella
siniestra figura con fusta, bota y monóculos; eligiendo entre fila y fila,
quienes debían morir en el acto, o un tiempo después. No, no era si no un
alfeñique escuálido y amarillento; que, finalmente, se encogió de hombros, y
repuso:
-Bueno, pues si es así, habrá comprobado cómo la
música de Schubert es capaz de purificarlo todo; hasta lo más infecto.
Spalding recogió los restos de la cena y ya fue a retirarse
cuando sintió la voz del nazi a sus espaldas:
-Por cierto, estupenda cena. Espero que no fuese kosher también.
Eduard Krebsbach fue colgado a la mañana siguiente.
No se arrepintió y pronunció el saludo nazi antes de morir. Pero Spalding, que
se llevó el disco consigo a América, y lo escuchaba en las tardes en que lo
asediaban las imágenes de los horrores vistos en Europa, no dejó nunca de
preguntarse: si Richard Tauber no habría logrado purificar a Krebsbach siquiera
en los últimos instantes de su miserable existencia.
Comentarios