La Llama Eterna: Relato XV –Te seguiré hasta el mismísimo infierno–
Texto extraído de programa de RNE: Sinfonía de la Mañana (por Martín Llade)
Quedaron en el lujoso piso en el que él residía ahora en
Londres. Sophia estaba impaciente, como en todas las reconciliaciones que
tenían lugar entre ambos. Daba igual que se castigaran mutuamente,
interponiendo entre ellos a terceras, incluso a cuartas personas, porque
siempre acababan volviendo el uno al otro.
Estos reencuentros habían tenido lugar en toda Europa,
convirtiéndose cada uno de sus países en una mera casilla del tablero de juego
que era su amor. Al fin y al cabo, ella era Sophia, la esposa de Jean Dussek,
una leyenda viva, envidiado por los hombres y admirado por las mujeres hasta la
locura. Pero ella misma tampoco le iba a la zaga, de hecho, la última
separación se había debido a que se escapó con un fabricante de pianos. Jean,
como siempre, no tardó en encontrar consuelo en otra artista con la que llevaba
un tiempo instalado en Londres. Pero, como era natural en él, había acabado de
cansarse de ésta última, y le remitió una carta en la que, a falta de palabras,
escribió una sencilla melodía, era la clave establecida entre ambos para
perdonarse y volver, siempre lo habían hecho así.
Para su sorpresa, Jean no salió a recibirla con lo brazos
abiertos como en otras ocasiones; en su lugar la invitó a subir, y le pidió que
esperase un poco en el salón. Desde allí, escuchó unas notas lamentosas al arpa
procedentes del balcón en el que Jean instalase presumiblemente este
instrumento.
Como pasaba el tiempo y no llegaba, decidió ir a buscarle,
sin importarle lo que dijera aquél criado inglés. Al fin y al cabo, era la
Señora Dussek. Encontró a su esposo taciturno y despeinado examinando con
pronunciadas ojeras la partitura a la que pertenecían aquellas notas. Cuando la
vio, trató de sonreír torpemente; no se levantó siquiera a darle un abrazo.
-Pues menudo recibimiento –le espetó–. Si quieres
me voy.
-No, querida mía. Siéntate, por favor.
Pidió té para ambos. Sophia se sorprendió por su aspecto
desmejorado.
-Pensaba que eras feliz –le dijo.
-Ya sabes que sin ti es imposible; al menos
durante un tiempo prolongado –fue su respuesta.
Al fin y al cabo, ¿no le había enviado la melodía de la
reconciliación?
- Entonces, ya te has cansado de tu muñequita.
¿Cómo se llamaba? ¿Anne Marie?
-¿Y tú de tu fabricante de pianos? –se defendió
él.
Ahí estuvo por irse. Eso no entraba dentro de las reglas de
sus reencuentros. Como decía un viejo refrán checo: “al que recordase el
pasado, que le sacasen los ojos”.
Le daban ganas de arañarle el rostro, pero se contuvo. Jean,
a falta de palabras, retomó su pieza de arpa. Era un adagio, en absoluto
triste, pero que pasado por el tamiz de sus dedos, sonaba deprimente.
-¿Y eso? No es tu estilo de siempre.
-Es que no es mío –confesó él–. Es de Krumpholz.
A ella no le constó identificar ese nombre. El bueno de Jean
Baptiste, admirador de Jean, excelente arpista él también, y esposo de Anne
Marie.
-¡ Krumpholz! ¡Qué poético! –afirmó–. Tocar la
música del hombre al que su mujer abandonó por ti. Bueno, ahora que se la vas a
devolver, supongo que escribirá cosas más alegres.
Jean, tragó saliva, y le entregó una carta arrugada.
- Lo dudo bastante –dijo–, me acabo de enterar de
que está muerto.
¿Cómo era posible? Sophia leyó la carta. La remitía un amigo
común de París. Al parecer, Jean Baptiste Krumpholz, al que Anne Marie dejara
compuesto y con tres hijos, incapaz de soportar el dolor de su abandono, se
había arrojado al Sena. Ella no lo sabía aún.
-¿Y qué vas ha hacer? Quiso Sophia.
Jean razonó que su obligación era comunicárselo; en
realidad, ya se había citado con ella esa misma tarde para anunciarle que
rompía; pero ¿quién podía imaginar una circunstancia semejante?
-¡Tengo que hacerlo! ¡Tengo que hacerlo! –se
repitió con la voz entrecortada; no muy lejos del sollozo.
Sophia miró al hombre al que amaba con locura, a excepción
de las épocas en que lo odiaba con igual intensidad. Ahora no podía si no
experimentar lo primero, más que nunca. Le puso una mano sobre el hombro.
-Vamos a decírselo. Yo te acompaño.
Jean Ladislav Dussek, se puso su abrigo y salió a la calle
con su esposa Sophia. Hacía frío en Londres. Tomaron un carruaje. Él no habló
durante todo el trayecto, a excepción de un momento en que le dijo:
-¿Crees que iré al infierno, Sophia?
A lo que ella le replicó tomándole de la mano, con los ojos
rebosantes de un alegre dolor:
-Puede; pero, en ese caso, tendré que esforzarme
en ser terriblemente mala.
-¿Por qué?
-Para que podamos ir juntos los dos.
Comentarios