La Llama Eterna: Relato IX –El Maestro–
(Transcripción del programa de RNE Sinfonía de la Mañana por Martín Llade)
El maestro preguntó a uno de ellos qué eran aquellos
papeles. Se aproximaba una tormenta. Pobre del desgraciado. Éste repuso
entonces:
-Una cosa que ha traído Grieg.
Edvar miró entonces el cajón de su pupitre, ¡la partitura!
¿Cómo se la habían quitado sin que se dieran cuenta? El maestro la tomó entre
sus manos y, ajustándose los anteojos, la leyó con el ceño fruncido.
“Variaciones sobre una canción alemana Opus 1 de Edvar Grieg”.
Lo buscó entonces, como siempre, en la última fila; el último de todos.
-¿Lo has hecho tú?
Se encogió y admitió que sí. En ese momento entró el
Director del colegio al aula a coger un mapa, el maestro le enseñó las
variaciones.
-¿Ha visto Señor Director? –le preguntó–.
Teníamos un Beethoven aquí todo el tiempo, y nosotros sin darnos cuenta.
El Director ojeó entonces la partitura con desconcierto, y
acabó sonriendo, para no quedar en evidencia, pues era obvio que no tenía ni
idea de música. Luego se acercó a él y le dio una cariñosa palmada en la
mejilla.
-Está bien, muchacho, que por fin hagas algo de
provecho. Me alegro.
Una vez se hubo marchado, el maestro se acercó a él, también
con una obsequiosa sonrisa.
-Bueno, a partir de ahora supongo que habrá que
llamarte “Maestro”, ¿no? ¿O prefieres Eminencia? –y le agarró salvajemente de
la melena rubia, lo levantó del pupitre, y de un golpe seco, dio con su nuca en
la pared–. ¡Vago asqueroso! –rugió el maestro–. Abre la boca, ¡ábrela! Y ahora
cómete tu obra maestra ¿A qué sabe la gloria?
Una vez consumada la humillación, entre risas de sus
compañeros, lo echó al pasillo cerrando la puerta del aula de un portazo.
-Este
pobre idiota no será nunca nada en la vida. Mejor le hubiera valido traerse el
libro de alemán que esas estupideces.
Al llegar a casa, la cara de Edvar era un poema. A su madre
no le hizo falta preguntarle nada, pues se deshizo inmediatamente en llanto.
Ella ya le había advertido que no llevase la partitura al colegio, pues nadie
sería capaz de advertir allí su valor. Decidida, la madre se puso su abrigo y
se dispuso a salir
-No vayas a hablar con ellos –rogó el adolescente–.
Las cosas se pondrán mucho peor.
Y, sin embargo, ella se fue; pero, al cabo de una hora,
regresó con alguien que él conocía de vista, una celebridad local; el
violinista Ole Bull. Su padre, siempre le había dicho que habían sido
compañeros de colegio. Ojala él hubiera tenido compañeros así.
Lo que menos se esperaba era que se presentase allí con su
violín. Bull le pasó la mano por los cabellos con mucho más mimo de lo que
hiciera el Maestro.
-Tu madre me ha contado lo que te ha pasado. Lo
siento –le dijo–. Me hubiera encantado escuchar tus variaciones.
Él repuso, que si quería, podía tocárselas de memoria al
piano. Bull afirmó que sería un inmenso placer. Entraron a la casa; y, tras las
vacilaciones iniciales, Edvar pudo reconstruir la partitura perdida con sus
dedos. Ahora que la escuchaba así, interpretada ante un gran músico, le parecía
insulsa y repetitiva; pero éste aplaudió con entusiasmo. Luego, miró por la
ventana, todavía no se había puesto el Sol. Le invitó a dar un paseo juntos.
Tomaron un coche que les dejó en el monte Fløyen, desde
donde podían admirarse las siete montañas de Bergen.
-¿Cuáles son sus compositores de referencia?
–quiso saber Edvar.
Bull, señaló el paisaje, a la par que sacaba el violín del
estuche.
-Esas montañas, el cielo, el fiordo de los sueños.
Esos son mis maestros. Yo no toco, si no la música que ellos me dictan.
Y el Maestro comenzó a tocar con su instrumento las
variaciones perdidas de Edvar. Iba cayendo la tarde, y el viento comenzó a
ulular, sacudiendo como dientes de león las copas de los árboles.
-¿Lo oyes? –le dijo Bull–. ¿Qué te dice a ti? No
lo escuches con los oídos, sólo con el alma.
Y el muchacho oyó que el viento susurraba: “nunca serás
nada. Nunca serás nada”. Lo que le descorazonó. Pero después, seducido por la
música que él mismo había escrito y que tan hermosa parecía tocada, ya no por
Ole Bull, si no por el mar y los fiordos, en los que su melodía se perdía
multiplicada por sí misma; dejó de escuchar de escuchar con los oídos.
Las palabras del viento, se las llevó el viento mismo; ahora
sólo quedaba un silencio de hojas secas y crisálidas de libélula, que él
tendría que llenar. Y se sentía capaz de hacerlo, aunque le llevase la vida
entera.
Decidido; sería alguien.
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