La Llama Eterna: Relato VII -¡Qué morro!-
Fuente: RNE Transcripción literal de Sinfonía de la Mañana (Martín Llade)
No todos los días un músico tenía el honor de ser agasajado
por la mismísima reina de Inglaterra, ni tampoco todos los días una reina tenía
ante sí al gran Félix Mendelssohn, héroe musical en aquel país que se
encontraba apurando sus últimos momentos en suelo inglés, antes de embarcarse
para el Continente. La última reunión entre Victoria, el Príncipe Alberto y el
músico, tuvo lugar en el Palacio de Buckingham, dónde ella quiso interpretar
alguna canción inédita que él hubiese escrito recientemente. El músico se
disculpó porque todas sus partituras estaban ya embaladas de camino al barco.
-No importa –repuso ella–, tengo aquí el álbum
vuestro de canciones que más me gusta, el Opus 8. Interpretaré algo de él. ¿Qué
os parece ésta, que es mi favorita? ¿Necesitáis la partitura?
Era “Zenner, und Zenner”, la tercera de las canciones sobre
un poema de Grillparzer.
Empalideció ligeramente cuando leyó el título. No, no
necesitaba la partitura, porque se la sabía de memoria, como todo. A excepción
de un pequeño tropiezo a mitad de la canción, la reina Victoria la interpretó
bastante bien. Quizá fuera la más diestra amateur a la que tuviera la
oportunidad de escuchar.
Una vez acabada la canción, Victoria se secó una traviesa
lágrima junto a la comisura de los labios, y le tomó del brazo conmovida.
-Maestro –le dijo–, qué grande sois. Es lo más
hermoso que habéis compuesto. Nunca me cansaré de ella.
Ahí ya no pudo más él; retiró suavemente la mano de la
Soberana de su brazo como si no se creyera merecedor de aquella caricia.
-Cierto –repuso con gran embarazo–, pero hay algo
que deberíais saber. Esa canción no la he escrito exactamente yo, es… de mi
hermana.
Los ojillos de la reina Victoria se almendraron de
estupefacción.
- ¡Ah! ¿Sí?¿Y quién es vuestra hermana? –quiso
saber.
Él le hubiera respondido que, lógicamente, la hija de su
padre y de su madre, pero acaso aquello hubiera sonado a impertinencia. La
Reina ojeó la partitura:
-Pero… Si aquí pone F Méndelssohn –insistió.
-Se llama Fanny –explicó él.
Y le alegró que le coincidencia de iniciales le dispensase
de explicar que, en su momento, el padre de ambos insistiera en que las
canciones de ambos fueran publicadas sólo a nombre de Félix.
-No te harán caso, Fanny –le decía –y, además,
sería algo embarazoso para la familia. Tenemos una reputación que conservar
entre los clientes del banco. No podemos dar la imagen de una familia de
saltimbanquis, ni de promiscuos. Ya sabes cual es tu lugar. Las canciones son
muy bonitas, pero, si quieres que de veras vean la luz, deja que aparezcan como
obras de tu hermano.
Y él, Félix, lejos de oponerse, había aceptado. De hecho,
ahora que lo pensaba, quizá la idea inicial de aquel engaño fuera suya.
Ahora no podía recordarlo, sólo era capaz de evocar el
rostro contrariado de su hermana, los labios fruncidos, y sus delicadas
mejillas encarnadas, mientras su mirada, en otras ocasiones soñadora, se
endurecía como el vidrio para no dejar escapar el llanto.
Lo habían hecho “por su bien”, igual que no permitirle
seguir sus estudios de música. ¿Quién la hubiera querido por esposa entonces?
Con una George Sand fumando puros y llevando pantalones, ya tenía bastante el
mundo. A cambio la habían casado con el buenazo de Willem Hensen, aquel
sensible pintor que adoraba sus composiciones. De hecho, según parece, las
interpretaban en la casa en la que el matrimonio vivía ahora en Italia, y con
ellas obsequiaban a su círculo de amistades a la hora del té.
Al menos Fanny –se dijo él–, se había ahorrado aquella vida
agotadora de músico errante que llevaba Félix, sin pelear con las orquestas, ni
con los mozos de carga, ni con los editores avariciosos.
¿Debía escribirle contándole el divertido incidente con la
Reina? Acaso se sintiera alagada; aunque, mejor no –decidió–. Puede que abriera
viejas heridas, y no le provocase, si no amargura.
La reina Victoria decidió entonces que interpretasen otra
canción del Opus 8; por ejemplo, Das Heinbeck, que también le encantaba.
¡Oh Dios! Se maldijo él.
-¿Os importaría cantar otra? –le dijo a su
Majestad–; por ejemplo, Romance; es que Das Heinbeck también es de mi hermana.
-De acuerdo –respondió la Soberana, un tanto
desconcertada,
Y cantó el Romance, todavía mejor que la canción anterior;
pero, cuando acabó, se acercó a Mendelssohn, y con aquella discreción que en
ella resultaba tan exquisita, le preguntó a media voz:
-Decidme, ¿Y esa maravillosa sinfonía italiana
vuestra, la compuso vuestra hermana también?
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