La Llama Eterna: Relato VI -Nuestra pasión fluyendo por las venas de otros-
Fuente: RNE Sinfonía de la Mañana (Martin Llade)
Como caída del cielo, con alas de tafetán negro, había surgido ella en el momento en el que él más la necesitase.
Como caída del cielo, con alas de tafetán negro, había surgido ella en el momento en el que él más la necesitase.
-Escriba Usted sus maravillosas obras, y no se
preocupe por el resto, que eso será cosa mía –le escribió.
A partir de ese momento, su posición quedó asegurada. Cada
año podía dedicarse a componer la música que le dictaba el corazón, sin
cortapisa alguna, y todo gracias a ella. Sólo le impuso una condición: “bajo
ningún concepto, debían verse jamás”.
Aunque lo encontró extraño, aceptó, si bien no hubiera
tenido nada que temer de él; y así, al no mediar la mirada del día entre ambos,
pudieron desnudarse mutuamente a través de sus cartas. Y ella le habló de los
terribles estragos de su matrimonio, y de su resistencia a volver a someterse a
hombre alguno. Él también le habló entonces de lo desgraciado que fuera tras su
boda, de su intento de suicidio, y de cómo su madre, que tan pronto se
marchase, le cantaba El Ruiseñor cuando lo acunaba las noches de invierno.
En ocasiones, la palabra “dinero”, enturbiaba la elegante
caligrafía de él, pero ella blanqueaba el borrón con una nueva confidencia y
una letra de cambio. También solía invitarle los veranos a su finca de Simaky,
para que disfrutase allí de la calma que la ciudad no le brindaba, y pudiera
escribir alguna sinfonía nueva. Dado que en ocasiones, ella también se
encontraba en la residencia, la consigna era la siguiente: “él ocuparía un ala
de la mansión, en la que ella no pondría jamás el pie, y saldrían a pasear a
horas distintas para no cruzarse. Por otro lado, los criados estarían a su
completa disposición”.
Piotr Ilich encontraba aquello divertido, como si fuese el
huésped de la bestia en el cuento de La Bella y la Bestia, si bien los retratos
que encontró de ella con su familia en las paredes, la mostraban como una mujer
enjuta y de mirada penetrante, todavía con algunos vestigios de su belleza
anterior, desperdigados, a modo de lentejuelas, por su rostro y talle.
Una tarde, se encontraron en un caminito que daba al bosque
contiguo a la mansión. Debió ser ella quien se despistó y se retrasó porque él
era impecablemente puntual. Al verla, Piot Ilich sintió que el alma se le escapaba
por los quicios de la mirada. ¿Qué debía hacer? ¿Pararse y hacerle una
reverencia? ¿Acaso besarle la mano? La Sociedad en la que vivía, le había
convertido en un maestro de la compostura, aunque el alma le ardiera como
estopa. En su lugar, echó mano al sombrero y se lo levantó de la cabeza unos
instantes, para volver a ponérselo. Ella, rígida como en sus fotografías,
asintió de forma casi imperceptible. La distancia entre ellos era,
aproximadamente, la del piano que habían instalado en las habitaciones de él.
No salió ninguna palabra de sus bocas, y ambos continuaron su camino sin echar
la vista atrás.
-Lamento haber sido brusco –escribió él, en la
nota que le hizo llegar esa noche.
-De brusco nada –replicó madame Von Meck–. Le
agradezco que no haya hablado. Eso hubiese acabado con la voz que Usted tiene
para mí en las cartas.
Él pensó lo mismo. La ventaja de estar tan cerca, a la vez
que tan lejos, era que los criados traían los mensajes en apenas unos minutos.
-Lamentándolo mucho –prosiguió ella–, se ausentaría
para que no volviese a repetirse aquel episodio; al menos, así él podría
moverse a sus anchas por la finca, sin restricción alguna.
Piotr Ilich estuvo de acuerdo, pero añadió una posdata:
“ahora que se habían visto, ¿por qué no reforzar ese vínculo?”
-¿A qué se refería? –quiso saber la mujer.
“Era curioso” –pensó el músico–, la única mujer del mundo de
la que más cerca se había sentido, después de su madre, era aquella que, en
realidad, siempre estuvo más lejos. La única a la que, quizás, hubiera podido
amar. La que no le exigía otra cosa, si no que fuera él mismo, transmutado en
papel, tinta y lacre. Ardiente pasión, templada por el viento que iba de San
Petersburgo a Moscú, de París a Florencia, del Todo a la Nada.
Piotr Ilich le habló de su sobrina Ana, pizpireta e
inteligente, y en edad casadera, ¿por qué no la prometían con el hijo de ella,
Nicolay? Así estarían unidos de alguna manera a través de su sangre, fluyendo por
las venas de otros, y quizá sí hubiese una línea sucesoria: Tchaikovski-Von Meck.
- Pero… ¿Y la boda? –replicó ella.
Eso implicaba encontrarse en los festejos, volver a verse,
levantar el sombrero, bajar la sombrilla, y qué más.
-Hay bodas que duran dos días –escribió él–. La
madrina puede ir al banquete del primero; al compositor le bastará con el café
de la despedida.
La Señora Von Meck, replicó entonces en su último mensaje
antes de abandonar Simaky, que le parecía una maravillosa idea.
Comentarios