La Llama Eterna: Relato IV -El daguerrotipo-
Cuando llegó el retratista al hogar de los Keller, su invitada se revolvió. ¿Por qué querían que ella saliera también en el daguerrotipo?
--No lo entiendo, Max –dijo la anciana a su
anfitrión–. Es una cosa familiar. ¿Porqué tengo que aparecer yo también ahí?
Max Keller explicó a su vieja amiga que sería un bonito
recuerdo de aquel día estival de 1840; por eso tenían que salir todos los que
estaban presentes en la casa aquella tarde; esto es: es propio Keller, su
mujer, sus dos hijas, su cuñado, y hasta la cocinera; y por supuesto ella,
Constance von Nissen, de 78 años; de soltera, Constance Weber, y durante su
primer matrimonio, Constance Mozart.
--A mí, esto de la fotografía me parece un poco
cosa de brujas –dijo ella–. Te sacan con cara de muerto. Un cura me dijo que
hay algo de demoníaco en esto, como si te robaran un pedazo del alma.
--¡Qué va! –repuso él–, es algo precioso, una
especie de victoria sobre la muerte; porque, cuando pasa el tiempo, siempre
quedará la placa del daguerrotipo, y otros podrán saber cómo éramos. Porque
nuestras voces se pierden, y hasta nuestra forma de caminar y nuestro olor;
pero nuestra imagen permanecerá para siempre; y otros que no nos conocieron,
podrán saber cómo éramos.
--No tiene porqué –dijo Constance–. Hubo una
pintora, llamada Bárbara Kraft, que hizo un retrato de primer marido, de Wolfgang,
más de treinta años después de que éste falleciese. Utilizó para ello otros
dibujos y pinturas de él, y lo sacó más parecido de lo que lo pintaron quienes
sí pudieron conocerle.
Los ojos morenos de Constance resplandecieron con el
recuerdo, igual que una vidriera de iglesia traspasada por el Sol.
--¡Ay! Y ni siquiera pude prestarle la mascarilla
mortuoria de Wolfgang para que le sirviera de modelo. Qué torpe fui; un día la
estaba limpiando y se me cayó, y se hizo pedazos. Estuve una semana llorando,
como si se hubiese vuelto a morir. Pobre Wolfgang. Y pobre de mi segundo esposo
Georg; hubieran sido grandes amigos. En fin, ¿dónde queréis que me ponga?
La situaron a la derecha de Max, delante de la cocinera.
El retratista les pidió que adoptasen una expresión
relajada, porque serían varios minutos de exposición.
Constance suspiró. No le gustaba nada de nada aquello, pero
en fin, los Keller se portaban tan bien con ella cuando iban a pasar unos días
a su casa cada verano, que no podía negarles nada.
Respecto a Max Keller, no cabía en sí de gozo, y es que se
había salido con la suya. Le importaba un pito que su rostro quedase para la
posteridad; él sabía mejor que nadie que era un compositor del montón, un autor
de himnos de iglesia de pueblo, y de “piececitas” para trompeta, y le daba
igual lo que dijeran sus bienintencionados amigos; lo sabía, y punto; y a nadie
le importaría saber cómo era su aspecto, ni el de su mujer, hijas, o cuñado;
cien años después de su muerte.
Pero la mujer que estaba a su lado con cara de resignación
era muy distinta. Había sido la mujer de Mozart y sus ojos habían visto los del
genio absoluto, y sus manos habían acariciado las manos de él; igual que su
boca se hizo una con frecuencia, con la boca de él. Mozart había sido parte de
aquella mujer, y su música había flotado dentro de ella; y a su vez Constance
se había transustanciado en la más maravillosa música jamás compuesta.
Por eso, y a falta de una fotografía de Mozart, el mundo
podría vislumbrarle, si quiera un poco, en la mirada de ella en el
daguerrotipo. Ésa sería la mayor aportación de Max Keller a la Historia. Ésa, y
no ninguna de sus aburridas composiciones; y tanto le satisfacía esta idea que
a pesar de que mordió los labios, e intentó permanecer serio, no pudo evitar
que su rostro de futuro cadáver quedara plasmado en el daguerrotipo esbozando
una media sonrisa.
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