La Llama Eterna: Relato II -El peso de la infancia-
Fuente: RNE Sinfonía de la Mañana (Martin Llade)
María sostuvo el pedazo de carne entre las manos, sentía latir el pasado con rabia en las yemas de los dedos. Ya desde niña, su hermana Jacky había sido la predilecta, la estilizada, la que arrancaba piropos al pasar por la calle de Manhattan en la que vivían, aquella a la que todo el mundo preveía un futuro de estrella de cine o del teatro; ella, en cambio, era la “gorda”, la fea a la que nadie quería.
María sostuvo el pedazo de carne entre las manos, sentía latir el pasado con rabia en las yemas de los dedos. Ya desde niña, su hermana Jacky había sido la predilecta, la estilizada, la que arrancaba piropos al pasar por la calle de Manhattan en la que vivían, aquella a la que todo el mundo preveía un futuro de estrella de cine o del teatro; ella, en cambio, era la “gorda”, la fea a la que nadie quería.
--¡Eh! ¡Vaca estúpida! –le decía su madre desde la
ventana–. Te has olvidado de traer el pan.
ó:
--¡Eres un montón de grasa con ojos! ¿Quién te va
a querer a ti? Y no, no pongas cara de llorar.
Si hay algo más penoso que una
foca tonta, es una foca llorona.
Y, sin embargo, había sido ella la que insistiera en
engordarla. Pues, ¿no le habían dicho que era la robustez la que fortalecía la
voz, que sólo los cantantes obesos eran los que triunfaban? Ahí tenían el
ejemplo de Caruso, o, Emmy Destinn, y ¿no era cierto que Toti dal Monti obtuvo
sus mayores triunfos en la época en la que estaba más llenita?
Así que la madre había comenzado concienzudamente a
alimentarla a base de patatas y tocino, de huevos y pasta; y, por las tardes,
le tenía reservada un plato de golosinas sobre la mesa para merendar. Lo que
hubiera sido la envidia del resto de los niños del vecindario, a ella le
provocaba náuseas: bastones de caramelo, bolas de coco y tabletas de chocolate
con avellanas. Al padre, que era farmacéutico, no le parecía nada bien.
--Vas a arruinar su salud, Evangélia –le decía.
--¡Tú cállate, idiota! –era la respuesta.
Desde su rincón, su hermana Jacky sonreía en silencio. A
ella, nadie le exigía que se hartara de chucherías. Como iba a ser famosa por
su belleza, no necesitaba si no pasearse por la calle, y que un millonario
parase su Rolls Royce, y le pusiera un anillo de brillantes en su dedo anular.
En cambio, María, necesitaba más que un empujón, y ella se
lo estaba dando.
--Un día me lo agradecerás. ¿Qué es esa cara de
repugnancia? Con el dinero que me están costando tus clases de canto, y toda
esta comida. ¡Te cruzo la cara! Como se te ocurra echar una lágrima.
Así que, además de las galletas y los helados, tuvo también
que tragarse las lágrimas. Luego, mamá tuvo la feliz idea de regresar a Grecia
poco antes de la Segunda Guerra Mundial, y allí ella conoció por vez primera lo
que era el hambre, y la prefirió al hartazgo de comer, pero eso no se lo dijo a
nadie.
Para cuando los Aliados vencieron a Hitler, María había
logrado poner un océano de por medio entre su madre y ella; y, aunque no le
quisieran por sí misma, amaron su voz.
--Si cierro los ojos –le decían–, estoy viendo Violeta
Butterfly, a Medea.
Meneghini, se enamoró al instante de aquella fuerza de la
naturaleza, pero…
-- Quedo
bien en escena –le preguntaba ella una y otra vez–. ¿Cuándo se ha visto a un
hipopótamo vestido de princesa china?
--Tú tranquila, María –le aseguraba él–. Eres
aquello a lo que suenas. Tú eres una voz, la más maravillosa del mundo. Quédate
con eso.
Pero no le bastaba. Quería que sus compañeros de reparto no
hinchasen los carrillos a sus espaldas cuando la veían; ni que escondieran sus
bocadillos de broma, o la llamasen “La Bola del Mundo”.
Quería pasearse por Manhattan y que los obreros le dijeran
obscenidades desde sus andamios. Que silbaran a su trasero. Que le prometieran
la luna y una jarra de cerveza; y por supuesto que un millonario, ya no en
“Rolls”, si no en yate, pusiera a sus pies el mundo entero.
De vez en cuando le llegaban cartas desde Grecia,
emborronadas con lo que parecían ser lágrimas:
--Me debes todo, María. Eres lo que eres, porque
yo te cree. No puedes ignorar la voz de la sangre.
Y a eso respondió con su última carta:
--Querida mamá, es verano y hace buen día, ve al
río a tomar el aire fresco y, si todavía sientes que necesitas dinero, creo que
lo mejor que podrías hacer es tirarte al agua y ahogarte de una maldita vez.
María firmó la carta con el que era ahora su nuevo nombre,
más corto y elegante que el feo Kalogueropoulo. Un nombre adelgazado, perfecto
para la mujer de un millonario, o una diva de la escena.
Volvió a contemplar el pedazo de carne cruda entre sus
dedos. Le habían asegurado que estaba infectado por una tenia. ¿Cuántos kilos
de infelicidad podría devorarle? ¿Treinta? ¿Cuarenta? ¿Una vida entera?
María Callas cerró los ojos, e ingirió el trozo de carne, y
al hacerlo, tuvo la sensación de estar tragándose, de una vez por todas, su
horrible infancia.
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