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Mostrando las entradas etiquetadas como Relatos breves

Días de panes y peces

Ramón Jordan, tenía otro día "de ranas"; de ese modo tan peculiar y personal definía la sensación de culpa que le rodeaba de niño cada vez que volvía de la Balsa de la Higuera después de haber pasado la tarde con sus amigos, atrapando, que no pescando,  ranas entre los juncos de la orilla, para someterlas después a tantas tropelías como su amplia imaginación de pequeños exploradores les ofrecía: meterlas en un frasco de cristal de Nescafé con tarántulas o "arraclavos", darlas de comer a una culebra, hacerlas fumar hasta explotar, diseccionarlas con un estilete oxidado entre fraseos seudocientíficos, para luego ensartarlas en un palo de anea y asarlas. Afortunadamente nunca se las comieron, su querido perro Moro, tampoco. Por la noche, sin saber porqué, o se desvelaba o tenía pesadillas con aguas oscuras llenas de batracios. Siempre se preguntó si a sus compañeros les costaba tanto conciliar el sueño como a él. A sus cincuenta años recién cumplidos, pensar en semeja

El viaje de vuelta a casa (1989).

Aquella fría y ventosa tarde de principios de marzo; Ramón, mientras conducía de vuelta casa, vio una bandada de aves que venían volando desde África. Luchaban contra el viento para conseguir suficiente altura y así remontar los Pirineos. Al verlas, reflexionó sobre la importancia que nos damos los seres humanos cuando repasamos nuestra historia, se nos hincha el pecho pensando en Aníbal, en Colón, en Napoleón y en tantas otras gestas épicas aunque con frecuencia dudosamente honrosas. Pensó que en ese mismo momento él podía estar presenciando una gesta que, por natural, no podía ser menos épica y desde luego mucho más honorable; cuyos personajes, podían estar expuestos a aventuras tan gloriosas como las de los propios humanos. Sin embargo, nadie hablaría jamás de ellos.

El Confitero.

Terminada su novela, el escritor, vació sobre su escritorio el cestillo lleno de palabras preciosas que había recolectado durante los seis últimos meses, lo que le trajo a la memoria que, como descuidó su huerto pues el oficio de inventar historias le había tenido muy ocupado, algunas las había tenido que hurtar en la calle y otras muchas, las había robado en las mejores almunias literarias.  Sin importarle más, y del mismo modo que un confitero reparte frutas glaseadas, guindas, moras y frambuesas por lo alto de un pastel, pasó el resto de la tarde salpicándolas por la superficie de su novela; así, donde antes puso poeta, ahora pone rapsoda, donde dijo médico ahora dice galeno, para decir superviviente dijo redivivo, para acalorado, vehemente,… … al final, creyendo que aún era mucho pastel para tan poca guirnalda, echó mano de la conserva, y paseando su dedo índice por un bote de la Real Academia , seguramente caducado, fue eligiendo chocolatinas tan empalagosas como inapropiadas

El bosque de las tinieblas y el undécimo hombre (versión reducida).

   Una vez, hace muchos, muchos años, íbamos diez en expedición por un bosque del Pirineo Oscense, cerca de Alins-Azanuy. El bosque recubría la media ladera de un barranco fluvial que, poco a poco, se iba estrechando. Llegados al pie de un gran macizo rocoso, donde nunca entraba la LUZ, el bosque se volvió oscuro y neblinoso: tenebroso, muy tenebroso, os lo juro. Yo comandaba la expedición. Teníamos que regresar hasta el vivac que habíamos montado la noche anterior en las afueras de Las Paules. Tan aterrador se volvió el bosque que me pareció un buen motivo para poner en práctica una técnica militar: mientras se avanza en fila "india" por un pantano oscuro y peligroso, ir numerando el pelotón de cabeza a cola: uno, dos, tres.... diez y luego viceversa de cola a cabeza: uno, dos, tres... mi predecesor, el sargento Leza, el nueve y yo, el Alférez Theron, el diez. El bosque se volvió tan extraño que, sumergidos en su vaho lúgubre, no había más vida que nosotros y multitud de ho

Bossa Nova.

Nació en Ipanema, una mañana de un día como hoy de 1956. Bossa Nova no fue alumbrada, fue la Luz misma que irrumpió violenta en la oscura estancia del  Baronneti’s Club , al abrir puertas y ventanas para ventilar sus paredes aterciopeladas de su impregnación a éxtasis erótico, tabaco y náusea etílica.  Había sido una noche aciaga y negra. La luna, ausente, no había acudido a mecerse desnuda desdibujándose en las aguas poco profundas de Ipanema, ni en las de Copacabana. Después de varias horas de Samba y Cachaça, los habitantes de la oscuridad, se habían guarecido taciturnos, ocultándose en los reservados purpúreos y neblinosos del club; sólo la agitación y el sudoroso brillo de sus cuerpos semidesnudos, delataba su presencia. Bossa Nova vino con el Sol y no lo hizo de cara, sino a traición, por las puertas traseras del Club, pues en Río amanece tarde y desde las montañas. Los últimos clientes dormían sobre los senos hinchados de jovencitas cariocas, que aprovechaban para desay

El Tesoro de Puerta Cinegia.

Hace años, tomaba a diario el autobús en la Plaza de España, frente al espacio vacío, demolido y cercado, donde ahora se encuentra el centro comercial Puerta Cinegia.  Mientras aguardaba a que llegase el urbano, observaba de reojo algo que durante un tiempo me hizo soñar despierto: se trataba de una caja fuerte empotrada en uno de los muros descarnados que delimitaban el solar en obras citado; antes, tabique norte de un tercer piso, aún recubierto por jirones medio despegados de un papel pintado, horroroso. Lo que más me intrigaba era que, a pesar de que hacía meses que los obreros habían derribado los pisos, la caja permanecía cerrada. Qué honrados los obreros pensaba. Seguro que está vacía, me decía a mi mismo; pero…, y si unos por otros, nadie intentó abrirla; ahora, a esa altura ya nadie llega. ¿Qué tendrá dentro? Seguramente documentos de algún comerciante de ultramarinos finos (¡Cómo me gusta esta palabra!) de los que había en el Coso. Quién sabe si dinero antiguo. De regreso a

Mi abuelo, I

Mi abuelo estuvo en Argeles Sur Mer, pero pudo volver. Dos paisanos suyos no tuvieron suerte, todo porque uno era mudo (sordo) y su hermano no lo abandonó; y eso que estaba casado (eso es fraternidad). Los franceses los entregaron a los nazis y terminaron sus días en Ausbiss o como quiera que se llame el pueblucho aquél. Mi abuelo había dejado tres hijas, y decidió volver. Curiosamente lo emplearon para trabajos forzados en las ruinas de Ampurias.  Sonrió a veces, que yo lo vi, pero nunca volvió a reír.

La Señora de Susín.

Nuevo en la Comarca, la semana pasada, mientras volvía de Sallent en compañía del emérito ex-alcalde de Senegüe, éste me comentó sobre esta Señora de quien yo no tenía noticia, y me gustó mucho su relato vital: el de una mujer inteligente, sensible, valiente y querida; que no sé, si por voluntad propia, pero con la misma determinación de quien funda un pueblo nuevo, había decidido ser su última moradora. Intrigado, desde la carretera de Biescas, busqué entre el bosque nevado las pocas casas que aún se ven de Susín, con la ingenua esperanza de verla en la distancia.  ---Un día iremos a que la conozcas --me prometió José Ángel.  Ahora sé que no será posible, y siento su ausencia como quien se ve obligado a leer la última página de un relato fabuloso, antes de comenzar a leerlo.  D.E.P. Señora de Susín.

Memorias de Quinin, II

Una vez, de mocete, reformando la casa de mis padres me atrapé dos dedos con una viga de hormigón y se me pusieron las uñas índice y corazón negras y me hacían "tras-tras". Tomé una aguja, la puse al rojo, y alivié la presión de la sangre. Evité que se me cayeran. Entonces no había internet, ni médicos en la familia. Lo había aprendido un año atrás de un primo segundo mío, nacido en Chaville-París, que se aplastó un dedo tratando de extraer una "pichilina" de una roca caliza en los montes de mi pueblo. Las “Pichilinas” . Así era como llamábamos en mi pueblo a unas piedrecicas mu majas, que resulta que eran fósiles de: ammonites, tebrerátulas y richonellas.

Memorias de Quinin, I

Cuando era niño, teníamos una estufa en el centro de la clase y la preparábamos por turnos cada día. Una vez, no recuerdo como, a un paisano se le ocurrió (él ya sabría algo) traer trozos de pezuña de la herrería y los metió entre el carbón. El olor fue tan nauseabundo que hubo que desalojar. Compartí el castigo por colaborar en lo que pensaba era un experimento temprano de bio-combustible.

El pozo de mi abuelo.

Uno de mis mejores recuerdos de la infancia, el pozo en el huerto de mi abuelo: antiguo, redondo, profundo, negro, fraguado. La soga, la garrucha, el caldero de zinc, la higuera oportunista que impedía que el sol se mirase dentro y que, sin la mano dura de mi abuelo muerto, creció tanto a su lado que acabó por estrangularlo desmoronando sus paredes de mampostería rústica.  Aún recuerdo el descenso telúrico e impaciente del cubo metálico caliente y sediento, su sonido refrescante al chocar con el agua, la tensión de la cuerda en su negativa para subir de nuevo, su peso imposible para mis brazos de niño, su ascenso perezoso y reticente, el reposo al dejarlo, ya lleno, sobre la losa, el color invisible del agua derramada sobre la pila grande de piedra; su frescura, ideal para las gaseosas "de sobre" en las tardes de agosto.  Crecí mirando al cielo y rogando para que lloviera, o que llegara el canal prometido; desilusionado, viajé a lugares más húmedos; lo logré. He visto ríos,

La doncella Bohemia.

Aniquilada su belleza por la celosa inquina de un incapaz despechado, juró una doncella bohemia volver a mostrarse divina. Erró siglos desnuda entre álamos desfigurados, buscó que los pastores la vieran vagando por los prados; siguió con pasos de escarcha a labradores fatigados y a la luz de la luna, vestida de bruma, bailó con los soldados. Al fin, una mañana de mayo, aún no se cumplen cien años, cayó la semilla del árbol sobre su corazón parado. Nació torcida la ira del espíritu ultrajado; mas, como ánade en nido extraño, creció bella y lozana para encanto del profano. Hízose pues justicia para los ojos del enamorado. Decidme Señor dónde se encuentra ese árbol torneado, que en sus raíces de algodón, duerme a un corazón asesinado .

El Reyno del Boilgues.

Ramón llevaba un buen rato decidiendo si enviaba el informe de seguridad o si, por el contrario, se limitaba a hacer lo mismo que sus dos o tres antecesores, es decir: nada. El informe suponía solicitar la tala de un árbol octogenario, un magnífico ejemplar de   pinus nigra   de unos veinte metros de altura, que rivalizaba en vigor y rectitud con una sabina albar, vecina. Desde luego, este matrimonio vegetal era el más hermoso del contorno; tanto, que con una ligera licencia literaria: bien podrían considerarse como la pareja regente del recóndito reino vegetal del valle de río Boilgues. El caso es que, en su medrar lozano, el rey-árbol del Reyno de Boilgues, había terminado por romper el muro de piedra seca que contenía la terraza donde había crecido el matrimonio, derribándole y quedándose con la mitad de sus raíces al aire. Plantado cuando apenas era más grueso que un cayado de pastor, por los mismos obreros que explanaron el solar donde, hace ochenta y ocho años, construyeron