'El castigo de Lonchinos' Capítulo VI: Kisangani.
A la mañana siguiente salimos de aquél Purgatorio con un dolor de cabeza insoportable, y los fusiles tirados en el suelo de la tanqueta por falta de fuerzas para sostenerlos. Viajando por algo a lo que ya se podía llamar carretera, tardamos poco en alcanzar la Nacional 4, que estaba totalmente desierta, y en un tiempo que pudo ser una, o dos horas, llegamos a Kisangani; pero el viaje se nos hizo interminable. Estábamos exhaustos; si hubiéramos tardado un día más en alcanzar la “civilización”, muchos no lo habrían conseguido.
En el acceso principal a la ciudad había un puesto de la
MONUSCO guardado por cascos azules brasileños que no dieron crédito al vernos
aparecer por la misma carretera en la que ellos, incapaces de superar la
hostilidad de la guerrilla, habían tenido que darse la vuelta varias veces; y
aún más imposible les pareció que hubiéramos podido de atravesar la selva
sorteando los campos de minas.
-
¡¿Minas?! –exclamó “Sandokan”, a punto de
liberar sus ojos blancos de las órbitas, y reconociendo que no había reparado
en ellas.
Los brasileños nos recibieron con honor de héroes, y nos
escoltaron por la Route de Bunia hasta sus instalaciones en el centro de
Kisangani. Su cuartel era Base Logística donde, además de duchas, ropa,
calzado, comida aceptable, y un carácter entrañable, tenían abundantes noticias
de radio-aficionados de todo el Planeta. Las noticias coincidían en buena parte
con los extraños informes de “Radio TETA”; pero disponían de información
contrastada del holocausto, así como de la inquietante inactividad de los
Gobiernos.
A media tarde, después de una siesta, nos reunieron a todos
en un pabellón para una especie de rueda de prensa y, tras conseguir que
guardáramos silencio, el Coronel Brasileño al mando, trató de explicarnos la
situación, de viva voz.
En resumen, nos dijo esto:
La trayectoria del Meteorito con su intenso pulso
electromagnético (EMP) había afectado directamente en una banda de veinte mil
kilómetros de anchura que iba desde el Círculo Polar Antártico, meridiano 90º
Este; al paralelo 80º Norte y meridiano 120º Oeste. Esto suponía que casi toda
Australia Occidental, gran parte de Asia (excepto la parte más oriental),
África (excepto Sudáfrica), toda Europa, casi toda América del Sur (excepto el
extremo más al sur), y América del Norte al completo; habían sido diezmadas.
Siberia, gran parte de China Oriental, Corea del Norte, Filipinas y Japón se
habían librado del EMP, pero los tsunamis habían desolado Japón, Filipinas y
todo el Índico.
Además de inutilizar toda la tecnología eléctrica y
electrónica, es decir, casi todo menos el fuego y la rueda; la tragedia
producida por el meteorito había diezmado la población mundial. Especialmente
se había cebado con las personas mayores. Como muestra, se presentaba el hecho
de que la mayoría de los líderes civiles y religiosos de más de 66 años, no
habían despertado después del “evento”. En cuanto a los Presidentes de los
EEUU, Rusia, Alemania, Francia, Italia, Reino Unido, Canadá, Japón, Israel y
Australia, parece ser que con sus gobiernos, juntas militares, religiosas, y
respectivas élites sociales, se habían encerrado en refugios subterráneos,
cuyas cerraduras, compradas a la misma empresa de seguridad Israelí, se habían
socarrado con el EMP, por lo que el evento había sido interpretado por los
automatismos como una explosión atómica global; y ahora no podrían salir, ni
comunicarse con el exterior, hasta transcurridos los cuatro años necesarios
para que la semi-desintegración del sistema mecánico-atómico de bloqueo
interior anti-pánico, permitiese la apertura de emergencia. ¡Qué putada! Las
emisoras sólo hacían que especular, no sin cierta sorna de fondo, sobre las
posibilidades de supervivencia de tanto ego confinado en espacios tan
reducidos. Todo el mundo apostaba a que no sobreviviría nadie.
Después de oír esto, los militares tuvieron que llamarnos
varias veces al orden, pues, conforme avanzaba el relato, se iba levantando un
murmullo que apagaba la voz marcial del Coronel, exenta de altavoz, al fin
consiguió hacerse respetar y añadió:
-
Afortunadamente, las Naciones Unidas han
reaccionado con gran agilidad, nombrando un Alto Comisariado para la Emergencia
de los Pueblos: High Organization for People’s Emergency (HOPE),
presidido por cinco “sabias”, una de cada Continente, con edades comprendidas
entre los 55, y los 65 años que hubieran sobrevivido. La lista era curiosa: por
Europa, la actriz francesa Juliette Binoche; por África la científica egipcia,
Sisi-la Zewail; por Asia la premio Nobel de la Paz, Malala Yousafzai; por
Oceanía, la cantante de blues aborigen, Marlene Cummins; y por América la
activista mejicana pro-derechos humanos, Blanca Mesina.
-
Oh my God! What kind of fucking people, are leading the world now? Communists!!!
and five whores!!! –gritaron los ingleses, ignorantes de que su amada reina
aún vivía para liderarles.
Estalló el tumulto: mientras los trabajadores indios y los
ingenieros chinos de la compañía de minas Xinhai lloraban de rabia, los
periodistas españoles discutíamos entre nosotros de lo que podía, y no podía
haber ocurrido; los geólogos italianos protestaban haciendo aspavientos con sus
brazos, los naturalistas franceses, permanecían en silencio, un grupo de
madereros canadienses perdían la compostura levantando las sillas azules por
encima de sus cabezas; y los (nunca supimos qué ostias hacían allí) ingleses,
conversaban aparte con los tres miembros del consulado israelí en Goma.
“Sandokan” tuvo que aplicarse a fondo con todos nosotros para reducirnos.
Aprovechando que los pakistaníes echaron al patio a los
alborotadores, Raquel, como buena profesional, se acercó a entrevistar al
Coronel, con la única intención de interesarse por las noticias de España;
nosotros fuimos tras ella. El Militar, atento y simpático, nos dijo cuanto
sabía en perfecto español; de lo que sacamos nuestras propias conclusiones:
Tras el impacto EMP por el paso del meteorito, lo peor había
sido la rotura de varios embalses provocada por fuertes y numerosos terremotos
sucedidos los días posteriores en nuestras cordilleras, y que habían afectado
trágicamente a ciudades y poblaciones de los valles del Ebro, del Duero y del
Tajo; a esto había que sumar que, como quiera que el desgobierno precedía a la
catástrofe, pues transcurrido un año de las elecciones la coalición de
izquierdas aún no había formado Gobierno, ni designado Presidente; la actuación
gubernamental había sido nula. Por fortuna, el buen talante del Pueblo español,
acompañado de una desgraciada disminución de la población pasiva, facilitaban
el reparto de los escasos recursos y, por lo tanto, la convivencia. No había
noticias de tumultos, ni violencia y las cosas parecían ir encauzándose a
través de la organización social de base.
Saber noticias de España después de dos meses, nos inquietó
mucho más que nos reconfortó, y nos entristecimos una vez más pensando en la
suerte que habían corrido nuestros seres queridos. Pero, si de algo nos
alegramos, fue de que al parecer y por fin, sin la molestia de políticos
corruptos, iglesia, taifa, ni corona alguna; organizados en Juntas Vecinales,
los españoles estaban empleados, y unánimemente de acuerdo, incluso con su
Ejército, cuyos músculos harían posible la reconstrucción. Típico de nuestra
idiosincrasia: “no hay mal que por bien no venga…” Al final, tratando de
recuperarnos, acabamos bromeando imaginando a nuestros queridos Guardias
Civiles patrullando a pedales, con la carabina a la espalda.
Ya más calmados, los ingleses reconocieron que el hecho de
que todas las Comisarias “Elegidas” fueran mujeres, les sorprendió menos
que no hubiera ninguna anglosajona entre ellas; claro que si la Reina de
Inglaterra seguía viva, por esa parte ya estaban bien servidos y aislados, bien
aislados, tal como siempre habían preferido, y más después del Brexit. Pero… ¿Y los EEUU?
Irónicamente, aprovechando que no había ningún norteamericano mazado, a todos
nos venían a la boca nombres apropiados como Angelina Jolie, o, Serena
Williams, para liderarles.
Cierto que al principio la formación femenina del
Comisariado, de puro estrambótica, resultaba inquietante. Pero parecía atender
a un plan establecido de antemano; alguno de esos protocolos en sobres lacrados
que tanto gustan a nuestro, ahora admirado, “Sandokan”; que se redactan para
que se activen en caso de una gran catástrofe. Obviamente, de momento, el
Comisariado sólo podría coordinarse a través de la radio, y cada Comisaria
atendería los asuntos de su Continente lanzando mensajes cercanos al pueblo
llano que representaba: personas sencillas dirigiéndose a la gente para darle
aliento, e ideas prácticas para salir adelante con lo que tenían a su
alrededor. Nada de guetos ni propiedades privadas, nada de grandes
aglomeraciones de personas en campos de refugiados, ni estados de emergencia
llenando polideportivos y campos de futbol. A pesar de la ingenuidad, y la
aparentemente escasa operatividad de las medidas de emergencia, las noticias;
quizá por su simplicidad, nos infundieron una agradable sensación de
tranquilidad. Con la plutocracia extinguida, o bajo llave en el congelador de
sus propios refugios atómicos, la alta burguesía exenta de las ventajas de la
tecnología, y la fe engañosa perdida, por fin una Humanidad renacida, como un
bebé, estaba en manos femeninas: realistas, sencillas y maternales. Sin
política fatua, con el objetivo común de reconstruir una Nueva Civilización,
todo debía a ir mejor, pues peor era imposible. Esa era la HOPE, esa era la Esperanza para el Mundo.
La radio había confirmado que el calendario de Koldo era el
correcto. El 18 de mayo, cuando
llevábamos dos días en Kisangani, comenzaron a llegar noticias en francés e
inglés desde una emisora oficial de la ONU: Radio Espérer / Radio Hope
(Radio Esperanza), que retransmitiría de modo permanente principalmente a
través de emisoras públicas nacionales; en el caso de España, RNE, que ya podía
emitir; y en la RDC, Radio Okapi, desde Kinshasa. Los partes se emitían en la
lengua nacional, en francés e inglés, pero de modo continuo, por lo que la
recepción de noticias desde “campo” debía ir por otros canales. Así lo
recomendaban.
Las emisoras de radio del Planeta se habían sincronizado con
tonos cada minuto a partir de un reloj que aún funcionaba, y que debía estar
seguramente en China, pues de repente el Horario Global nos impuso un cambio de
(menos seis horas), por lo que el amanecer pasó a ser a las doce y media de la
noche. A pesar de ello, la primera gran ventaja de disponer de una emisora de radio
permanente fue que ya se podía disponer de señales horarias; éstas se hacían
extensivas a toda la población haciendo sonar las sirenas y campanarios, del
mismo modo a como se hiciera en tiempos no tan lejanos.
En África, el mensaje
de la egipcia Sisi-la Zewail, se repetía en francés cada hora, y era una
auténtica revolución:
-
Ciudadanos de África, nos enfrentamos juntos
a la situación más trágica de la
Historia de la Humanidad, de nuestro comportamiento dependerá nuestra
extinción. Rogamos vuestra colaboración. Ya no existe la propiedad privada,
haced uso de cuanto encontréis, compartidlo, ahora hay de sobra, ayudaos
mutuamente. Haced que el orden salga de vuestro respeto mutuo. Mirad a vuestros
semejantes supervivientes como hermanos todos igualmente tocados por la Fortuna,
para superar la Hecatombe. Confiad los unos en los otros, todos sois
necesarios, todos eseciales; habéis sido elegidos, preservaos. Toda la
Humanidad está trabajando de modo unánime para salir adelante. Si deseáis
transmitir información de interés global, ruego os pongáis en contacto con las
emisoras más próximas, que nos la harán llegar a través de la red mundial de
radioaficionados, emisoras oficiales recuperadas, morse y radiotelégrafo.
Vuestra colaboración es esencial para el objetivo común. Sois la Esperanza para
el Mundo. Gracias.
Todo muy bonito; una utopía para el Género Humano, y
sospechosamente bien orquestado, pues hasta los, supuestamente objetivos,
mensajes de radio TETA, nos sonaban ahora más que familiares. En África, acostumbrados
a la precariedad, y todavía con costumbres recientes de trueque, estas palabras
apenas eran escuchadas por alguien más que por nosotros, los del “Primer
Mundo”. Al principio nos preocupaba sobre todo que el mensaje fuera el mismo en
nuestros continentes, y que provocase en la gente nuestra misma reacción, entre
la hilaridad y la ira, y que los condujese a la desesperación pero, al cabo de
unos días escuchando, estas consignas surtieron un efecto inesperado: el
optimismo caló en todos nosotros; incluidos los musulmanes pakistaníes que no
cesaban de celebrar la designación de su compatriota, a la que, años atrás,
podrían desear ver muerta en nombre de Alá, por negarse a llevar velo.
Paradojas de la Historia.
Otras veces, la HOPE hacía llamamientos del tipo:
…Se buscan operadores de Morse… Se necesitan médicos y
personal sanitario para el Hospital tal… Rogamos no utilicéis el mobiliario
para hacer fuego… Se buscan veterinarios… redactores para elaborar el Censo…
Ingenieros agrícolas… Mecánicos… Eléctricos… Sicólogos… Pastores… Agricultores…
Favor de presentarse en el Palacio de Congresos de la ciudad, tal...
Las instrucciones se divulgaban con la esperanza de que llegaran a todo el Planeta, aunque la respuesta
desde de los lugares más recónditos, como era nuestro caso, tardaría en
lograrse. Las noticias afirmaban que se estaba consiguiendo atender las
prioridades esenciales: garantizar la alimentación, la vivienda y la seguridad;
por este orden. Lo más difícil era el reparto de alimentos, debido a la escasez
de medios de transporte, por lo que, desde la iniciativa privada de los
radio-aficionados, se animaba a la población a hacer un uso racional y
compartido de cuanto encontrasen en su alrededor, sin atender a su posible
propiedad privada. La bicicleta se había convertido en la dueña de las
carreteras. Claro que todo iba a un ritmo lentísimo. La peor parte de la
tragedia: la gestión sanitaria de cientos de millones de cadáveres, se había
completado en el Primer Mundo a través de la incineración, entonces recordé
nuestra horrible jornada de enterradores en Malinde, y sentí vergüenza y
lástima por haber perdido aquél buen feeling con David; y justo después
sentí pánico al pensar de nuevo en la suerte que podría haber corrido Erika. Y
también pensé con dolor en su madre.
Con nuestros estómagos llenos, y los intestinos controlados,
los españoles, contagiados quizá del “buen rollo social” que llegaba a través
de Radio Hope, dejamos atrás nuestras diferencias: “personal-nacional-autonómico-futbolístico-territoriales”,
con las que tan en serio jugábamos para llenar de contenido el tiempo en que
permanecimos en el aeropuerto de Beni, y comenzamos a salir en grupo a dar
alguna vuelta por la ciudad tratando de buscarnos la vida. Nos reconfortó ver
que el ambiente no tenía nada que ver con el horror y la desolación de la que
procedíamos. Parecía no haber ocurrido gran cosa, o al menos nada irremediable.
Cierto que apenas funcionaba algún vehículo, alguna moto, y aún nada
electrónico; pero, por lo demás, las construcciones se habían levantado de
nuevo, quizá con algo más de precariedad que de origen; pero el comportamiento
de la gente parecía haber recuperado cierta normalidad: ajetreo, mercado,
bicicletas por doquier y música, bendita música. Aún había grandes carencias,
por ejemplo, el agua potable, y la acostumbrada alimentación a base de carne de
cocodrilo, ya que, después del evento, el río Congo había estado trayendo
centenares de cadáveres procedentes de las zonas afectadas por los volcanes y
los conflictos; y ante esta situación, las autoridades locales habían prohibido
el consumo de su carne, al menos hasta transcurridos cuarenta días, para que
completaran su digestión.
El río Congo era nuestra atracción principal. Fuente
inagotable de tonalidades y escenas, del amanecer al ocaso, no nos cansábamos
de contemplarlo. El cuartel de la MONUSCO estaba junto a su orilla derecha,
cerca del puerto fluvial, y no muy lejos del aeropuerto, por lo que yo ya
conocía este majestuoso río de aguas oscuras y orillas inalcanzables; pero
muchos no lo habían visto antes, entre ellos Raquel y David; aunque,
paradójicamente, los más sorprendidos fueron los pequeños africanos, quienes se
quedaron boquiabiertos al contemplar lo que para ellos sin duda debía ser el
mar, pues superaba con mucho cuanto habían intentado explicarles en el colegio.
El Congo, más de quinientos metros que anchura, y eso que,
atravesando la antigua Stanleyville (Kisangani), no es más que un mozalbete
presuntuoso que todavía se llama Lualaba. Sin un solo puente, no puede decirse
que Kisangani esté partida en dos por el río, más bien que son dos ciudades
ribereñas: Kisangani y Lubunga, el barrio crecido en torno a la estación del
ferrocarril que construyeron los belgas para sortear las cataratas Boyoma,
dando así continuidad al trasporte fluvial entre Ubundu y Kisangani, y desde
aquí hasta Kinshasa. Quizá el lugar donde África se parece más a sí misma; no
es de extrañar que en su día eligieran Ubundu para filmar la famosa película
“La Reina de África”.
Radio Esperanza corroboró cuanto venían repitiendo los radio
aficionados: insistió con optimismo en las buenas noticias; en lo bien que
estaba respondiendo la gente; haciendo apenas referencia a algunos disturbios
en el Reino Unido, Alemania y Rusia. También informó de que, gracias a la
rehabilitación de antiguos motores diésel y vapor, se estaban recuperando los
transportes por ferrocarril y barco, y numerosas emisoras de radio pública y
comercial ya funcionaban en todo el Mundo. Hizo llamamientos de calma y
cooperación para superar la gravísima situación; comunicó que una de las
labores más urgentes era la reagrupación familiar. La HOPE había dado prioridad
a la elaboración de un censo de menores huérfanos, o desaparecidos de cada país
para buscar la reagrupación familiar; para ello, a través de los colegios,
había habilitado un sistema de mensajería MORSE y radio, que concentraría las
listas en las emisoras públicas de cada país. Las listas de Apellido(s) y
Nombre, se divulgarían vía radio, dedicando además en cada país una emisora
exclusivamente a la divulgación internacional. En la RDC la elegida fue Radio
María Congo, desde Bukavu, que “milagrosamente” funcionaba. Cada emisora
internacional, dedicaría hasta una hora a cada uno de los 193 países
reconocidos por la ONU; si algún país no tenía desaparecidos, o la lista no
ocupaba toda la hora, su espacio se dedicaría a noticias relativas a ese país.
A España le tocó la hora 34, contada a partir de las cero horas del 20 de mayo; y en esa hora dedicarían
dos minutos a cada letra del alfabeto: minutos uno y dos, la A, minutos tres y
cuatro, la B, cinco y seis, la C… Cada 193 horas, especialmente entre los
minutos trece y catorce, yo escuchaba muy atentamente Radio María <<¿quién
me lo iba a decir a mí?>> en un antiguo receptor que tenían en la emisora
nacional de la RTNC de Kisangani. Lo primero que hice en cuanto tuve noticia de
esta maravillosa idea, fue agenciarme una libreta, y utilizarla de reloj,
anotando en ella cada señal horaria, atento a cuando tocase el turno de España.
Cuando ya se daban por desaparecidos, por fin llegaron las
ansiadas noticias de la expedición fluvial que partiera dos semanas atrás hacia
Kinshasa, y éstas no fueron alentadoras: navegando por el río habían sufrido
toda clase de altercados naturales y humanos, que habían costado la vida a tres
de los doce soldados; y para colmo, en cuanto habían llegado, el ejército los
había detenido y puesto en cuarentena, ya que, tanto el río Congo, que hace de
frontera con la República del Congo, como todo el estrecho corredor que da
acceso a la RDC hasta la costa, estaban vetados, pues se utilizaba el río como
frontera natural para el ébola que, desde hacía años causaba estragos en Congo
y Gabón. Ninguna radio emitía ahora desde esos países, lo que hacía temer que la
situación sanitaria allí estaba totalmente descontrolada. Ante la macabra
decisión de esperar al holocausto total en esos territorios para cruzar, las
últimas noticias de la expedición fueron que, una vez completada su cuarentena,
estaban valorando dirigirse hacia el sur al puerto angoleño de Luanda; pues,
aunque tampoco llegaban noticias desde allí, al menos se tenía la confianza de
que la epidemia no hubiera afectado a Angola. Para los españoles, estas
noticias fueron particularmente decepcionantes, pues albergábamos la esperanza
de poder llegar a Guinea Ecuatorial; allí nos sentiríamos un poco más próximos
a España, y con contactos suficientes para regresar por barco.
La cosa podía ir peor, y lo fue. Ante los rumores de que los
rebeldes del Kivu del Norte, siguiendo nuestro rastro, intentasen tomar
Kisangani, y desde allí avanzar por el río hasta tomar la capital, arrastrando
consigo el virus mortífero; el ejército congoleño se estaba reorganizado en la
capital y, desoyendo los consejos pacíficos de la HOPE, planeaba recuperar
Butembo y Beni con voluntarios kamikace; para ello contaba con la colaboración
de las tropas de la ONU. A esta situación se sumó una emisión de la HOPE
dirigida a los Cascos Azules, incluidas las misiones en África: “...debían
permanecer todas en sus destinos hasta que llegase el relevo, que ya estaba en
camino por barco”. Los órdenes tenían carácter militar, desobedecerlas
suponía traición. En esto fueron muy insistentes.
Esta noticia cayó como un jarro de agua fría sobre nuestros
salvadores pakistaníes, e indios. Suponía el regreso a sus puestos de Butembo y
Beni, donde, tras lo ocurrido en el aeropuerto, les aguardaba una muerte
segura. Desde luego, no estaban dispuestos a obedecer, y para ello hicieron
como si nunca hubieran recibido la noticia, por lo que era necesario que
siguieran cuanto antes su camino hacia el puerto de Luanda. Nosotros iríamos
con ellos.
Raquel, aterrorizada por la nueva amenaza militar y
sanitaria, me dijo que estaba decidida a llevarse consigo a los Nako. Yo no
compartía con ella tal propósito, por lo que discutíamos con frecuencia:
-
No podemos abandonarles aquí –insistía cada vez
que sacábamos el tema.
-
Te equivocas, lo que no podemos es llevarlos con
nosotros. No nos lo permitirán. Es ilegal –le corregía, yo.
-
Pero… ¿Cómo les vamos a dejar aquí? Esto sigue
siendo un polvorín.
-
No somos su familia –le advertía yo, deseoso de
ver a Erika.
-
¿Cómo puedes ser tan insensible? ¡No tienen a
nadie! ¡Morirán en la calle!
-
Lo siento –concluía yo.
- “Maldito “paparachi” del demonio! Tú haz lo que
quieras. Vendrán conmigo, o me quedaré aquí con ellos –solía concluir
amenazadora.
En lo que estábamos todos de acuerdo era en que, antes de
emprender de nuevo la marcha, debíamos
recuperarnos física y anímicamente. Obviamente sin comodidad ni
intimidad, pero los brasileños nos trataban muy bien, sobre todo a Raquel, única
mujer blanca de la expedición. Le dieron desde el principio una habitación
individual para ella y Tumaini, con una mulata de Recife haciendo guardia
permanente en el pasillo del pabellón femenino, que prohibía el paso a
cualquier hombre, y el trato especial: sumiso, cortés, zalamero, del Coronel de
la guarnición, quien curiosamente la había reconocido (no sé cómo cojones, algo
relacionado con un concurso Miss Universo en Río de Janeiro). La cosa fue a
más, al día siguiente, ignorando por completo mis insinuaciones de que la
“chica” estaba conmigo, le regaló un vestido de noche. ¿De dónde lo sacaría el
tío? Y la invitó a cenar en el comedor de oficiales. Raquel, añorando quizá sus
veladas de “famoseo” y, lanzándome una mirada de: <<tranquilo, no pasará
nada. Lo tengo todo controlado>>, aceptó encantada la invitación. Yo, que
había perdido costumbre a la sensación de los celos, los aguanté como pude; y
David, que observó la jugada sin perder detalle, parecía disfrutar viéndome
sufrir.
-
¿A que jode? –me dijo después de más de un mes
casi sin dirigirme la palabra.
-
Vete a la mierda –le susurré simpático y contento de volver
a hablar con él.
-
Estamos metidos en ella hasta el cuello, ¿o es
que aún no te has dado cuenta? –me replicó sonriendo.
Sí que jodía, sí. El comedor de oficiales, era un barracón
pequeño con porche, situado junto a una nave grande donde cada día, tras el
toque de fajina, se alimentaba la tropa “casqui-azul”, y aquella noche, como
las siete anteriores, los veintisiete civiles refugiados éramos sus invitados.
A través de una puerta que unía ambas estancias la vi entrar escoltada por dos
suboficiales. Estaba preciosa, ya más rellenita, morena como una carioca, el
pelo oscuro por mojado, recogido en un moño
incapaz de atenazar toda la rebeldía de su melena, unos zapatos blancos
de tacón, y el puñetero vestido turquesa ajustado, que le regalara el Oficial.
El Cacique, acompañado de “Sandokan” y “Simba”, el oficial “indi”, la esperaba
dentro. Él miñón la recibió en traje de gala azul a juego con el vestido, y
jarretera dorada. El tipo, un criollo enjuto de metro noventa, patillas largas
abundantes, y nevadas de canas, tez morena y ojos de águila; parecía la
reencarnación del mismísimo Simón Bolivar. Yo lo tenía crudo, seguro que hasta
sabía tocar el piano.
No cené, acompañado de los pequeños Nako, montamos guardia
en el porche sentados en sillas de plástico azul celeste. Observamos las
estrellas. Tumaini, quien, conocedora de mi negativa a hacerme cargo de ella
estaba algo esquiva conmigo, no paraba de hacer cábalas sobre lo raras que
seguían estando las constelaciones, y lo largos que se le hacían los días y las
noches. Mizelede y yo la escuchábamos entusiasmados pero, en cuanto oímos
revuelo en el comedor de oficiales, nos levantamos los tres apresurados al
encuentro de la “parejita feliz” que salía a echar un cigarrito al sereno.
Raquel, con una copa en la mano y un purito en la otra reía las gracias del
gerifalte. No pude aguantar más:
-
Raquel, cariño –interrumpí plantándome delante
de ellos sumiso como un marido consentidor, y añadí–: Tumaini necesita de tu
ayuda. Ya me entiendes… –insinuando que necesitaba ir al baño.
El militar, sonriendo con la comisura de los ojos, a lo
Clint Eastwood, me clavó las garras de su mirada y, sin dejar hablar a Raquel,
me contestó en español:
-
No se preocupe, joven, ya hemos pensado en eso,
Mama Zulile se ocupará de ellos a partir de ahora –dijo refiriéndose a una
africana enorme y madura que se acercaba a nosotros con aire autoritario.
-
Pero… –fue todo lo que salió de mis labios.
-
Estoy muy cansada. Nos vemos mañana –me
interrumpió Raquel, antes de desaparecer en la oscuridad del patio de armas,
escoltada por la Plana Mayor “gorriazul”.
Mi pensamiento voló hacia aquél instante en que, cuando
salíamos la aldea de Opienge, abandoné mi fusil de asalto en el suelo de la
tanqueta. De buena gana hubiera acribillado aquél jodido hijo de puta que me
estaba levantando la novia. Sin embargo, obediente como el carnero de la
legión, dejé que la niña se fuera con “Kunta-Kinte”, y, acompañado por
Mizelede, entré en el barracón dormitorio. Después del toque de silencio, Seña,
que dormía en una la litera junto a la mía, notó mi inquietud y me susurró en
español:
-
He oído que los “indis” y los “paquis” están
dispuestos a amotinarse si en la cena de esta noche sus oficiales deciden
volver al norte.
No contesté, me quedé fabulando en mi mente una revuelta
cuartelera en la que un fotógrafo español, armado hasta los dientes,
capitaneaba una tropa internacional, derrocando al Coronel Pereira: famoso
dictador brasileño acantonado desde hacía décadas en la selva congoleña.
A la mañana siguiente, como cada día, pero aquella vez
observado por el imperturbable gesto de reprobación y enfado de Mama Zulile, yo
daba un vaso de leche con galletas a Tumaini; entonces pregunté a la muchacha
si Raquel había descansado bien en su habitación; a lo que ella, encogiéndose
de hombros, contestó seca:
-
Pregúntale a ella, ahí viene.
Raquel entró
apresurada y radiante en el comedor, y, abrazando con fuerza a ambos hermanos
por los hombros, exclamó muy contenta:
-
¡Lo hemos conseguido!
Los muchachos, compartiendo su alegría, parecieron
entenderla, yo no.
-
¿Conseguido? –pregunté intrigado.
-
El Coronel Pereira va a hablar con el Gobernador
Local, estas preciosidades africanas se vienen con nosotros a España –confirmó
Raquel, ante la mirada destellante de los muchachos.
Los hermanos, derramando el desayuno sobre mí, se levantaron
de un brinco, y se abrazaron a Raquel.
-
¡Gracias! ¡Gracias, Raquel! ¡Gracias! –corearon,
dando saltos de alegría.
Me quedé inexpresivo. Esperé a que pasara la euforia del
trío, y entonces pedí a los Nako que nos dejaran un momento a solas. Los
muchachos, temerosos de mi reacción, obedecieron y salieron al patio seguidos
de cerca por una enorme y silenciosa sombra Zulú. Una vez solos, me encaré a
Raquel, y le pregunté sin reparos:
-
¿Se puede
saber cómo lo has conseguido?
-
Como se consiguen las cosas: hablando –me
contestó airada.
-
Ya. Y… ¿habéis hablado mucho? –pregunté con
sorna.
-
Lo suficiente.
-
¿Toda la noche?
-
No me lo puedo creer. Estás celoso –afirmó
incrédula.
-
Celoso no, indignado. Reconoce que… Después del
espectáculo de anoche, y ahora vienes presumiendo de haber conseguido lo
imposible, pues… ¿Tú qué pensarías? –la inquirí nervioso.
-
Pienso que estas sacando las cosas de quicio.
Sólo fui agradecida con la hospitalidad de un caballero muy educado que, a
diferencia de “otros”, ha comprendido perfectamente la situación de Tumaini.
-
¿Comprendido? A ese se la sudan los Nako, es
evidente lo que pretende.
-
Te equivocas. Es un hombre casado, decente, y
muy preocupado por sus hijos.
-
¿Por eso te invita a cenar, exhibiéndote como un
trofeo de guerra? E insinuando luego que se te lleva al tálamo.
-
No das una. Tan sólo pretendía tratarme de
acuerdo con mi Clase.
-
¿Tu qué, Raquel? ¿Tu qué…? –pregunté contrariado
e incapaz de comprenderla.
-
Tú no lo entiendes. Soy una mujer famosa en el
mundo del Glamour. Mi obligación es corresponder. Forma parte del rol.
-
¡Rol! ¡Clase! ¡Glamour! ¡¿Aquí?! Habéis dado un
espectáculo lamentable. Después de todo por lo que hemos pasado, del
sufrimiento que nos rodea. Dando la imagen de que estáis por encima de todos.
Perdona que te lo diga, pero es ¡patético, y caciquil!
-
Tú sí que eres patético –contestó muy enfadada.
-
Y tú, una vanidosa que no sabe vivir sin que le
vayan babeando detrás.
-
Pues déjame en paz. Ya encontraré otro dispuesto
a firmar los papeles –soltó sin reflexionar.
-
¿Papeles? ¿Qué papeles?
-
¿Qué más te da? Déjame.
-
¿De adopción, supongo? ¿Acaso pretendías que los
adoptara yo?
Raquel se quedó mirándome fijamente, y luego contestó.
-
¿Tú? Tú los dejaste abandonados en el
aeropuerto. ¿Recuerdas? –me reprochó.
-
Entonces… ¿Qué papeles querías que firmara?
- ¡Déjame en paz de una puta vez! ¡No es asunto tuyo! –me
gritó; y, apartando la mirada bruscamente, se marchó llorando.
A partir de ese momento Raquel dejó de dirigirme la palabra
y buscó refugio en la pedante galantería del Coronel Pereira. Su obstinación me
fascinaba a la vez que me exasperaba. Descorazonado y culpable, tratando de
encontrar una solución alternativa que evitara lo que, a todas luces, era una
imprudencia que iba a acabar con nuestra relación, me puse a buscar un orfanato
en Kisangani.
Después de visitar lugares innombrables, Mauricio Soares, un
comandante “samba”, así llamábamos a los cascos azules brasileños, me acompañó
al Centro de la Fundación Gertler Family. Ciertamente sus instalaciones estaban
muy bien, y cuantos niños vi parecían estar bien cuidados. Ya me imaginaba
admitiéndoles, incluso me permití el lujo de prometerles una suscripción de ayuda
en cuanto volviese a España, pero cuando les dije la edad, y les describí las
circunstancias físicas de Tumaini, me dijeron con gran sentimiento que no
podrían hacerse cargo de ella, pues las posibilidades de adopción en tal caso
eran nulas, y ellos no disponían de medios para hacerse cargo de personas tan
discapacitadas. Volví al campamento derrotado. Esperé a que se quedara sola y
fui a hablar con Raquel. Traté de convencerla de que, al menos, renunciara a
llevarse al chico.
-
Para esto no hacía falta que te molestaras en
decirme nada. No separaré a los hermanos
–aseguró rotunda.
-
Mizelede puede salir adelante aquí, entre los
suyos –insistí–. Nosotros le ayudaremos desde España. Más adelante, cuando se
haya fraguado una posición, Tumaini podría volver con él –traté de explicarle.
-
¡Que no! No te preocupes. Te lo dije, ya no es
asunto tuyo –concluyó.
-
Sí que es asunto mío. No estoy dispuesto a
renunciar a ti, así como así. Y, la verdad, también me preocupan estos
muchachos. Les he tomado mucho cariño; pero sería un error garrafal llevarlos
con nosotros. No sabemos lo que nos vamos a encontrar allí.
-
No seas hipócrita, por muy mal que estén las
cosas allí, estarán infinitamente mejor que aquí.
-
Quizá, pero yo tengo obligaciones que cumplir
–dije refiriéndome a Erika.
-
Lo entiendo. Por eso te digo que no debes
ocuparte de esto. Es asunto sólo mío.
-
Eres obstinada como una mula –le dije, algo más
convencido de su tesis, y seducido por su determinación.
-
Nunca antes he hecho algo por los demás sin
pedir nada a cambio. Estoy en deuda con mi buena suerte. Todos estamos bien. La
vida, a pesar de todo, me ha dado una segunda oportunidad que no pienso
desaprovechar –me explicó sosegada.
-
No me fío de las promesas de tu admirado
Coronel. Cómo puedes estar segura de que esto puede salir bien.
-
No lo estoy en absoluto. ¿Te has creído que soy
tonta? Es lo único que tengo, quiero a estos niños y no voy a renunciar a
ellos. Mi hermano me ayudará en España, no podrá negarse.
-
Pero… Ya no son niños. Tumaini es casi una
mujer.
-
Aún es menor –me recordó.
-
No sé...
Al menos dejarás que lo piense –le rogué sinceramente.
-
Piénsalo, pero ya casi no hay tiempo.
-
¿No? ¿Por qué?
-
Radio HOPE ha dicho que en unos días llegarán al
puerto de Luanda dos barcos con tropas de la ONU. Partimos pasado mañana. Tienes
dos días para pensarlo.
-
¿Tenemos que ir hasta Angola para embarcar?
-
Sí. La desembocadura del río Congo y el puerto
de Banana están infestados de Ébola, así que han elegido el puerto de Luanda.
-
También eso te lo ha dicho tu Coronel.
-
No es mi Coronel, y sí, me lo ha dicho
–respondió seca, y se fue enfadada al encuentro de Tumaini.
Verlas a todas horas acompañadas del galán de cine, me
destrozaba por dentro, y a Mizelede le pasaba algo parecido. Mi desolación fue
en aumento. David parecía satisfecho con el nuevo estatus de su Diosa. Yo sólo
era material necesario para su próxima novela. Estaba convencido de poseer la
razón, pero la conciencia no me dejaba en paz. Mis sentimientos por Raquel me
atenazaban el estómago, pero realmente también les había tomado cariño a los
muchachos. En mis años de reportero había conocido a muchos niños abandonados,
pero jamás me había planteado hacer nada por ellos más allá de capturar su mala
fortuna con mi cámara, con el miserable objetivo de recompensar su imagen con
la mirada compasiva de millones de “primermundistas” dispuestos a pagarme un
premio Pulitzer por mi enooorme “humanismo” y “sensibilidad” gráfica.
Aquella tarde no tuve gana de cenar. Hacía mucho calor, así
que estuve acostado hasta que se hizo de noche; luego, desoyendo las
recomendaciones, y sin más temor que el de ser devorado por los mosquitos, salí
sólo del recinto, crucé la Avenida de Bunia, y me acerqué al río. Si hubiera
estado en París, me habría sentado en un banco a tomar el fresco y a observar
los bateau mouche deslizándose elegantes sobre el Sena; pero en las
orillas del Congo no hay bancos ni balaustradas, y navegar de noche sería un
suicidio. Una interminable barrera de árboles frondosos impide contemplarlo,
así que caminé hacia el pequeño muelle fluvial. Cuando llegué, descubrí tres
figuras sentadas sobre el malecón, que se recortaban contra el reflejo rojizo
de la luna más grande que recordara. No había duda: era Raquel flanqueada por
los pequeños Nako. Mizelede, seguramente dormido, apoyaba su cabeza sobre el
costado de mi amada; Ella y Tumaini, miraban con descaro y cara a cara a la
Luna llena. Me acerqué sigiloso y, oculto tras un árbol, las espié.
-
¿Me cuentas otra vez la historia de Lonchinos?
–pidió Tumaini a Raquel.
-
¿El viejo Asturiano?
-
Sí.
-
Ok. Érase una vez un viejo gruñón que vivía en
una aldea.
-
¿El pueblo de tu abuelo? –preguntó la muchacha.
-
Sí.
-
¿Lo conoció tu abuelo?
-
Nooo –corrigió Raquel–. Fue hace muchos, muchos
años.
-
¿Cuando los romanos? –inquirió la muchacha,
interesada.
-
Antes, antes. Hace por lo menos cinco mil años
–aclaró Raquel, y continuó–. Bueno, pues aquél anciano, que se llamaba Lonchinos,
tenía muy mal genio, por eso siempre vivía sólo, cuidando de sus vacas en una
casa apartada…
-
Vivía sólo como Gil –dijo Tumaini, graciosa.
-
Mi abuelo tenía tres vacas, pero los Tutsis se
las robaron –interrumpió Mizelede que, evidentemente, no estaba dormido.
-
Lo sé cariño, lo sé –reconvino Raquel,
acariciándole la cabeza, y prosiguió–: al viejo gruñón le molestaba muchísimo
que los lobos molestaran a sus vacas por la noche, y culpaba de ello a la luz
de la Luna llena; así que fue a hablar con una bruja muy mala para que
realizara un sortilegio que parase la Luna y nunca más fuera luna llena. La
bruja, que vivía en una cueva porque tampoco le gustaba la luz, hizo un brebaje
con hierbas y murciélago.
-
¡Uhmmm! ¡¿Sopa?! –interrumpió de nuevo Mizelede,
relamiéndose.
-
¡Noooo! –repuso Raquel consciente de su error
gastronómico, y corrigiéndolo de inmediato– Aquél era un líquido repugnante,
hecho con hierbas amargas y murciélagos enfermos. La bruja se lo dio a Lonchinos,
diciéndole: “cuando sea luna nueva vierte este frasco en el manantial que lleva
agua al abrevadero del pueblo, y la luna llena nunca volverá a reflejarse en
él”.
-
¿Y
funcionó? –preguntó intrigada Tumaini, como si no supiera la respuesta.
-
En parte –contestó Raquel–. El agua del
abrevadero se volvió de inmediato turbia y no volvió a reflejar la luna, ni
ninguna otra cosa; así que ni los animales quisieron beber más agua de ella, ni
los enamorados volvieron a sentarse junto a la fuente para extasiarse con su
imagen superpuesta sobre el reflejo de la luna.
-
¡Qué pena! –se lamentó Tumaini, con un suspiro
romántico.
-
A partir de ese momento las vacas tenían que
bajar hasta el río Turón para beber agua. Y eso no fue todo; aunque ya no se
reflejara en la fuente, la luna llena obviamente siguió saliendo.
-
Como era de esperar. Una bruja no puede gobernar
el movimiento de la Luna alrededor de la Tierra –puntualizó la chica, con precisión
científica.
-
Efectivamente. Y los lobos, que acechaban el
río, se comieron las vacas de Lonchinos, y las de otros ganaderos. Aterrados
por la situación, los vecinos se reunieron, y decidieron averiguar lo que podía
haber ocurrido con el agua de la fuente, así que fueron a ver si la bruja sabía
algo. La bruja, que era muy mala y muy cobarde, enseguida delató a Lonchinos,
diciéndoles lo que éste le había pedido. Al saberlo, éstos decidieron invocar
en pleno verano al Viento del Norte para que trajera abundante nieve pura que
limpiara el manantial.
-
¿Qué es la nieve? –preguntó Mizelede.
-
¡Calla pesado! Que no sabes nada –le censuró
Tumaini.
-
La nieve es lluvia, muy, muy fría, que se
transforma en bolitas blancas como el algodón.
-
¡Oooh! –exclamó el muchacho muy impresionado.
-
Sigue, por favor –suplicó Tumaini emocionada.
-
El Viento del Norte, enfadado por molestarle
durante su descanso veraniego, llegó resoplando fuerte, y cubrió con un manto
blanco de nieve todas las montañas. Al día siguiente, ya más calmado, mientras
dejaba que el Sol derritiera la nieve…
-
¿Qué es derretir? –volvió a preguntar Mizelede
impertinente.
-
¡Que te calles! –le recriminó su hermana.
-
… El Viento del Norte –prosiguió Raquel–,
preguntó por qué le habían despertado, y los vecinos, deseosos de venganza,
acusaron a Lonchinos de querer parar la Luna en “luna nueva”, para que los
lobos no molestaran nunca más a sus vacas en las noches de “luna llena”.
Entonces, el Viento del Norte, muy enfadado, castigó al viejo Lonchinos
mandándolo de un soplido a la Luna, donde quedaría por siempre desterrado, y
obligado a caminar sin descanso alrededor de ella, para que ésta nunca se
detuviera.
-
Es una historia un poco triste, pero me gusta
–reconvino Tumaini.
-
Sí que es triste. Al fin y al cabo el pobre
anciano sólo quería proteger a sus vacas. Fue la bruja la que le aconsejó mal.
-
¿Sabes una cosa? –preguntó Tumaini a Raquel.
-
¿Qué? –preguntó Raquel.
-
Creo que la Tierra está dejando de girar –afirmó
rotunda la muchacha, dejándonos perplejos: a Raquel junto a ella, y a mí,
oculto en la oscuridad. Mizelede que no supo valorar semejante afirmación,
reaccionó burlándose de ella.
-
¿Cómo puedes pensar algo así? –repuso Raquel,
muy sorprendida.
-
Las estrellas no están donde deberían –afirmó
convencida–, los días y las noches son cada vez más largos. Desde que nos rozó
el meteorito, la Tierra gira cada vez más lenta. Estoy segura.
-
Eso no es posible. Es cierto que el tiempo
parece transcurrir muy lento, pero es porque estamos viviendo una situación
trágica que parece no vaya a terminar nunca, y además los relojes no funcionan.
Eso que dices no es posible –insistió Raquel.
-
¡No tienes razón! Tú eres la que no sabe nada
–la corrigió también Mizelede, celoso y crecido por la experiencia de Raquel.
-
Sí que es posible, y os lo demostraré –sentenció
Tumaini enfadada–: los seres humanos hemos sido muy malos, y seremos castigados
a caminar sobre el ecuador para que la Tierra no deje de girar como el viejo Lonchinos.
-
No pienses esas cosas, cariño. No todo el mundo
es tan malo. Os llevaré a España y allí seremos muy felices. Pronto todo os
parecerá normal.
-
¡Mira! ¡Es el viejo Lonchinos! –gritó burlón
Mizelede, señalando a la Luna–. Está tirando pedruscos a la Tierra para que
deje de girar ¡El abuelo vaquero se está vengando! –añadió burlándose de su
hermana
-
¡Calla, imbécil! Si pudiera te daría una
bofetada –le amenazó su hermana, muy irritada
-
Venga,
que os estáis desmadrando. ¡Vamos! A la cama –les ordenó Raquel, y de
inmediato los hermanos la obedecieron.
No me di cuenta en aquel momento, pero escucharles cambio mi
paradigma vital. Ya había estado casado, y tenía una hija a la que quería y
añoraba con locura, pero nuestro matrimonio fue un fracaso que nunca pudo
llamarse familia, principalmente por la falta de instinto maternal de mi ex, mi
inexperiencia, o incapacidad para sugestionarlo. Fue al observar a Raquel
cuando sentí por primera vez en mi vida el espíritu de la familia sintetizado
en una mujer. Es increíble el poder que tiene la fuerza del instinto: Raquel no
era madre, a priori no era ni el arquetipo de una mujer a la que gustasen los
niños, ni las obligaciones conyugales; sin embargo la necesidad de auxilio de
la infancia había despertado su instinto con toda su intensidad. Yo no era su
esposo, ni el padre de los niños, pero la atracción sentimental que sentía por
ella se estaba haciendo extensiva a sus ahijados. Me había enamorado de ella,
más aún, de la familia que estaba formando; que sus deseos fueran los míos, ya
no era cuestión de tiempo.
Pasé la noche sentado en el mismo bloque de cemento que
ellos dejaron vacío para irse a dormir. Sentía un estado febril, en parte por
el calor intenso, en parte porque por mi cabeza bullían cientos de alternativas
inviables que no pasasen por abandonar a los huérfanos Nako en África, ni llevarlos
a España. Tras el amanecer, mientras seguía pensando en nuestra situación,
deambulé por las calles hasta que se acercó la hora 34 para España, y me dirigí
a la estación de la RTNC. Entré justo a tiempo. Redifundida desde Radio María,
después del Rosario con el que rellenaron el tiempo que sobró a Eslovenia,
comenzó la retahíla de nombres de niños españoles. Llegó el minuto trece:
-
…García Zugaza, Jorge (nueve años); Germán
Prieto, Lorena (once años), Gerica Frias, Luis (siete años); Gil del Valle, Erika
(quince años), Gila Monzonís,…
<<¿Gil del
Valle? ¿Erika?>> Dí un
respingo.
-
¡Erika! ¡Es mi Erika! –grité– ¡Está viva! ¡Mi
niña está viva! –repetí gritando, una y otra vez.
Entonces, Koldo, que ansiaba saber de su hermano pequeño,
hizo algo que no le perdonaré jamás: se dejó llevar por nuestra enemistad, y me
devolvió de un zarpazo a la realidad:
-
Bueno, eso, o alguien la está buscando en
España.
Me quedé sin voz, y sin esperanza.
-
Eres un auténtico hijo de puta –le espetó David,
poniendo palabras a mis pensamientos enmudecidos por el desánimo. ¿No te has
enterado de que la lista es de menores que buscan a sus familiares?
Koldo, pasó olímpicamente de la reprimenda, y siguió
escuchando con atención.
-
Gracias, David –acerté a decir.
-
No le hagas caso a este cabronazo. Hace días que
lo tengo calado: no soporta a los homosexuales, ni la buena estrella de los
demás –me dijo, sincerándose, y añadió–: por cierto, quería decirte que
comparto tu opinión sobre que Raquel adopte a los Nako. Me parece una locura,
voy a hablar con ella y tratar de convencerla.
-
Muchas gracias, David. Me alegro de… –que
volvamos a tener buen rollo iba a decir, pero me interrumpió.
-
No tienes nada que agradecerme. He estado muy
raro, el otro día me pasé un montón contigo; por eso quiero pedirte disculpas.
-
No te preocupes, en parte lo tenía merecido,
estaba celoso del coronel; pero es verdad que has estado muy… “rarito”.
-
Lo
reconozco, pero es que después de lo que me ocurrió en la carretera de Malinde
estaba roto moralmente. Necesitaba más que nunca alguien fuerte en quien
encontrar apoyo, y …
-
Y entonces yo acaparé toda la atención de
Raquel, y no pudo consolarte. Lo siento, tío; me dejé seducir.
-
¿De Raquel? ¿No se te ocurre pensar que pudo ser
justo al revés?
-
Ahora no te entiendo.
-
Ya sé que no me entiendes. Cuando os vi en la
tienda comprendí que definitivamente no eras de los que… “entienden”; ¿me
comprendes ahora?
-
¡Ah! ¿Te refieres mí? Bueno, a ti y a mí… –me
costó caer en cuenta.
-
Es que, bueno, estuvimos tan unidos… Tan cerca
de la muerte juntos. Te veía tan enfrentado a Raquel, y tan comprensivo conmigo que,
en fin… Reconozco que me hice ilusiones.
-
Pues perdona si pude darte a entender… Pero yo
no…
-
No te preocupes, es que soy un romanticón
empedernido. Pero ya se me ha pasado, de hecho he vuelto a encontrar el amor; y
esta vez he sido correspondido.
-
¿Te has enamorado?
-
¿No te has dado cuenta?
-
La verdad es que vivo tan obsesionado por Erika,
Raquel y los muchachos que no me doy cuenta de mucho más. ¿Quién…?
-
Andrés.
-
¿Andrés es…? Pues no lo parece.
-
Vamos Gil, no me seas carca tú también. Bueno,
reconozco que al principio le daba apuro salir del armario, pero en el equipo
ya lo saben. Por eso Koldo está de tan mala ostia, me culpa de “haberlo
convertido”. Como si fuera una enfermedad contagiosa; a lo mejor es que tiene
miedo; o celos, vete tú a saber.
-
Bueno, pues me alegro por vosotros. En estas
circunstancias contar con alguien que te quiere y te apoya es fundamental
–convine con sinceridad.
-
Gracias. Por eso he reconsiderado mi
comportamiento. No tengo derecho a oponerme a vuestra relación. Cuenta conmigo.
Deseo que pronto vuelvas a encontrarte con Erika.
-
Gracias David. Dios te oiga –no recordaba haber
pedido antes algo así.
Mientras volvíamos caminando entre el vecindario bullicioso
y feliz de Kisangani, iba completamente absorto pensando en quién, sino la
propia Erika, habría puesto el anuncio. Sus abuelos, quizá no lo habrían
contado, su madre la tenía perfectamente localizada en el colegio, ni en el
peor de los casos podría haberla perdido. Lo vi claro, mi pequeña deseaba que
supiera que estaba bien, por eso se había apuntado. Esa era la explicación. Más
sosegado, pensé en la posibilidad de regresar a España acompañado de Raquel y
los pequeños africanos. Presentarme ante Erika con una novia atractiva y
famosa, justo el tipo de mujer de la que yo siempre había abominado, y con ella
dos ahijados congoleños; sería demasiado para una jovencita que habría tenido
que enfrentarse sola al umbral del Apocalipsis. Luego pensé en su madre, eso me
reconfortó más: podría demostrarle que yo era capaz de reconstruir mi vida
lejos de ella, enfrentándome a un reto vital, superándolo; asumiendo mi
responsabilidad en lugar de salir huyendo. Pensé en Tumaini, el destino la
había puesto en nuestro camino. Necesitaba que alguien la cuidara, quizá
nosotros también la necesitábamos a ella: su nombre, “esperanza” en Suajili;
era más que una simple casualidad. Radio Esperanza proclamaba a todas horas
esperanza para los pueblos. Todos necesitamos esperanza, yo hacía tiempo que la
había perdido y ahora que la tenía, era una señal: debía cuidarla. Además, una
persona con las capacidades intelectuales de Tumaini se merecía una
oportunidad, se había ganado el derecho a ella; quien sabe si en el momento
astronómico más importante de la Historia de la Humanidad podría aportar algo
al futuro. Finalmente pensé en Raquel, no se lo había dicho, pero me fascinaba
el cambio tan espectacular que había sufrido, quizá tardaría tiempo en
reconocerlo, pero su determinación hacía que yo me sintiera mal por mi
cobardía, y su instinto maternal desmoronaba mi egoísmo. Necesitaba seguir a su
lado. Me había enamorado de ella. No tenía duda.
Interrumpí un momento el paso, y deteniendo a David que
caminaba a mi lado, le dije:
-
No le digas nada a Raquel. Me lo he pensado
mejor. Le ayudaré a sacar de aquí a los Nako.
- !Jo! Sí que te ha costado poco cambiar de idea. Es lo que tiene el amor. Bueno, quizá no sea tan mala idea, tampoco es la primera periodista famosa
que adopta niños africanos, recuerdo el caso de Conchín Fernández. ¿Has leído
su libro ‘Querido Noah’? –me preguntó.
-
No lo he leído, la verdad es que tampoco sé quién
es Conchín.
-
¿No? Pues vendió millones de ejemplares –me
informó entusiasmado.
-
No tenéis remedio –le recriminé gracioso, y rió
satisfecho.
Encontramos a Raquel jugando a la comba con los Nako en el
patio.
-
¡Erika está viva! –le grité, emocionado–. Lo ha
dicho la radio. No hay error; está viva, y me está buscando –añadí, exultante
de alegría.
-
Eso es maravilloso –reconvino Raquel,
abrazándome.
Mizelede me abrazó bajo ella, y Tumaini, frente a mí, sonrió
por segunda vez desde que la conociera. En la fuerza del abrazo noté el calor
de mi auténtica hija, noté la seguridad de la familia; y mi corazón por fin se
derritió.
-
Voy a volver a España. Se lo he jurado, y
vosotros vendréis conmigo –prometí con lágrimas en los ojos.
El abrazo se hizo aún más fuerte.
-
¡Mama Raquel! ¡Madiba Gil! –corearon los Nako.
Permanecimos así un buen rato, hasta que Raquel interrumpió
apesadumbrada:
-
Antes tenemos que resolver el asunto de los
papeles.
-
¿Los de tutela? No te preocupes, los firmaré yo.
-
No son sólo de tutela.
-
De tutela, de adopción… Es igual, los firmaré
–la alegría de saber que Erika estaba bien, me obligaba moralmente a
corresponder con mi buena suerte.
-
Desde 2013 no permiten sacar niños adoptados al
extranjero, pero dada la situación actual, y las circunstancias de Tumaini,
harían una excepción.
-
Entonces… ¿Cuál es el problema? –pregunté.
-
A las mujeres solteras, aquí no se les permite
adoptar. He de estar casada para poder adoptarlos –hizo una breve pausa, tomó
aire y, mirándome con sus hermosos ojos verdes, me preguntó–: ¿quieres casarte
conmigo?
No estoy seguro de si me desmayé, y siempre me ha dado
vergüenza preguntárselo a Raquel, pero de pronto me vi sentado en un banco de
madera del patio.
-
¡¿Me estás pidiendo matrimonio?! –le pregunté
desconcertado cuando recuperé el aliento.
-
No te preocupes, será un mero trámite, algo
temporal. En cuanto volvamos a España podremos disolverlo.
-
Quieres que nos casemos aquí, y ahora –afirmé
incrédulo y, tras quedarme unos instantes sin palabras, me puse muy serio y le
protesté gritando–: ¡¿sabes lo que más me jode de todo esto?!
Cuatro corazones se detuvieron un instante, y el mío no era
uno de ellos.
-
No –resolvió a decir Raquel, azorada.
-
Lo que más me jode es que, al final, te vas ha
enterar de mi nombre completo –le dije, girando mi agria expresión a eufórica
alegría.
Un cuarto corazón arrancó a palpitar.
Al día siguiente, al atardecer del 23 de mayo,
nos casamos en el despacho de Papa Honoré Ngbadulezele, un bantú de metro
noventa y ocho, y ciento vente kilos; quien, quizá gracias a su talla, podía
ejercer simultáneamente de Alcalde, Gobernador, Jefe de Policía, Juez, y Sumo
Sacerdote de Kisangani. Raquel, vestida con un sayón multicolor, y un peinado
típico africano que le preparó Mama Zulile, estaba preciosa.
Afeitado, de uniforme azul claro, con charreteras en los hombros, jarretera, y otras zarandajas, pero sin galones ni divisas; con gorra de plato y pantalón corto, yo estaba elegantemente ridículo. Ambos estábamos como para una postal decimonónica.
¡Cuánto echaba de menos mi adorada Pentax!
Afeitado, de uniforme azul claro, con charreteras en los hombros, jarretera, y otras zarandajas, pero sin galones ni divisas; con gorra de plato y pantalón corto, yo estaba elegantemente ridículo. Ambos estábamos como para una postal decimonónica.
¡Cuánto echaba de menos mi adorada Pentax!
El Coronel Pereira fue el padrino de Raquel, Mama Zulile mi
madrina, David y Seña los testigos.
-
¡¿Te llamas Miguel?! –exclamó Raquel justo en el
momento de estampar su firma junto a la mía, y añadió satisfecha y jubilosa–: !como mi
padre!
Una vez formalizado el matrimonio, Raquel firmó exultante
los papeles de adopción de los hermanos Tumaini y Mizelede Nako, que ahora
oficialmente y, con gran aceptación por parte suya, pasaban a apellidarse:
Monreal Nako. Raquel ya era formalmente su madre adoptiva. Una madre casada,
tal como mandan las leyes congoleñas, sin necesidad de especificar con quien,
pues allí, no tratándose de hijos propios, el padre es lo de menos.
Esa noche Tumaini durmió con Mama Zulile, y las guardianas
brasileñas, entre guiños y miradas lascivas; hicieron una excepción dejando
pasar a un hombre al pabellón femenino.
Una vez solos, estacionados cada uno en un extremo de su
habitación austera, nos quedamos mirándonos fijamente a los ojos, y, sin dar
tiempo a cualquier reflexión que pudiera aguarnos la fiesta, sin reparar en si
habíamos cerrado la puerta, ni en nada de nada, recorrimos en un par de
zancadas la breve distancia que nos separaba y, al tiempo que nos devorábamos a
besos, comenzamos a despojarnos apresuradamente el uno al otro de nuestros
disfraces nupciales. La química acumulada en los días de tensión, enfado y
preocupación, reaccionó violentamente al contacto de nuestros cuerpos desnudos
y sudorosos que, exentos de otra voluntad que la de fundirse en uno sólo,
estuvieron gozando del sexo hasta el agotamiento, que, dadas las
circunstancias, no debió ser mucho más de media hora; luego dormimos como no lo
habíamos hecho en meses.
En nuestra noche de bodas, en los pabellones masculinos la fiesta duró casi hasta el alba. A los
vehículos acostumbrados, cargados de esclavas sexuales, que entraban cada
sábado después del toque de silencio, se habían añadido dos más. Lo sé porque
me despertaron pocos minutos antes de diana, y me levanté a ver el trajín.
Raquel no se enteró, y, por evitarle el disgusto, no se lo dije; aunque, si
sólo hubiera jodido la imagen de su idolatrado Coronel, lo habría hecho
gustoso.
Nuestros anfitriones nos agasajaron con un desayuno de fruta
y café que nos trajo Mama Zulile a la cama, pero en cuanto lo terminamos se nos
convocó al patio: partíamos de “Luna de Miel” en dos horas. En el mejor de los
casos iba a ser un viaje de más de 1.500km metidos en una lata de sardinas, a
través de una tierra hostil en cualquier aspecto imaginable, con una frontera
entre dos países enfrentados, y un crucero desde Luanda a España, en, vete tú a
saber qué clase de barco. Desde luego, si Raquel había venido a África en busca
de aventuras, no iba a volver defraudada.
Los “indis”, los “pakis”, nosotros sus protegidos, y otras
cinco tanquetas de cascos azules “samba” vacías, que recogerían a cien soldados
de relevo que, según había anunciado la radio, desembarcarían en Luanda el 3 de junio, partimos sin más demora.
Cruzamos el río en una gran barcaza que hizo al menos ocho
transbordos. Mientras atravesábamos los suburbios de Lubunga en dirección a la
N7, una algarabía de muchachos siguieron detrás de nuestra tanqueta, porque
David y otros colegas, tuvieron la genial idea de atar una cuerda con docenas
de latas, y pintar: “Just Married”, en el portón trasero. Un cachondeo que nos
agradó tanto a mí y a Mizelede, como molestó a unas, azoradas, Raquel y
Tumaini.
El momento en que se partió la cuerda y las latas dejaron de
sonar detrás de nosotros, supuso una fractura en mi cristalizado estado de
ánimo. Fue como una toma de contacto con la realidad después de semanas en
estado de shock. Tras la catarsis, en mi cabeza quedaron una retahíla de
pensamientos y palabras cociéndose en un caldo espeso de sensación de culpa: mis
Personas más queridas abandonadas,
mi cobarde y permanente Huida,
las guerras, o siempre la misma Guerra,
el Apocalipsis, la Muerte, la Resurrección, el Cosmos,
el Purgatorio, las Elegidas, la Esperanza, el Amor,
la Familia… ¿Qué más?
Mi conciencia me decía que me había sido imposible hacer
otra cosa, pero no podía evitar sentirme culpable: en lugar de volver corriendo
al encuentro de mi hija, me había entretenido ayudando a gente que no conocía
de nada, me había rendido al el instinto sexual más básico, dejándome seducir
por una mujer que ni se me hubiera vuelto a mirar en cualquier otra
circunstancia; para colmo me había casado con ella, quien sabe si por compasión,
o condescendencia con sus caprichos de Diva. Me vine abajo, mi cabeza comenzó a
hervir, y la presión hizo que se me enrasaron los ojos. Tumaini, que no me
quitaba ojo de encima, se dio cuenta, y, rezumando ternura, me sonrió por
tercera vez en su vida. Aquella dulzura en lugar de consolarme me rompió por
dentro. Entré en ebullición, llorando sin consuelo. La muchacha, abrumada, sin
manos para consolarme, pidió auxilio a Raquel que, al igual que David,
Mizelede, Seña y los otros, dormía plácidamente con el traqueteo.
Al verme llorar, Raquel se espabiló alarmada, se puso de
rodillas frente a mí, y me susurró cariñosa:
-
¿Qué te ocurre? ¿Estás llorando?
-
No. Es esta mierda de polvo rojo mezclado con el
gas de los volcanes –disimulé, frotándome los ojos.
-
¡Venga! No me engañes –aseguró, como si me
conociera de toda la vida.
-
Nada. Demasiadas emociones juntas –consentí en
decir.
-
No te preocupes, pronto estarás con Erika –trató
de consolarme.
-
Gracias, pero no es sólo eso. Es que me ha
entrado el bajón de repente. Te veo tan segura de ti misma. Mientras que yo…
-
Si es por mí, no te sientas atado –dijo,
acariciándome la cabeza, y añadió–: cuando lleguemos a España, reconsideramos
lo nuestro. Con total libertad; ya lo sabes.
-
No sé. Ha ocurrido todo tan deprisa. ¿Lo
comprendes?
-
Claro que sí, cariño.
-
No me mal interpretes, te quiero, pero el
matrimonio…
-
No te preocupes por eso. Los papeles no
importan. Lo importante son los sentimientos.
-
Pero… ¿Tú me quieres?
-
Claro que sí, tonto –me reconoció cariñosa.
-
Eres encantadora, y te quiero; de eso sí estoy
seguro –susurré, ya más tranquilo.
-
Te amo Gil –insistió, quitando el sabor salado
de mis labios con la dulzura de los suyos.
-
¿De verdad? ¿No haces esto por otra cosa?
-
¿Cómo puedes pensar eso de mí? Sabes que desde que
te vi aparecer en el hall del Palas estoy loca por ti.
-
No sé. No consigo comprender qué has visto en
mí.
-
Me encanta esa mezcla de gallardía e inocencia,
de valentía y cobardía, y sobre todo tu sinceridad. Confío en ti ciegamente.
-
Sí, pero los muchachos… Yo…
-
¡Chisst! Ya te he dicho que eso es asunto mío
–me calló, presionando ligeramente su dedo índice sobre mis labios.
-
No es que
no quiera ayudar, es que no dispongo apenas de dinero. No sé si encontraré
trabajo. Y en la situación actual…
-
No te preocupes por eso, yo tengo ahorrado mucho
dinero, tengo joyas tan bien guardadas que ni el Fin del Mundo podrá
arrebatármelas.
-
Un chica previsora –le reconocí con gracia– ¿Y
si nada de eso sirve ahora?
-
Si eso ocurre, todos estaremos igual de jodidos;
pero te aseguro que cuanto mejor acompañado se está, más posibilidades de éxito
se tiene. Si escapamos de aquí triunfaremos en casa, de eso estoy segura.
-
¡Eres genial! Estás siempre tan segura de ti
misma. –la alenté, acariciándole la mejilla.
-
He sido más yo misma desde que te conocí que en
toda mi vida. Ya sé que antes daba una imagen de mujer frívola, pero, créeme
era una máscara. Ser una mujer guapa no siempre es una ventaja, a veces te
condiciona el carácter; sobre todo si no tienes a nadie cerca que te guíe
correctamente. Desde que a los trece años murieran mis padres en un accidente,
he estado muy sola.
-
¿Y tu hermano?
-
Sólo lo somos de padre, y es mucho mayor que yo.
Cuando nací, él ya estaba en el seminario. Como comprenderás, nunca fui santa
de su devoción.
-
¿Es un cura? –pregunté aterrado.
-
Es el obispo de Tarazona.
-
¡¡¡¿El Obispo de Tara… qué?!!! –grité,
espabilando a David, que sonrió malicioso, pero no dijo nada.
-
De Tarazona. Está en Zaragoza.
-
Ya sé dónde está Tarazona. ¡Joder! ¡Soy cuñado
de un obispo! Para eso no estoy preparado! Cuando se entere de lo nuestro, nos
hará pasar por la vicaría –dije medio en broma, medio en serio.
-
Tranquilo, no tiene por qué conocer todos los
detalles.
-
¿Detalles? A estas alturas ya lo debe saber
todo. ¿Acaso no lo sabes? Los caminos del Señor son inescrutables. Seguro que
existe alguna conexión mística entre Papa Honoré, y tu hermano –Dije, y me
quedé pensativo–. Claro… ¡Radio María!! Estará esperándonos en el puerto de
Algeciras, con la Biblia en una mano, y el hisopo en la otra –añadí con gracia.
-
¡Ja! ¡Ja! –rió Raquel–. No conocía tu lado
gracioso. El tío hace años que pasa de mí.
-
Ya, pero las bodas y los africanitos, les ponen
a los curas un montón –al oírme, Mizelede frunció el ceño intrigado.
-
¡Qué sabrás tú de curas! –concluyó Raquel,
abrazándose a mí.
-
Muy poco; y eso ya me parece mucho –concluí yo.
Tumaini, aunque no entendió nada de nuestra conversación en
español, comprendió perfectamente la situación. Cuando la descubrí mirándonos
de reojo, retiró apresuradamente su mirada. Apenas lo demostraba, pero se le
notaba satisfecha por nuestra buena sintonía.
Constantemente zarandeados, polvorientos, alumbrados por
tenues rayos de luz que atravesaban por las escasas rendijas del carro; cocidos
de calor, proseguimos nuestro viaje de Regreso. Nuevamente relajada y confiada,
Raquel se quedó dormida sobre mi hombro. Más tranquilo, seguí reflexionando: Esperanza,
Amor y Familia; esos conceptos comenzaban a tener sentido, de
pronto una palabra nueva comenzó a rodarme la cabeza: Hogar,
<<necesitaremos un lugar donde hacer realidad esta locura>> –pensé.
Mi corazón comenzó a agitarse impaciente: quedaba España tan lejos del Ecuador,
<<¿por qué habría tenido que ocurrirme todo esto en el Ecuador?>>
–me preguntaba sin saber por qué. Ecuador, Regreso, y Hogar
eran las palabras que cerraban la síntesis de mi situación.
Capítulo 7, Luanda.
Nuestro viaje por la N7 fue un tormento, nada que ver con la
carretera vigilada y cuidada que yo recorriera años atrás pagando 3 dólares
cada doscientos kilómetros. Manadas de elefantes huidos del Parque Nacional de
Lomami, desorientados y nerviosos tenían ahora preferencia, y la ejercían con
total impunidad cortándonos el paso durante largos ratos en los que, de no
haberse tratado de vehículos acorazados, habrían acabado volcándolos y
aplastándolos para sacarnos de dentro como maní de su cáscara.
Al principio nuestros encuentros con los paquidermos nos hicieron cierta gracia; los españoles incluso bromeábamos con símiles taurinos, pero cuanto más al sur íbamos, más grandes y violentos eran. Al final nos acojonábamos cada vez que nos interceptaban. El peor momento fue cuando nos topamos con un grupo de hembras velando algunos de sus congéneres machos, todos ellos con sus cabezas brutalmente mutiladas para arrancarles los colmillos. El olor era nauseabundo, y no podíamos avanzar ni retroceder. ¿Quién podría ser tan descabezado como para tratar de vender marfil en semejante situación mundial? Y, no digamos para comprarlo. Sus ataques fueron tan violentos que hubo que hacer uso de botes de humo para ahuyentarlas.
Al principio nuestros encuentros con los paquidermos nos hicieron cierta gracia; los españoles incluso bromeábamos con símiles taurinos, pero cuanto más al sur íbamos, más grandes y violentos eran. Al final nos acojonábamos cada vez que nos interceptaban. El peor momento fue cuando nos topamos con un grupo de hembras velando algunos de sus congéneres machos, todos ellos con sus cabezas brutalmente mutiladas para arrancarles los colmillos. El olor era nauseabundo, y no podíamos avanzar ni retroceder. ¿Quién podría ser tan descabezado como para tratar de vender marfil en semejante situación mundial? Y, no digamos para comprarlo. Sus ataques fueron tan violentos que hubo que hacer uso de botes de humo para ahuyentarlas.
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