La Llama Eterna: Relato XXXIV –El "Pecadito" del Cisne de Pesaro-
Texto extraído del programa de RNE: "Sinfonía de la Mañana", por Martín Llade.
Llevaba años admirándole; su música le había parecido la
expresión suma de la vitalidad, del ingenio natural, y la osadía. En definitiva
la más sublime explosión de sentido del humor, ternura, y sensibilidad; jamás
concentrada en una sola obra. Es verdad que había habido un Mozart, y antes que
éste un Gluck, y antes unos cuantos más; pero, para Stendhal, Rossini era la
culminación de todo aquél proceso; el “eslabón dorado” que enlazaría con quién
sabe qué otra época gloriosa. Por eso, y sin ser músico, había escrito desde el
entusiasmo, lo que podía considerarse uno de los más fervientes testimonios de
idolatría, jamás dedicados a un artista vivo. Y ahora tenía frente a sí a ese
artista. Y la verdad, ni remotamente se aproximaban sus sensaciones, a las que
siempre imaginase que despertaría dicho encuentro. Él se había visto con
convulsiones en el suelo, preso de un delirio irreprimible; parecido al que
experimentase en la Basílica de La Sancta
Croce en Florencia. Pero el hombre que tenía ante sí, al otro lado de la
mesa en la que almorzaban, guardaba muy escasa relación con el de los retratos;
y sobre todo, con el de la música.
Y es que Rossini, le parecía, ante todo, una montaña de
grasa. Como le escribiría al Barón de Mareste: “un puerco repugnante”. Había
conseguido, precisamente por mediación de éste, que el músico le invitara a su
casa de París; donde se apresuró a agasajarle, con lo que consideraba el mayor
de los honores: una buena mesa.
Sirvieron Burdeos, y jamón de Parma, además de media docena
de quesos franceses, y bistecs. ¡Rossini, se comió veinte! A Stendhal se le
había quitado el apetito. El músico, se encendió un puro, que fue degustando a
la par que iba abriendo ostras, y exprimiendo zumo de limón en ellas.
-Créame –le dijo el Italiano–, la nuez moscada es
el secreto de todo; y, los canelones, no son nada sin ella, lo mismo que
tuberías de plomo; y yo entiendo de canelones un rato.
-¡Ajá! –repuso Stendhal, lacónico.
-Me gustó su libro –dijo entonces Rossini.
Acaso consciente de
que por algún motivo inexplicable, su invitado se mostraba insensible a los
placeres anacreónticos.
-¿Qué libro?
-El que escribió sobre mí. Simpático; sobre todo
para no ser Usted un hombre de música. Lo que me extraña es una cosa.
Quiso saber cual. Rossini, se sirvió una copa de coñac.
-Que haya estado Usted en tantos estrenos míos, y
nunca hayamos coincidido. Eso es raro, ¿verdad?
Stendhal se ruborizó; ciertamente no había estado en tantos
estrenos como citaba en el libro, pero hubiera quedado bastante menos elegante
contar la verdad: que, en su mayor parte, se guió por comentarios de amigos
suyos. Pero las obras sí que las conocía bien; salió al paso citando “El Turco
en Italia”, que le entusiasmaba.
-Sobre todo el quinteto: “Guardati quia chi dente”; es lo más genial que he escuchado de
Usted.
-¡Ah! ¡Sí!
Con los labios mojados en coñac, Rossini volvió a
introducirse el puro en la boca. Dio una profunda calada; y luego, sorbió el
zumo de limón de la concha de una ostra, antes de comerse el molusco que había
en su interior.
-¿Sabe en qué me inspiré? Iba una vez en barca
por el Poo, con una cazuela humeante de ñoqui; les había preparado una salsa
especial de mi invención, con eneldo y piñones. Estaba deseando llegar a la
orilla para comérmela tranquilamente; ¡y se me cayó al agua! Toda una tragedia.
Una de las pocas veces que he llorado en mi vida. O sea, que para consolarme,
concebí una música que retratase lo cómico, y a la vez trágico, del momento; y luego,
lo introduje en el quinteto.
Stendhal palideció. No podía soportar más aquel elefante.
Estaba meditando una escusa para no quedarse a los postres, que se prometían
también “pantagruélicos”, cuando Rossini se levantó trabajosamente de su silla.
-Si no me hubiera retirado, me atrevería a poner
música a su “Rojo y Negro”; una obra excepcional. Así que; permitirá que, por
lo menos, haga otra cosa por Usted, en agradecimiento por su libro.
-¿Y qué es? –quiso saber, sin demasiada
curiosidad.
-Un pecadillo –repuso.
Y se sentó al piano que había junto a la mesa. Hizo sonar
una campanilla, y acudieron cuatro de sus criados. Les hizo una señal, y
comenzaron a cantar, acompañados por él, desde el teclado.
Y, de repente, se obró el milagro. El corpachón de aquél al que
llamaban “Cisne de Pesaro”, se transformó por ensalmo en Ave del Paraíso. Tales
fueron los colores desplegados en apenas unos instantes por el aleto de sus
dedos sobre las teclas, y las voces primorosamente timbradas, de los
insospechados intérpretes.
Y es que todo era música en aquella casa; desde el ronroneo
esponjoso del gato doméstico, enroscándose en las piernas del maravillado
invitado, hasta la yesca que el Músico hizo crepitar, para encenderse un nuevo
cigarro; pasando por las arandelas de las cortinas, mecidas por la brisa del
mediodía; o el entrechocar de los vidrios, al son de la Amistad.
Con apenas una simple melodía, aquel hombre vulgar,
repulsivo incluso; se había transformado, ya no en Príncipe de la Música, si no
en la Música misma; la más perfecta e inaprensible de las Artes, al alcance de Henry
Beyle Stendhal.
-¿Qué le ha parecido? –inquirió sin sarcasmo
Rossini, una vez hubo acabado la canción.
-¡Maravillosa! –musitó Stendhal, con los ojos
anegados en llanto.
No estuvo mal; no –Rossini volvió a sentarse a la
mesa–. Y ahora, dígame: ¿no tomaría un poco de Mascarpone? Le advierto que me
sale delicioso.
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