La Llama Eterna: Relato XXXII –Una extraña forma de penitencia -
Texto extraído del programa de RNE: "Sinfonía de la Mañana", por Martín Llade.
El concierto acabó en medio de desconcertados, y muy tibios
aplausos; incluso hasta se escuchó algún silbido que, los bienpensantes, no se
molestaron en reprobar.
-¿Qué porquería era esa, Floyd? –rugió una mujer a
su compañero de butaca–. Yo pensaba que íbamos a escuchar algo del autor del
“Cazador Furtivo”.
-Ése era Karl María Von Webber –repuso el
marido–; éste es Anton Webern, uno de esos degenerados de Viena.
-¡Qué cosa más desagradable! –resopló ella.
Los presentes ya iban abandonando sus asientos, comentando
también lo poco afortunada que fuera la conclusión del concierto. La mujer
añadió que: “deberían considerar delito, escribir una música así”.
-Parecía más propia de una película de Boris
Karloff –añadió. Floyd soltó una risita.
-En realidad ya le dieron lo suyo a tío este
–añadió–. Le pegaron un tiro hará unos diez años; justo al acabar la guerra.
Supongo que le concedieron una medalla al que lo hizo.
En esto, una voz trémula y vidriosa, como proveniente del
interior de una botella rota, les sobresaltó.
-En realidad no. Hubo una investigación, y el
caso fue archivado al considerarse un accidente.
Se volvieron. Era el tipo desaliñado y ojeroso que había
estado sentado detrás de ellos durante el concierto. El Hombre, apestaba
indudablemente a alcohol.
-Tampoco fue un tiro –prosiguió–, si no tres: uno
le destrozó el pecho, otro le alcanzó la frente, y el tercero fue al hombro; de
haber sido sólo ese, se hubiera podido salvar. Sin ninguna duda.
Floyd y Peggy, se miraron consternados, y dirigieron sus
pasos hacia la salida; pero el Hombre, que obviamente también tenía que salir
por el mismo lugar, continuó tras ellos con su letanía.
-Los oficiales se mostraron muy comprensivos en
todo momento. ¿Saben? Al fin y al cabo, se sabía que el yerno de Webern,
traficaba en el “mercado negro”; y encima antes había estado en las “SS”. Un
mal bicho, pensaban todos; lo lógico era que su suegro, también fuese de la
misma calaña.
El Matrimonio, alcanzó nerviosamente la puerta, pero el Tipo
era persistente; y, gracias a su extrema delgadez, lograba hacerse hueco entre
la multitud que también aguardaba para salir.
-Por eso, cuando se produjo el accidente, a nadie
le dio lástima. “Ha violado el toque de queda. Allá él”. Es lo que se dijo. Al
fin y al cabo, era la Viena ocupada, y todavía quedaban muchos nazis fugados
que conservaban sus armas; Pero, luego se enteraron por los vecinos de que su
música había estado prohibida por Hitler. Un tipo al que le prohibiera componer
Hitler, no podía ser del todo malo, ¿verdad? Y… ¿Saben lo más gracioso?
No querían saberlo; pero todos los taxis que pasaban frente
al teatro estaban ocupados. Peggy, se subió el cuello de su abrigo de armiño,
para taparse los oídos.
-Estaban borrachos –explicó el Tipo–; los
soldados, se habían emborrachado con le cerveza clandestina del yerno de
Webern. En teoría, habían ido a detenerle, pero antes sacaron tajada del
asunto.
Al fin paró un taxista. Peggy y Floyd, se arrojaron a su
interior. El vehículo se alejó de allí; y, aunque al llegar a casa, se metieron
bajo la ducha; tardaron varios días en librar a sus conciencias del hedor a
whisky de Aquél hombre.
-Y… ¿Saben lo mejor? –prosiguió sólo el Tipo en
la acera– Que no estaba violando el toque de queda. Sólo había salido a fumar
un cigarrillo en plena noche, para que el humo no apestase a sus nietos, que
dormían en el salón.
Cuando Raymond Norwood Bell, ex soldado de primera clase, y
cocinero del Ejército de los Estados Unidos, comprendió que ya no quedaba nadie
en las inmediaciones de teatro con quien hablar, se dirigió a un bar. Allí,
pidió otra copa, la novena o décima del día; ya había perdido la cuenta. En
aquellos malditos diez años transcurridos desde el “accidente”, había intentado
ahogar sus remordimientos en alcohol; pero éstos, al igual que la inmundicia,
volvían a aflorar, una y otra vez, tras disiparse la resaca.
Curiosamente, en los últimos años, había encontrado una
extraña forma de penitencia: asistir a todos los conciertos en los que se
programase la música del hombre que él había matado. No era empresa fácil,
porque eran pocas las orquestas del país que se atrevían a hacerlo. Pero,
cuando en alguna, anunciaban las “Vagatelas para Cuarteto de Cuerda”, o sus
piezas para orquesta; ahí estaba él, en una butaca barata; imaginándose que era
la voz de Anton Webern, hablándole desde el Más Allá, la que se materializaba a
través de los instrumentos de la orquesta.
Y, entre sus entrecortadas réplicas; que ocasionalmente
provocaban protestas en los asientos contiguos; Bell, no dejaba de preguntarle,
una y otra vez, ¿Cómo era posible que toda aquella música, en teoría escrita
mucho tiempo antes del fatal encuentro entre ambos; fuera capaz de describir,
con tal precisión, los terribles sentimientos que él no había dejado de
experimentar desde entonces.
-Ponme otro Whisky más –le dijo al camarero–; a
ver si, con un poco de suerte, mañana amanezco tocando el arpa con mi amigo
Anton.
Comentarios