La Llama Eterna: Relato XII –El Balcón de las Delicias-
Texto extraído del programa: "Sinfonía de la Mañana" RNE, por Martín Llade.
El joven Pablo estaba desesperado, su madre necesitaba con
urgencia el medicamento para calmar aquella acuciante tos, pero no tenía forma
humana de reunir las dos pesetas que costaba. Sus amigos le prestaron cuanto
llevaban encima, y apenas juntó treinta céntimos, trató de buscar algo que
empeñar, pero la maldita tos ya se había llevado consigo las cortinas, y las
sábanas de la casa, además de una sartén, los zarcillos de la abuela y un
mantón de Manila.
En el patio de la corrala se encontró con “ El Tieso”, un
vecino suyo con el que no se “llevaba”. Éste pasó a su lado, y le retuvo por un
hombro, y sin mirarle a la cara, le susurró al oído:
-Irás a Alcalá, 104; y esperarás allí hasta que
salga un viejo asomándose al balcón del segundo piso; haz que te vea; pero, no
se te ocurra ir contando esto por ahí.
Luego, “El Tieso” se marchó sin decir más. Pablo, escamado,
decidió hacerle caso, más que nada porque ya no encontraba ninguna solución. Se
sentó en la acera que estaba enfrente del citado número de Alcalá, y, tras hora
y media sin que nada sucediera estuvo a punto de marcharse; en esto, apareció
el viejito en cuestión, con su tupido bigote en forma de gaviota y su corpachón
moldeado por la buena vida, se hubiera dicho un General en su dorado retiro, y sin
embargo, se movía con cautela gatuna, como si todavía esperase una ocasión más
de volver al campo de batalla.
Una vez hubo comprobado que no le observaban desde el
interior de su vivienda, recorrió la Calle de Alcalá con la vista hasta que
reparó en él. Le hizo señas de que se situara bajo su balcón.
-¿Quién eres tú? –le preguntó el hombre, tratando
de no alzar mucho la voz–. ¿Dónde está “El Tieso”?
Le explicó que era “El Tieso” quien le mandaba. Esto no
pareció tranquilizar mucho al anciano que se atusó los bigotes pensativo y
luego le dijo:
-Sea. Tú también pareces de fiar. ¿Conoces el
número 96 de la calle Duque de Sexto?
Respondió que no lo situaba. Con cierta impaciencia, el
hombre dibujó en el aire un plano de la calle y le indicó cómo ir lo más rápido
posible.
-No debes pararte a hablar en el camino con
nadie; y lo que es más importante: si te preguntan allí para quién es lo que
vas a coger, les dirás que para tu abuelo.
El hombre sacó un paquetito de su bolsillo y se lo arrojó
discretamente. A Pablo se le escurrió entre los dedos, y casi se coló por el
hueco de una alcantarilla. El anciano, nervioso, miraba una y otra vez al
interior de la vivienda.
-Nos van a descubrir. Vete ya –le insistió.
Pablo no tardó en encontrar el número 96 de Duque de Sexto,
pero, para su sorpresa, no era ni un tugurio tabernario, ni tampoco una
biblioteca, punto de encuentro propicio para espías o gentes de mala idea. Era
una confitería llamada “La Deliciosa”, y no querían dejarle pasar, debido a su
aspecto pero mostró las monedas que venían con el pequeño paquete que incluía
un escrito.
El dependiente, lo leyó, y luego seleccionó varios pasteles
de los anaqueles. Luego, comentó con sorna:
-¿No te habrán mandado de Alcalá, 104, por
casualidad?
- No, no, no. Son para mi abuelo –replicó él.
Pablo volvió corriendo con la bandejita de pasteles. Allí lo
aguardaba impaciente el hombre ojeando nerviosamente su reloj. Le indicó que le
tirase el insólito contrabando. A pesar de su edad y su abotargamiento físico,
cogió al vuelo la bandejita que se apresuró a abrir. Sin pérdida de tiempo,
empezó a engullir con un ojo puesto en las sensuales formas de los bollos de
crema, las ensaimadas y los borrachos y el otro en el interior de su vivienda.
Dejó un solo pastel que arrojó a las manos de Pablo. Era un buñuelo con nata.
-Pruébalo –dijo–. Es delicioso.
Pablo lo miró impotente. ¿Ése iba a ser su pago? ¿Para eso
había perdido casi dos horas del tiempo que tenía que haber estado buscando una
forma de pagar el maldito medicamento?
Se comió el buñuelo entre lágrimas.
-¿Qué pasa? –dijo el hombre– ¿Es que se ha
agriado la nata?
-No –quiso decir–. Es que mi madre, mi madre…
El viejecito suspiró.
-Sois todos iguales. ¡Anda golfo! Que ya eres muy
mayorcito para andar hecho un madaleno. Suénate los mocos y vete de mi vista.
Y le arrojó un pañuelo desde el balcón. Pablo estuvo por
mandarle “al diablo”, pero lo tomó. Al desenvolverlo, por poco se le cae
también por la alcantarilla una pequeña forma plateada, que no era si no, ¡un
duro!
Y ya levantó la vista para agradecérselo al hombre, pero
éste había desaparecido del balcón. De haber sabido leer, hubiese podido
apreciar que las iniciales bordadas en el pañuelo, eran una “F” y una “C”.
Federico Chueca, se sacudió las migas de los labios, y muy
feliz, se sentó frente al piano de su salón. Comenzó a improvisar una alegre
melodía. Su esposa, Teresa, dejó el bordado que tenía entre sus manos, y se le
acercó.
-Pronto estará la cena, “Fede”. Ve lavándote las
manos.
-¿Y qué cenamos hoy? –preguntó sin entusiasmo.
Ella repuso que Repollo hervido. La cara de él fue un poema.
Ah, no “Fede”, ya sabes lo que dijo el médico, con tu azúcar tenemos que
cuidarnos. A mí me duele, sobre todo por ti, pero con la salud no se juega.
- Sea, pues; nos cuidaremos –se resignó él.
-Por cierto –dijo Teresa–, ¿qué es esta pieza?
Nunca te la había oído tocar.
-Huumm. Una cosita que se me ha ocurrido en el
balcón. La llamo: “La Polka de los Pasteles”.
-¡Ah! Ya te dije que tomar el aire te sentaría
bien –sonrió ella.
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