La Llama Eterna: Relato X –La Inmortalidad-

  (Texto extraído del programa de RNE, Sinfonía de la Mañana, por Martín Llade)

    Una tarde del verano de mil novecientos veintinueve, en la casa que Marie Gandia, tenía en San Juan de Luz, se hablaba de la inmortalidad. Uno de los invitados al té, comentó que acababa de leerse el libro del viaje a Egipto de Gustave Flaubert; inmediatamente, otros entusiastas de la materia, aportaron sus propias reflexiones. En realidad no se limitaron si no a reproducir lo que todas las revistas venían diciendo desde que unos años atrás Howard Carter desatara la pasión mundial por el tema, al romper el sello de la tumba del “Faraón niño”.

Uno de ellos comentó que en Egipto la Historia se hallaba a ras de tierra, lo mismo que el petróleo en Tejas. Bastaba con excavar superficialmente en la arena, para hallar una tumba de tres mil años; acaso la de un alto mandatario y su familia, embalsamados ceremoniosamente, como si aguardaran de etiqueta a la posteridad.

Sin embargo, lo que más entusiasmaba a los presentes, eran las fotografías que habían visto de Abu Simbel, con las colosales estatuas sedentes de Ramses II.

Alguien recordó que, apenas un siglo atrás, habían estado cubiertas de arena hasta las orejas, como evidenciaban las ilustraciones de la descripción de Egipto, publicada a instancias de Napoleón.

Otro de los invitados, éste profesor de matemáticas, puso en duda esa cuestión, ¿eran los antiguos egipcios capaces de imaginarse, siquiera lo que era que pasaran tres mil años, cuatro mil en el caso de las pirámides? Ellos no podían tener una noción tan dilatada del tiempo, porque no había apenas Historia conocida antes de su civilización. En realidad, su percepción del tiempo era que éste se escurría de entre los dedos del Ser Humano con la velocidad de la arena. Por eso se daban tanta prisa en preparar su muerte, para que no les pillase desprevenidos. Vivían con la muerte como principal razón de vivir, y cuanto eran capaces de atesorar en sus pocos años en la Tierra, no era si no para que les sirviera de equipaje para la posteridad.

Aquí se suscitó una amistosa discusión en torno a una bandeja de galletas bretonas, que Marie hizo servir tras una segunda taza de té.

Pidieron su parecer al secretario del ayuntamiento, también un ávido lector:

Alguien ironizó entonces sobre si la Torre Eiffel seguiría estando en París dentro de tres mil años, y la conversación derivó acerca de las audacias, no siempre acertadas, de la arquitectura moderna.

En esto, se escuchó un silbido en la calle, una melodía sinuosa y progresiva, que apenas tardaron un par de segundos en identificar. Se hizo el silencio, porque la conocían bien, y no era una melodía tradicional, no; su autor estaba vivito y coleando; y encima, entre ellos, puesto que era el invitado de honor de Marie; y resulta que era el único que no había dicho palabra en toda la conversación.

Ravel dio una calada a su sempiterno cigarrillo, como siempre aparentemente inalterable.

En ese momento llamaron a la puerta; era en efecto Granier, con un ramo de flores para la anfitriona; pero, el silbido continuaba escuchándose en la calle. Si no era él, ¿quién diablos entonaba aquella melodía?

Se asomaron a la ventana; en la calle de enfrente estaban realizando obras. Un obrero, en mangas de camisa, se afanaba en aplicar una capa de cemento sobre la acera para colocar posteriormente sobre ella bloques nuevos de pavimento. Era él quien silbaba despreocupadamente El Bolero; una obra, que había sido estrenada apenas hacía unos meses por la bailarina Ida Rubinstein.

Todos ellos, se volvieron entonces hacia el habitualmente frío y distante Ravel. Éste, envuelto en una nube de humo, fingió que era ésta la que le había nublado la vista. Sin más, se rascó los ojos con los nudillos y luego, sirviéndose una tercera taza de té dijo, como quien no quiere la cosa:


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