La Llama Eterna: Relato XVIII –Dos Ángeles-

Texto extraído del programa de RNE "Sinfonía de la Mañana", por Martín Llade.

      Hacía frío en aquella calle de Londres; acaso por la “gelidez” que exudaban los corazones de las gentes que transitaban por ella; tan sensibles como el mármol a la letanía lamentosa de aquel violín medio roto, el del viejo Jack; mendigo de los soportales de un iglesia cuyos feligreses salían tan limpios de pecado del servicio religioso, que no necesitaban purificar su conciencia, echando unas monedas dentro de su sombrero.

Cada pordiosero londinense tenía adjudicada su propia esquina desde donde aguardar, con trémula paciencia, su fin en aquel invierno de la misericordia.

Los que le conocían bien, preferían pasar de largo, puesto que alimentar su cuerpo, siquiera por unas horas, hubiera implicado de alguna manera, echar leña verde al fuego de su esperanza. Y eso hubiera sido mucho más cruel que dejarle morir allí de hambre y frío, algo a lo que estaba tan abocado, como las aves a emigrar al sur, o las hojas secas a asfaltar el empedrado de la calle.

Dado que la mendicidad no estaba tolerada; al viejo Jack, ni siquiera se le permitía extender su mano enfundada en un guante sin dediles, a fin de que algún alma despistada, depositara en ella un poco de frío metal con el que prolongar un día, o dos más, su agonía. La única arma con la que contaba en aquella batalla perdida de antemano, era el viejo violín; que una vez un estudiante de música le regalase cuando iba camino de tirarlo a la basura, debido a su estado inservible. Y así, sin saber música, raspaba malamente cual espinazo de perro vagabundo, las cuerdas de aquella “cosa”. Y su gruñido, pues no era otra cosa lo que emitía, rebotaba como una bola de papel, en los cristales del indiferente vecindario.

A todo esto, el viejo Jack escuchó los pasos de dos hombres que resonaban extranjeros en eco del pavimento. Cuando les escuchó hablar, vio confirmada esta impresión; pero, ¿qué hablaban? Sonaba parecido al italiano, pero sin serlo; igual que lo que emitía su violín trataba también de parecer música, sin acabar de serlo del todo.

Este es el diálogo que, aunque no pudo comprender palabra por palabra, acabaría entendiendo, a tenor de los hechos que sucedieron a continuación:

Y en esto, el viejo Jack sintió que le arrebataban el violín de las manos. Fue a protestar, pero comprendió de inmediato que no pensaban robarle.

Y el mendigo escuchó entonces unos quejidos como de recién nacido como de recién nacido, del interior de la madera de aquella caja de zapatos con cuerdas. Y de repente, tras un volteo de clavijas, una vibración nueva acarició sus oídos; ¿provenía acaso del instrumento?

Y entonces pasó algo sorprendente: el violín empezó a sonar, y su canto sonó tan impresionante como los sones que el viejo Jack intuía que debían recibirle a uno al llegar a la otra vida. Y el compañero del violinista comenzó a cantar. Y era el sonido de su voz tan puro como el del violín ahora; al instante, se les unió un insospechado coro, el de los postigos de las ventanas de la calle abriéndose de par en par, y comenzó a llover; pero, ¿qué clase de gotas eran aquellas que rebotaban con un plateado tintineo sobre los hombros de Jack? No era granizo, no tampoco nieva, y menos lluvia. Se llevó una de las gotas a la boca y la mordió. ¡Eran chelines!

E iniciaron un nuevo dúo, siempre en esas dos hermosas lenguas: la de la música, y la de aquel idioma desconocido; que, hasta ahora sentía como propio.

Jota, Zortziko; nunca olvidaría aquellos vocablos maravillosamente extraños.

Cuando los extranjeros acabaron su actuación, los aplausos del vecindario y los transeúntes, habían inundado de calidez aquella calle londinense.

El viejo Jack ya no tenía frío, ni siquiera necesitaba el sombrero; que le fue entregado ahora con algo dentro. Hundió la mano, ¿eran monedas? ¿Es que había muerto y estaba en el Paraíso? No; porque, en todo caso, allí no le haría falta aquel tesoro.

Le fue devuelto el violín, y los extranjeros se alejaron de él entre vítores.

Pablo Sarasate, dio una amistosa palmada al hombro de su querido amigo, el también navarro, el tenor Julián Gayarre.


Y en esto se vieron sobresaltados porque el viejo Jack les vino por detrás a tientas y les tocó la espalda con las manos, tratando de buscar las alas de aquellos dos que, desde luego, no podían ser si no ángeles.

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