La Llama Eterna: Relato XIV –Un “paquete” para la posteridad-

Texto extraído del programa de RNE: "Sinfonía de la Mañana", por Martín Llade.

     Piatigorsky recordaba como uno de los momentos más emocionantemente enojosos de su vida el día en que le presentaron a Casals, y tuvo que tocar los peores “Beethoven” y “Schuman” jamás escuchados en, al menos, un siglo. Sin embargo, el maestro Casals, lejos de arrugar el entrecejo, le había aplaudido calurosamente. Años después, cuando ya daban recitales juntos, le explicó lo siguiente:

Piatigorsky se aplicó la lección, y decidió ponerla en práctica el día en que comenzó a impartir clases a un nuevo discípulo, cuya falta de fe en sí mismo materializaba un mechó castaño, que le pendía entre los ojos como una guirnalda mustia.

Tras varias lecciones con él, se dio cuenta de que no lograría sacarle de al angustia que lo embargaba cada vez que cometía un fallo, a menos que le hiciera percibir los errores como algo humano, y parte primordial del aprendizaje. Así que, decidió cometerlos él también; de forma deliberada, claro está.

La primera vez hizo desafinar al violonchelo ante su alumno, de forma que éste abrió los ojos perplejo, y miró en derredor suyo para ver si no había sido algún otro alumno despistado que anduviese cerca, porque: ¿cómo iba a cometer semejante despropósito, el Gran Piatigorsky? A éste, le divirtió su desconcierto, y decidió perpetrar otra barbaridad: se saltó varios compases de una sonata de Beethoven. El alumno tuvo que contenerse para no llevarse las manos a la cabeza, pero, claro está: ¿cómo iba a tener el valor de señalarle aquello al Maestro?

Y el alumno interpretó el movimiento con menos inseguridad de la habitual y, de echo, bastante mejor que él. El Maestro, se sintió muy feliz. La cosa iba por buen camino.

Durante los siguientes meses, Piatigorsky cometió de forma casi exhibicionista todos los fallos posibles que se le ocurrieron, incluso algunos nuevos de los que jamás tuviera noticia. Desafinó. Dio notas erróneas. Cometió aberraciones en los “tempi”, y hasta traspuso tonalidades. Una vez incluso, hasta se puso a tocar otra obra. Y cada uno de estos gazapos era detectado de inmediato por el muchacho, que ya no lo cometía más.

Llegó el tan ansiado debut del alumno, nada menos que en el Carnegie Hall de Nueva York. Piatigorsky ocupó un lugar de honor entre la acaudalada familia de éste, y al concluir la velada, él y el alumno se fundieron en un emotivo abrazo. Esa noche hubo una fiesta en el gran apartamento de la familia con vistas a Central Park, y lo más granado del mundillo musical neoyorquino, se dejó caer por allí.

Piatigorsky tuvo ocasión de tomarse unas copas con sus colegas, y al llegar la medianoche, decidió retirarse a su casa; y ya iba saliendo por el pasillo del apartamento, cuando escuchó a su discípulo amado departiendo con sus amigos en un saloncito contiguo:

¿Queréis mi opinión sincera? –repuso él, todavía ebrio por las mieles del triunfo–. Como maestro, una maravilla; ahora bien, como violonchelista es una porquería. El paquete más grande que he oído en toda mi vida.

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