El fin del amor
Transcurridos tres meses del fallecimiento de su madre, ya sólo en la vida, cada día estaba más contento de su decisión: nunca volvería a amar a alguien. Le importaba nada la suerte de los demás. Buena salud, rentas de su magnífica obra suficientes para vivir de hotel, comer y desenvolverse saludablemente, para viajar a su antojo, para satisfacer placeres visibles e invisibles. Todo gracias a su inteligente capacidad de ser feliz sin molestar a los demás; y ahora, sin que nadie le molestara a él. Podría permanecer así indefinidamente, eternamente. Pero un día, sin notarlo, uno de los naipes de su castillo se desplazó. Al doblar una esquina, un joven pelirrojo y vagabundo le preguntó la hora. César no contestó; porque no la sabía, pues ya no usaba reloj, y porque pensó: ¿para qué querrá éste saber la hora? Sin embargo la pregunta anodina amartilló su cabeza hasta romper la cáscara de cristal que envolvía su memoria. Recordó a Ismael, su hermano pequeño, preguntándole la ho...