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Agua, I

Qué tiene el agua dentro que sirve para todo. Una gota de agua puede parecer poca cosa, pero con ella se puede: formar una gota de lluvia, un copo de nieve, dar brillo a nuestros ojos, demostrar que te has emocionado, que estás triste; desbordar un vaso, un borrón, un cortocircuito; hacer barro que será piedra, pintar un sol con acuarela, escribir un nombre con tinta; puede albergar el veneno mortal, la semilla de la vida; ser la baba de un niño o la de su abuelo; en ella crecen los microbios y nadan rojos los obreros de construyen nuestro cuerpo.

El pozo de mi abuelo.

Uno de mis mejores recuerdos de la infancia, el pozo en el huerto de mi abuelo: antiguo, redondo, profundo, negro, fraguado. La soga, la garrucha, el caldero de zinc, la higuera oportunista que impedía que el sol se mirase dentro y que, sin la mano dura de mi abuelo muerto, creció tanto a su lado que acabó por estrangularlo desmoronando sus paredes de mampostería rústica.  Aún recuerdo el descenso telúrico e impaciente del cubo metálico caliente y sediento, su sonido refrescante al chocar con el agua, la tensión de la cuerda en su negativa para subir de nuevo, su peso imposible para mis brazos de niño, su ascenso perezoso y reticente, el reposo al dejarlo, ya lleno, sobre la losa, el color invisible del agua derramada sobre la pila grande de piedra; su frescura, ideal para las gaseosas "de sobre" en las tardes de agosto.  Crecí mirando al cielo y rogando para que lloviera, o que llegara el canal prometido; desilusionado, viajé a lugares más húmedos; lo logré. He visto ríos,

La doncella Bohemia.

Aniquilada su belleza por la celosa inquina de un incapaz despechado, juró una doncella bohemia volver a mostrarse divina. Erró siglos desnuda entre álamos desfigurados, buscó que los pastores la vieran vagando por los prados; siguió con pasos de escarcha a labradores fatigados y a la luz de la luna, vestida de bruma, bailó con los soldados. Al fin, una mañana de mayo, aún no se cumplen cien años, cayó la semilla del árbol sobre su corazón parado. Nació torcida la ira del espíritu ultrajado; mas, como ánade en nido extraño, creció bella y lozana para encanto del profano. Hízose pues justicia para los ojos del enamorado. Decidme Señor dónde se encuentra ese árbol torneado, que en sus raíces de algodón, duerme a un corazón asesinado .

Mediocridad Ibérica.

Con el debido respeto a quienes sostienen que somos mediocres, yo no opino que la familia de pueblos ibéricos, actualmente denominada España, sea un país mediocre.  La mediocridad es un síntoma. Como las pústulas en un cuerpo enfermo, desagradables y dolorosas, son el resultado evidente de millones de células que luchan infatigablemente por salvar al cuerpo, como la fiebre que obnubila la razón y nos hace sentir desgobernados, lo que nos ocurre en este territorio nuestro, es que nos vienen inoculando enfermedades morales, desde fuera y desde hace tiempo, para las que el ser humano, en general, es más sensible: la envidia y la codicia.  Sólo sociedades enfermas de envidia y codicia pueden contagiar algo así.  La codicia nos la vienen estimulando en hospicios y aulas desde principios del siglo XIX, con el monopolio en la educación desde lo que queda del antiguo, pero no extinto, Imperio Romano, ocupado y "zombificado" por una ideología ancestral y pastoril, que viene sustituye

El Reyno del Boilgues.

Ramón llevaba un buen rato decidiendo si enviaba el informe de seguridad o si, por el contrario, se limitaba a hacer lo mismo que sus dos o tres antecesores, es decir: nada. El informe suponía solicitar la tala de un árbol octogenario, un magnífico ejemplar de   pinus nigra   de unos veinte metros de altura, que rivalizaba en vigor y rectitud con una sabina albar, vecina. Desde luego, este matrimonio vegetal era el más hermoso del contorno; tanto, que con una ligera licencia literaria: bien podrían considerarse como la pareja regente del recóndito reino vegetal del valle de río Boilgues. El caso es que, en su medrar lozano, el rey-árbol del Reyno de Boilgues, había terminado por romper el muro de piedra seca que contenía la terraza donde había crecido el matrimonio, derribándole y quedándose con la mitad de sus raíces al aire. Plantado cuando apenas era más grueso que un cayado de pastor, por los mismos obreros que explanaron el solar donde, hace ochenta y ocho años, construyeron