Si Cataluña se separa de España (lo cual no deja de ser un imposible) este fragmento de Historia real que hasta ahora residía sólo en la memoria de mi familia, dejará de tener sentido: Verano de 1938, margen derecha del Río Ebro, en un pueblecito del Bajo Aragón a 12 kilómetros de Belchite, una niña rubia de siete años observa con apasionado deleite a un muchacho apenas diez años mayor que ella. El joven, que se hospeda en casa de mis abuelos, pasa horas atando latas de conserva vacías con una cuerda de esparto hasta hacer con ellas un tren que luego arrastra por el corral entre saltos de conejo, ladridos de Canelo y estrépito de gallinas flacas que improvisan un vuelo desganado para refugiarse en el bardal. De repente suena la sirena. Tocan generala. Cunde el pánico. Mi abuela, con la pequeña Manuela en brazos, grita: -Dolores, Pascuala, corred, bajad al trujal. Simón Agramunt, el joven miliciano natural de Mataró, ferroviario de vocación, abandona su tren y corre a esconder...