La Llama Eterna: Relato XLIV – El prodigio del Argentino poco hablador -

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: "Sinfonía de la Mañana", por Martín Llade.

    Nadia Boulanger, había sido la primera en advertirlo. Tras ojear sus partituras por encima, se las devolvió torciendo el labio.

Trató de explicarle el impacto que había constituido para Él, “La Consagración de la Primavera”, y como su primitivismo, había despertado sus ganas de crear, de partir de la destrucción purificadora del fuego, para que reverdeciera en Él una personalidad musical. Era algo de lo que había hablado en muchas ocasiones con su maestro Ginastera. Boulange resopló.

¿Qué hiciera tangos? Pero… ¿No era, al fin y al cabo, un género arrabalero? ¿Un son de casas de “mala nota”?

Al principio, el consejo, o más bien orden, le desazonó; pero, cuando se puso a ello, se dio cuenta que Boulange tenía razón. Lo llevaba en la sangre, y salían de Él con la misma naturalidad con la que hablaba. Mejor aún, porque, no era precisamente muy ducho en palabras; de echo, toda la vida lamentaría, no haberse atrevido a hablar antes con Gardel. Supo durante bastante tiempo de su estancia en Nueva York, y se lo encontró en muchas ocasiones, cuando Él sólo era un “pive” de trece años. Pero, cada vez que pensaba en dirigirle la palabra, le entraba un temblor tal, que le era imposible dominarse, a menos que echase a correr y perdiera de vista a su ídolo.

Sin embargo, el Destino los juntó al fin: pidieron extras para el rodaje de “El día que me quieras”, y allí fue a parar Él con su bandoleón. A Gardel, le hizo la gracia la forma en que interpretaba.

Él se avergonzó. Era cierto. No podía disimular haberse criado lejos de la Argentina. En realidad, era un estilo impostado. Hablaba el español sólo en casa, con sus padres, con cierto acento yanqui incluso. Se sentía extraño en aquel plató, con su ídolo riéndose de su forma de tocar. Pero, Gardel, lo animó, y al final del rodaje, le dijo:

Y lo hizo. Plegó la sonoridad del bandoleón, al prodigioso caudal vocal del zorzal criollo. Y es ahí, cuando sintió por primera vez que el Tango, ya no penetraba; si no que salía verdaderamente de él. Gardel lo abrazó emotivamente al acabar. Luego, visitaron juntos Little Italy, haciéndole Él de intérprete; y el Genio, abandonó luego Estados Unidos. Como lamentaba no haberse atrevido a abordarle antes.

Y ahora, veinticinco años después, se veía en la misma tesitura: su amigo, Albino Gómez, lo invitaba al Metropolitan de Nueva York, con motivo de la presencia de Victoria Ocampo, que venía a presentar el Festival de Cine de Mar de Plata. Y… ¿Sabía lo mejor? Stravinsky estaría entre los invitados.

No estaba para bromas. Albino insistió. Con lo que le admiraba; ¿iba a dejar pasar aquella ocasión?
Acabó aceptando a regañadientes. Y llegó el día. Había cientos de personas allí; lo que le tranquilizó. Decidió hacerse el huidizo entre las mesas de los canapés; pero Albino dio con Él, y lo cogió del brazo, llevándolo a un corrillo en cuyo centro se encontraba un anciano bajito y vivaracho, que arrancaba constantes risas de los demás, con sus comentarios.

Albino se lo presentó. Stravinsky, sin dejar de sonreír, le tendió la mano; la estrechó, estaba un poco fría; o, ¿era que a Él le había subido repentinamente la temperatura? El Ruso, inmediatamente le expresó su interés por la Argentina y su música, y recordó los tangos que él mismo había escrito, uno de ellos para “La Historia del Soldado”.

Él no dijo nada, no podía. Era peor que cuando no se atrevía a dirigirle la palabra a Gardel. Llegó un momento en que la locuacidad de Stravinsky alcanzó el peligroso límite de la irritación por no obtener una respuesta. El Genio, soltó su mano; los dedos que habían escrito “La Consagración”.

Se dio la vuelta, y salió corriendo de allí; quizá masculló algo así como: “le admiro Maestro”; pero, en todo caso, cuando lo dijo, sólo pudo escucharlo un camarero que recogía copas vacías de una mesa.
El disgusto fue tan grande, que estuvo sin coger el teléfono varios días; por si era Albino quien llamaba. No se equivocaba, éste fue a buscarle a su casa.

Y fueron. Stravinsky estaba avisado del encuentro, y les aguardaba en el bar de su elegante hotel. Fingiendo amigablemente que el anterior encuentro no había pasado, se levantó y le dio la mano.

“Me alegro de conocerle. ¿Qué tal? Y, bla, bla, bla…”, pero Él seguía incapaz de emitir sonido alguno. Albino empezó a sudar copiosamente; y el Ruso, ya daba nuevamente muestras de impaciencia. Esta vez fue él, el que se dio la vuelta airado, dispuesto a meterse en el ascensor. En esto, el apocado Músico, vio su salvación en el salón del bar: un piano. Se sentó en él, y empezó a tocar. Primero “Arrabal amargo”, y luego sus propias creaciones. Si su boca no era capaz de transmitir lo su alma experimentaba; por fortuna contaba con un Lenguaje secreto, más poderoso que el inglés, el francés y el español, juntos; y ése, Stravinsky lo comprendía muy bien.

Cuando acabó de tocar, se dio la vuelta, y descubrió al viejo Maestro conmovido, con las manos contraídas en un aplauso; y, le pareció advertir que, por vez primera, las tornas habían cambiado. Y es que, si en su juventud, Él había deseado ser Igor Stravinsky; ahora, le estaba pareciendo, que por un momento, era Stravinsky quien deseaba, por unos instantes ser, como Astor Piazzola.

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