La Llama Eterna: Relato XXXV – El Músico Maldito -

    Texto extraído íntegramente del programa de RNE: "Sinfonía de la Mañana", por Martín Llade.

    La luz de la tarde, turbia como el aliento de un moribundo, penetraba por aquellas heridas de la pared, que malamente hubieran podido ser llamadas ventanas. Todo el edificio estaba diseñado para que nada pudiera entrar ni salir de él: ni la Esperanza, ni el Olvido, ni el Tiempo, ni las botellas de vodka. Modest Petrovich, le preguntó a quien, en medio de las brumas de su agonía, pudo aún distinguir como un amigo, si no había traído una para él. Ilyá Yefímovich le sonrió, y en su lugar le mostró los frasquitos de color con los que pensaba pintar su retrato. Modest Petrovich, sonrió entonces; debía de llevar semanas sin hacerlo, y su rostro se cuarteó como lodo al sol, de tal manera que el pintor temió que se le cayera a pedazos de un instante a otro. Pero el enfermo tuvo el temple de coger uno de los frasquitos y hacer ademán de bebérselo. Ilyá comenzó a preparar su paleta, a la par que pedía a las enfermeras que les trajeran un samovar de té. Tras ciertas reticencias, Modest Petrovich, se sentó.

Ilyá Yefímovich, comenzó el retrato por aquellos ojos, que antaño irradiaran el fuego aguardentoso del Genio, ahora decolorados en dos llamas de serena absenta. Sabía que, por mucho que se esforzara, nunca podría recrear el poderío que una vez irradiara aquella mirada; que, de alguna manera, había acabado por consumir interiormente a su portador.

Ante una taza de té, Modest Petrovich, logró esbozar una segunda sonrisa, que resultó menos dolorosa.

No era de aquellos artistas que necesitara abstraerse por completo para llevar a cabo su tarea. Una pequeña parte de su cerebro, permanecía aislada del proceso de creación, a fin de no separar por completo los pies del suelo. Para él, el Arte era también tierra y viento; no en vano, había retratado a decenas de campesinos y vagabundos, a la par que se recreaba en la conversación de éstos.

Y siempre lamentó no poder plasmar con los pinceles, las interesantes impresiones que éstos le transmitieron sobre sus vidas y sobre su forma de ver el Mundo. ¡Qué pena que no existiera un color capaz de retener las palabras sobre el lienzo! Porque, todos ellos, habían sido inmortalizados mudos, únicamente capaces de expresar alguna característica acerca de sí mismos, en la postura, o la mirada.
Modest Petrovich, le había pedido poder peinarse para el retrato; pero, éste se negó.

Inevitablemente, le preguntó cuándo volvería a componer; a la vez, iba salpicando de rizos su barba de sabio: mitad de demonio, mitad de eremita bizantino.

Modest Petrovich, había acabado por perder su puesto en el ejército, su cargo gubernamental; el respeto que, alguna vez, infundiera a las élites culturales “petersburguesas”; y hasta el amor de su familia. Ahora no le quedaba nada más que un camastro en aquel manicomio para borrachos; un plato, y una cuchara, que a veces tenía que compartir con el moribundo de la cama de al lado; y alguna amistad rezagada como la de Repin, empeñado en aquel retrato.

Modest Petrovich, rió; y, al hacerlo, su boca hermosa, todavía poseedora de una tonalidad rosada infantil, casi hasta de bebé, floreció en medio de la agreste espesura de su abandono. Todavía había un niño, delicado y juguetón, que no había acabado de hacerse adulto, en algún rincón de aquel cuerpo tan gastado como si hubiese vivido siete vidas, las del propio Satanás.

El cuadro no estaba terminado, pero Ilyá Repin debía marcharse. Las reglas del hospital eran estrictas en cuanto a horarios. Al irse, Modest Petrovich, lo besó efusivamente.

Y en efecto, pronto fue ocupada por otro nuevo miembro. No se sabe cómo, una botella de coñac llegó a manos de Modest Mussorgsky, y éste se la bebió de un último y apresurado trago.

Esa misma noche, el Demonio se lo llevó consigo al fin, a cantar el canto de los bateleros de la Laguna Estigia. Y Repin sintió profundo remordimientos por haber camuflado aquella pequeña botella dentro de uno de sus frascos de pintura. De alguna manera, sabía que no había hecho bien; pero, por otro lado, cada vez que contemplaba el retrato inacabado de Mussorgsky, no podía evitar imaginar que éste le daba las gracias desde su, ya inmortal, pose de Titán vencido. A fin de limpiar su conciencia, Repin lo vendió por una considerable suma que destinó a la Memoria de su amigo, el Músico Maldito.

Comentarios

Martín Llade ha dicho que…
En realidad me basé para escribirlo en el último retrato de Mussorgski pintado por Repin en el manicomio, antes de morir el músico. Quedó inacabado porque en efecto el músico consiguió una botella de coñac y murió tras bebérsela. Me alegra que te haya gustado.

Martín Llade

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